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Por qué deciden tan mal los españoles

El autor de este artículo, economista, ex ministro de Relaciones para las Comunidades Económicas Europeas y estudioso de las nuevas innovaciones tecnológicas y su influencia en las relaciones sociales, trata de analizar lo sucedido en los últimos años en España en términos económicos, análisis previo a cualquier perfil de programa para las reformas necesarias. Para ello hace balance de las singularidades psicológicas de los españoles, entre las que destaca un evidente distanciamiento del poder, el rechazo frente a la incertidumbre, ciertos posicionamientos vinculados al círculo cerrado de la pobreza y la indiferencia ante el valor de mercado de la experiencia concreta.

Los éxitos aplicables a las variables del balance consolidado del sistema bancario y pregonados por la Administración han coincidido con tasas de desempleo superiores al 21%, así como un estancamiento en términos reales de la renta por habitante durante los últimos 10 años. Esta paradoja entre los éxitos clamorosos, en lo que un economista francés ha llamado la economía de las cosas muertas, y la realidad tenaz de un desempleo cuya tasa es el doble del promedio de los países industrializados mantiene perpleja a la opinión pública y está erosionando la confianza que un día prevalecía en las políticas macroeconómicas. De ahí la añoranza repentina que se ha suscitado por planteamientos más operativos y concretos, pertenecientes al mundo de la microeconomía, incluidos los temas organizativos y los mecanismos de decisión.Los economistas se percatan ahora de que, lejos de ser irrelevantes, los esquemas organizativos y los mecanismos de decisión internos pueden -gracias a la revolución de las comunicaciones- incidir decisivamente sobre el entorno de las empresas o colectivos sociales.

En estas circunstancias no es lógico, a la hora de diseñar un proyecto económico, relegar al olvido la necesidad de reformar los esquemas organizativos y los canales por los que se influencian los mecanismos de decisión. Uno de los errores más comunes en los que se ha incurrido durante la década de los ochenta es el de creer que existe un patrón ideal de tipo organizativo que puede aplicarse indistintamente a la generalidad de los países, al margen de los patrones culturales. Dos ejemplos bien conocidos en la sociedad española deberían bastar para iniciar la exploración de esa línea de pensamiento. Todos aquellos que de una manera u otra han participado en la apertura de este país al exterior por el canal de su integración en el Mercado Común constataron de qué manera insospechada subsistían los comportamientos nacionalistas y la influencia de las administraciones nacionales en un escenario teórico e institucional de convergencia y uniformización. Sorpresas similares se han llevado todos los economistas que en el curso de los últimos 15 años han intentado difundir en los medios empresariales técnicas de gestión surgidas en EE UU como subproducto de sus patrones culturales y psicológicos, con resultados a menudo catastróficos cuando se aplicaban en otros escenarios.

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Las dimensiones psicológicas o comportamientos colectivos que caracterizan a un país como España han sido apuntadas en la literatura tradicional unas veces, y en estudios estadísticos otras, pero rara vez con la profundidad y sistematización necesarias. Y no obstante, para explicar lo que ha sucedido en términos económicos, tanto como para perfilar el programa de reformas necesarias, es indispensable recordar las singularidades más evidentes de los españoles.

EL DISTANCIAMIENTO DEL PODER

Una de las cuestiones fundamentales de la vida social es la manera que tiene cada país de enfrentarse al fenómeno desconcertante de la desigualdad. Unas sociedades tienen mayor tendencia a convivir con las desigualdades sociales, mientras que otras tienden a eliminarlas en la medida de lo posible y a impedir que encuentren su reflejo en las escalas del poder político y de la riqueza. Algunos sociólogos han medido esta propensión a la desigualdad utilizando la dimensión de "distanciamiento del poder". A nivel organizativo, el distanciamiento del poder se refiere al grado de centralización y de liderazgo autocrático. Y ocurre que el centralismo y el liderazgo autocrático están enraizados en la programación mental de los españoles, no sólo en los estamentos políticos, sino también, por desgracia, en los ciudadanos. Aquellas sociedades en las que el poder político tiende a estar distribuido de manera desigual pueden perdurar en esta condición, precisamente porque satisface la necesidad psicológica de dependencia de la gente que carece del poder. La autocracia existe tanto en los líderes como en los ciudadanos, y en cierto modo el sistema de valores de los dos colectivos es complementario. Países como Dinamarca, Austria o Israel arrojan en los estudios sociológicos efectuados un distanciamiento mínimo del poder, y, en cambio, otros como Francia, Bélgica, Italia y particularmente España, un distanciamiento muy pronunciado.

