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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Hacienda ataca de nuevo

LA DECLARACIÓN del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) correspondiente al ejercicio de 1985 coincide este año con la campaña electoral. Habitualmente, en estos períodos en los que el ciudadano debe desnudarse ante Hacienda, sus más altos funcionarios multiplican las manifestaciones verbales de terror para que los contribuyentes -reacios a colaborar voluntariamente- cumplan con sus deberes fiscales. En España todavía no existe la mayoría de edad fiscal, que llega sólo tras muchos años de mayoría de edad democrática, y desde luego, tampoco existe la confianza en que la Administración aplicará los ingresos de la recaudación correctamente. Por añadidura, no es aventurada la suposición de que los señores Borrell y Martín Seco -máximos responsables estatales de las funciones recaudatorias- albergan alguna confusión mental sobre el desenvolvimiento de la inspección de Hacienda y las prácticas pedagógicas de la escuela autoritaria.Las medidas atemorizadoras tienen una explicación real. Los niveles de defraudación se acercan a los de cualquier país tercermundista. El último informe sobre. el fraude fiscal en España (que, con todos los defectos, son los únicos datos que existen) registra unos ingresos ocultos de los españoles de ocho billones de pesetas al año; esto es, más dela mitad de las ganancias anuales. Lo que significa que 51,1 pesetas de cada 100 que se obtienen por renta se escamotean a la declaración fiscal.

Este comportamiento requiere, sin embargo, una ¡mportante matización. Porque el comportamiento fiscal de los españoles es muy desigual según los estratos sociales y las fuentes de renta. Los asalariados sometidos a la dictadura de una nómina (dictadura fiscal, no laboral) declaran como media anual unos ingresos de más de un millón de pesetas. Los profesionales, en cambio, sólo tienen una media declarada de 880.000 pesetas; y los, empresarios, increíblemente, declaran, por término medio, una renta anual de 579.000 pesetas, es decir, menos del 60% de lo que se atribuye fiscalmente a los asalariados.

Es dentro de este contexto donde hay que analizar el. reglamento general de los inspectores de Hacienda que, por real decreto aprobó ayer el Consejo de Ministros. Esta vez, las manifestaciones verbales han sido sustituidas por una legislación vinculante que no pertenece al terreno de los deseos, sino al de la futura práctica de los funcionarios de Hacienda. Para un lego en. la materia, leer los inmensos poderes de la Hacienda pública -necesitada de estos poderes y de muchos más para recaudar los inmensos recursos necesarios para paliar un déficit público cada vez más abultado- produce una sensación de desmesurado control. Dado que las rentas del traba o son nada menos que el 84% de las rentas totales declaradas, mientras que a las actividades agrícolas y empresariales sólo les corresponde un 6%, y a los rendimiento del capital mobiliario, otro 6% es muy posible que, por puro azar, la inspección recaiga casi siempre sobre los trabajadores por cuenta ajena. No hará falta subrayar el elemento de discriminación e injusticia que esto conlleva.

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Por otro lado, muchos de los puntos del decreto aprobado ayer por el Gobierno no son novedosos, y corresponden simplemente al desarrollo de normas previas con rango de ley. Partiendo del hecho positivo de que el decreto responde a la refundición de normas dispersas, convendría hacer, no obstante, algunas puntualizacíones. Por ejemplo, el hecho de que el contribuyente acabe supliendo, en muchas ocasiones, las funciones de la inspección. En demasiadas circunstancias -y más si se aplica sensu estricto el texto de este decreto- los inspectores pueden abrumar a los ciudadanos y empresas requiriéndoles una información abundantísima, pese a su manifiesta incapacidad para procesarla. Con ello se comete un abuso que se traduce en costes de tiempo y trabajo que río será reintegrado de ningún modo. Cabe, pues, hablar de imposición adicional, por cuanto al sostenimiento de la Administración pública ya se contribuye, precisamente, mediante-los impuestos propiamente dichos.

Otro aspecto muy significativo del decreto aparece en su exposición de motivos, cuando se afirma que la evolución de la gestión de los tributos "ha estado presidida por una expansión del sistema de declaraciones-liquidaciones, de modo que es el propio administrado quien materialmente realiza las operaciones de liquidación tributaria, asumiendo no sólo las tareas de cálculo, sino especialmente las de calificación jurídica que ello supone". Sin duda, es la primera vez que la Administración manifiesta claramente su intención de que todo ciudadano sea un experto en derecho tributario. Deseo acaso muy loable desde un punto de vista educativo, pero en clara contradicción con la profusión de normas emitidas cuya legibilidad no está ni siquiera al alcance de la mayoría de los expertos.

El afán recaudador del Ejecutivo -que todavía no ha tenido la voluntad política necesaria para reducir el déficit por el lado de los gastos corrientes innecesarios- ha llevado a la aprobación de este reglamento. Su talante, desde luego, no contribuirá a mejorar las relaciones Administración-contribuyente, y es muy probable que, además de no resultar mucho más eficaz, contribuya a incrementar la discriminación fiscal. Ciertamente, su peso inmediato tan sólo se dejará sentir en los contribuyentes más débiles, más fácilmente intinúdables y desarmados de la formación o la capacidad económica necesaria para plantar batalla a las presiones de la inspección.

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