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Muchos, muchos libros

Sé muy bien que parece otra cosa, pero no tengo nada que hacer verdaderamente divertido en este mundo, aparte de leer libros. Así es que leo muchos, mientras simulo que otros asuntos me conmueven. Gracias a esa dedicación, cuya inmoralidad fundamental no ignoro, caen en mis manos tres por este orden: Buscando al emperador, de Roberto Pazzi (Anagrama, 1986); La enciclopedia de los muertos, de Danilo Kis (Alfaguara, 1987), y Milena, de Margarete Buber-Neumann (Tusquets, 1987). Es todavía posible que algunos otros libro vayan apareciendo a medida que pienso.A Roberto Pazzi, que ganó con ello algunos premios, se le ocurrió su libro, según dice, recordando una vieja foto vista en su niñez, una foto rara, la foto d una hermosa y triste familia real Muchos años después escribió el libro. 1917. El príncipe Ypsilanti cabalga al frente de un regimiento perdido, casi fantasmal, para encontrar al zar, ya al borde del tremendo final en casa del ingeniero Ipatiev, en Ekaterimburgo. Todo está escrito, así es que e regimiento no llegará nunca. La niñas princesas habían nacido muertas. La sangre vertida por Jurovsky y sus soldados ebrios era una sangre obvia, inevitable Los jinetes cabalgaron sobre estepas fantásticas, falsas, esas llanuras que son el mundo de lo muertos.

Y mire usted por dónde un yugoslavo llamado Danilo Kis cuenta en la Enciclopedia de los muertos (a lo mejor el más extraordinario libro de relatos que vamos a leer este año en España) que un poderoso escuadrón de la caballería blanca consigue llegar a Ekaterimburgo, demasiado tarde, cuando de aquella famosa familia sólo quedan restos terribles sobre los que "brillan los diamantes.

Alguien hace el inventario de las cosas caídas, entre otras un libro del santón Nilus, el libro del destino, la denuncia fantástica de un fantástico compló -en verdad, Danilo Kis piensa en los nauseabundos Protocolos dé los Sabios de Sión, que calentaron los hornos de Auschwitz y aun otros hornos- y en cuya cubierta la pobre Alexandra Feodorovna había dibujado la esvástica. Pasaría algún tiempo antes de que un viejo capitán zarista llamado Arkady Ipplitovich Belogortsev, emigrado y arruinado, se viese obligado a malvender sus últimos libros en Constantinopla, pero ésa es, tal vez, otra historia.

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Y así llega Milena, de Margarete Buber-Neumann. En la so lapa nos advierte el editor que esta mujer escribió, hace tiem po, un libro llamado En las cárceles de Stalin y Hitler. La ver dad es que nunca llevó exactamente tal nombre. En alemán se publicó en 1958 con el título Als Gefangene bei Stalin und Hider. En inglés se tituló Under two dictators. En castellano, Prisionera de Stalin y Hitler. Lo editó Plaza Janés, en 1967, traducido por Luis García Reyes y en eso tuve yo algo que ver.

Creo que en 1962, o por ahí, estuve en Berlín y conocí a una vieja dama, de cabello blanco y ojos azules, cortés y silenciosa, que se llamaba -y espero que aún se llame- Babette Gross. De alguna manera, trabajaba para el Gobierno de la República Federal y, de su mano, recorrí absorto los dos Berlines.

Tengo la impresión de que nunca supo cuánto sabía yo acerca de ella y de su vida. me pareció un fantasma encantador, vuelto de un pasado tremendo, emocionante e increíble: los días del Partido Comunista Alemán, el poderoso KPD, en los años iniciales de la estupidez sangrienta de Hitler y bajo la sombra implacable de Stalin. Babette Gross, cuyo nombre auténtico era Thuring fue entonces la compañera de Willy Muenzenberg, jefe de propaganda del partido. Su hermana, Margarete o Grete, compañera igualmente de Heinz Neumann, uno de los grandes dirigentes comunistas del tiempo ejecutado sin juicio alguno en la Unión Soviética pocos años después. Muenzenberg fue asesinado en Francia en 1940. Esa Grete es Margarete Buber-Neumann, a la que Stalin hos pedó en un campo de concentración para, después, remitirla a Hitler tras el Pacto Berlín-Moscú. El nuevo hospedaje de esta mujer fue el campo de concentración de Ravensbrück.

Decía que yo tuve que. ver algo en la publicación del primer libro en castellano de Grete Buber-Neumann. Algún tiempo después de conocemos en Berlín, Babette Gross me escribió. Quería encargarme la traducción del libro de su hermana cosa que, en aquel momento me era imposible. Pero me ocupé de buscar traductor, el doctor Luis García-Reyes, que murió hace ya unos años.