Sería muy tentador recurrir a simplificaciones como ésa para explicar algunos de los misterios y peripecias de nuestra historia particular, pero no sería menos arriesgado olvidarse de este dimensionamiento social a la hora de perfilar la futura organización social vinculada, por ejemplo, al crecimiento extraordinario del sector servicios que puede conducir en España a una economía dual en la que la información, los conocimientos, la inteligencia y el poder en definitiva estén en manos de unos pocos, y unas condiciones de trabajo alienantes sean las características de los demás.

La otra singularidad de la sociedad española tiene que ver con su manera de afrontar la incertidumbre dimanante de un futuro que nunca se llega a desentrañar del todo. Hay países que consiguen convivir de manera sosegada con niveles aceptables de incertidumbre. Se trata de ciudadanos que aceptan las cosas como son y que no les importa tomar determinados riesgos. Al no sentirse amenazadas por las opiniones de los demás, estas sociedades generan niveles elevados de tolerancia y, en términos generales, muestran muy poco rechazo frente a la incertidumbre por su tendencia natural a sentirse a salvo.

Otros países, en cambio -y éste es el caso de España-, se ven continuamente amenazados por el futuro, que no pueden predecir, y tienen una tendencia natural a vivir en una ansiedad constante que exacerba sus niveles de emotividad y agresividad. En España ha existido tradicionalmente (y la transición democrática no ha alterado esta situación) un fuerte rechazo frente a la incertidumbre.

La incertidumbre se puede combatir de varias maneras: mediante el crecimiento económico y el desarrollo de las nuevas tecnologías, la sociedad se protege de los imponderables que pueden surgir en cualquier momento. Los expertos constituyen para determinados pueblos verdaderas válvulas de seguridad frente a la incertidumbre, porque su prestigio resultante de la acumulación de conocimientos y experiencia les coloca más allá de la incertidumbre a ojos de los demás.

Países como España han preferido hasta ahora recurrir -más que a los avances tecnológicos y sosiego impartido por expertos- a la proliferación de leyes y regímenes jurídicos farragosos que intentan descuartizar y compartimentar cada una de las incógnitas posibles que el futuro reserva. Y junto al profuso marco legal ha pervivido como válvula de seguridad la religión, entendida en su sentido más amplio, es decir, comprensivo de ideologías, dogmas o movimientos que predican los impulsos contemplativos. De alguna manera, todas las religiones hacen tolerable la incertidumbre, porque todas contienen el mensaje de que más allá de la incertidumbre existe algo que trasciende la realidad personal. En este tipo de sociedades figuran religiones que reivindican la verdad absoluta y que toleran difícilmente la existencia de otras religiones.

Este fuerte rechazo frente a la incertidumbre es característico de todos los países mediterráneos y de Japón, entre otros. En cambio, el rechazo es extremadamente débil en países como Estados Unidos, el Reino Unido, Suecia o Noruega.

Las implicaciones de estas constataciones de cara a la organización económica y social del futuro son importantes. En lo que toca al distanciamiento del poder, que la sociedad española acusa en grado notorio, es obvio que constituye uno de los grandes obstáculos que se interponen en el camino hacia una sociedad más participativa y que en los contextos actuales implica por necesidad una sociedad menos innovadora. La participación y la innovación son dos de las claves de la modernidad que conviven difícilmente con la actitud que los españoles han tenido tradicionalmente frente a la distribución del poder y la riqueza.

En cuanto al rechazo frontal ante la incertidumbre, tampoco es arriegado asumir que las clases trabajadores serán seguramente capaces de aportar dosis significativas de lealtad y tesón a su trabajo, siempre y cuando tengan el sentido de que la clase empresarial les devuelve esa dedicación en términos de protección de una manera parecida a como antaño veían correspondida su entrega a unidades familiares muy amplias con la protección dispensada por el grupo familiar. A nivel de Gobierno, un país que como España dé muestras de un fuerte rechazo frente a la incertidumbre, exigirá con toda probabilidad -y esto ayudaría a comprender algunas de las inercias actuales- que la entrega y dedicación al trabajo o a un proyecto nacional se vea correspondido con una garantía de protección explicitada en ciertas rigideces del mercado laboral o en exigencias de cobertura más amplia en materia de seguridad social. Incidentalmente no es difícil anticipar el éxito de todas aquellas medidas de política social que pretenden evitar despilfarros y sanear la gestión de la Seguridad Social, ni el fracaso rotundo de las decisiones que por mimetismo hacia lo que ha ocurrido en países sobreprotegidos intenten reducir el ámbito de cobertura social en un país eminentemente indefenso como España.