Nunca más volví a tener noticia de la señora Gross. Pero de vez en vez, en los textos autobiográficos de Arthur Koestler o en viejas historias políticas europeas, su nombre y el de su hermana reaparecen.

Jamás habrá quien explique y se explique la vida de aquellos comunistas alemanes que vivieron y pelearon por nada en el Berlín de Erwin Piscator y Berthold Brecht, a lo mejor en la vecindad de dos raros británicos, Christopher Isherwood y William Auden, gracias al primero de los cuáles pudo ganar gloria y dinero Liza Minnelli cantando Cabaret. Creo que sería mejor decir Kabarett.

Y he aquí a Milena. Se llamó Milena Jesenski, era checa. Fue amante de Franz Kafka. Murió en el campo de Ravensbrück. Todas esas cosas son difíciles; acaso ninguna tanto como haber sido amante de Franz Kafka. Margarete Buber-Neumann da en estas páginas testimonio de una honda amistad entre mujeres, una amistad entre leales compañeras de infortunio, casi diría yo que como una amistad firme entre hombres, esa relación cabal, tan noble y tan dificil de alcanzar.

(Un paréntesis debe servir para recordar con rapidez que el libro ya se editó, hace mucho, en España. También en las prensas de Plaza Janés y con el título -correcta traducción del alemán- de Milena, la amiga de Kafka. Eso debió ocurrir en 1966 y nadie se dio cuenta. En el otro libro de la Buber-Neumann citado -Prisionera...hay varios capítulos dedicados a Milena y la verdad es que fueron transcritos casi íntegramente en esta especie de biografía sentimental, tal vez intelectual, de la checa. La autora añade datos, menciona documentos y precisa hechos, glosando y extendiendo lo que ya había escrito. Pero todo esto importa poco, como no sea dentro de un paréntesis.)

Todos estos libros y algunos más, por supuesto, tienen en común un misterio, un misterio para nosotros, los de esta tierra, acostumbrados a buscar y disfrutar otras fuentes. Son libros centroeuropeos, un poco mestizos, de padre oriental y madre occidental. Consecuencias de actos de amor con la historia, lejana en el tiempo y en los mapas, de pueblos acerca de los cuáles siempre -hoy tam

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bien- supimos poco. Y fueron siempre pocos los que supieron algo. Fugaces menciones a Borges y a Cortázar, en los escritos de Danilo Kis, parecen probar que, al menos esos dos, se dejaron llevar por tentaciones insólitas. No se si en nuestra lengua hay alguno más, salvo Juan Perucho, que se mantiene, cuidadosamente, en la penumbra. También es posible que Cunqueiro hurgase a veces en esos lejanos bosques, pero, creo, más bien a su manera, una manera fácil, de rápido e infiel lector. Esa Europa de minaretes y verdugos atroces, de chicas como Milena y escuadrones de caballería que cruzan inmensas cordilleras para no Regar a ninguna parte, esas ciudades que reservan para el tiempo secretos de la Cábala y viejas relojerías judaicas, están lejos de nosotros.

La lectura de todos estos libros produce una impresión nostálgica, atados como estamos a la anglofilia y al francismo. Bebemos continuamente de las mismas fuentes. Pero hay otras, a las que sólo se llega después de largas caminatas y no sin riesgo. En la ruta, la capacidad de relatar, de contar cuentos, se endurece. Se pierde, por el contrario, cuando sólo se sigue el camino trillado.

Pero hay algo más. Es esa Europa distante, de la que no es posible hablar sin que algún imbécil suponga que ya estamos en la liza política. Como no sea que haya un Papa polaco o que Rumanía juegue al fútbol contra España, lo más que nos llega es la sólida fealdad de un Skoda o, desde hace unos días, el hecho de que el señor Gorbachov hace bien su número y nos muestra un Moscú en el que hay chicas con faldas de flores, señoras que llevan un niño de la mano y entrenadores de perros de concurso. Por todo ese inmenso espacio galopan escuadrones fantasmales, sí señor, pero también tradiciones otras, músicas de tiempos remotos, conmovedores retazos de nuestro pasado que, a lo mejor, deberíamos acariciar con cierta desesperada ternura, como las cartas de aquella muchacha que nos hizo sufrir tanto y que aparecen, de pronto, entre las facturas de la luz y los folletos de las agencias de viajes. Menos mal que algunos escritores nunca mueren y nos dejan, a veces, sobre la mesa, muchos, muchos libros.

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