TOMA DE DECISIONES

De las escasísimas investigaciones efectuadas sobre las actitudes de los españoles frente a la revolución en curso en el tratamiento de la información se deducen conclusiones contradictorias: la opinión pública española está menos familiarizada con el uso de ordenadores personales y el tratamiento científico de la información que la gran mayoría de los países industrializados. Teme los efectos negativos que sobre el nivel de desempleo supuestamente puede ejercer la introducción de estas nuevas tecnologías y, sin embargo, ansía su diseminación en mayor grado que cualquier otro país europeo. Se diría que el temor a exacerbar todavía más los escandalosos niveles de desempleo impuestos a la sociedad española, por la falta de rigor y de imaginación de sus clases dirigentes, pesa menos que la concienciación generalizada de que los mecanismos de decisión en España no están fundamentados en el análisis y tratamiento objetivo de la información disponible y que, de alguna manera, los beneficios de racionalizar la toma de decisiones que permite la informatización del conocimiento compensarán los miedos atávicos a la incidencia de la apertura al futuro.

¿Cuáles son los restantes factores sociales y culturales que condicionan la toma de decisiones en España? La tercera singularidad se manifiesta en el escaso número de personas que intervienen en los mecanismos de decisión en las distintas facetas de la vida cultural, social y económica. La responsabilidad de decidir es el privilegio o la hipoteca de un colectivo reducido de personas del que, por regla general, no forman parte ni los jóvenes ni las mujeres ni los ancianos. La toma de decisiones en España está en manos de un grupo insignificante de sexo masculino comprendido entre: los 50 y los 60 años en el sector de la producción y entre 40 y 50 años en la vida. política. España es la democracia menos, participativa de Europa.

La toma de decisiones entraña siempre la manipulación previa de la información disponible, la puesta en pie de equipos de trabajo y la difusión a la organización o a la sociedad de los objetivos acordados. Las graves deficiencias en materia de acceso a la información, la capacidad de trabajar en equipo y de comunicación han convertido los mecanismos de la toma de decisiones en España en un proceso impredecible unas veces, o fácilmente predecible otras, en virtud de las mediocres razones que lo sustentan. La toma de decisiones se asemeja a una conspiración continuada contra lo que de otra manera sería el subproducto natural de los organigramas reales sedimentados por la experiencia colectiva. Y contra el influjo de los condicionantes objetivos se confeccionan árboles de decisiones enraizados en subjetivismos de todo tipo y móviles arcaicos.

LA ENVIDIA

Los estudiosos del comportamiento de los españoles se han fijado tradicionalmente en la envidia que corroe a las instituciones y a las personas, que obliga a cambios constantes del organigrama

Por qué deciden tan mal los españoles

en las empresas, a reformas políticas cuyo único móvil parecería ser el de desacreditar a los que precedieron en el cargo.En España, al mercado de ideas y del conocimiento le ocurre como al mercado monetario: ni es transparente ni flexible ni profundo. La fama, el reconocimiento, la igualdad de oportunidades sólo está verdaderamente reconocida en la lotería nacional. La riqueza está peor repartida que en el resto de Europa; el trabajo está todavía peor repartido que la riqueza, y la facultad de decidir, más injustamente repartida que el trabajo.

El significativo papel jugado por la envidia en la toma de decisiones no es, sin embargo, una característica específica de la psicología colectiva, sino el resultado del retraso con que llegan a España la revolución industrial y posterior mejora de los niveles de bienestar. España puede reivindicar para sí el triste privilegio de ser el último país europeo capaz de erradicar el hambre masiva hasta bien entrado el siglo XIX, de rescatar de la memoria colectiva en pleno siglo XX -con motivo de la guerra civil- imágenes y escenarios medievales.

El comportamiento envidioso no es más que el reflejo ineluctable de ese desfase en el desarrollo económico. La incidencia de la envidia en la toma de decisiones hay que vincularla a lo que Galbraith llamaba los comportamientos inherentes al círculo cerrado de la pobreza. En una situación en la que la sociedad no ha sido capaz de garantizar el mínimo material que asegure la supervivencia física de las personas no cabe el progreso técnico porque la innovación es siempre el resultado de asumir riesgos. Ninguna persona razonable puede asumir los riesgos inherentes a la innovación cuando el objetivo prioritario sigue siendo el de la simple supervivencia física. Desde una óptica estricta del análisis coste-beneficios, la solución óptima en un medio de pobreza absoluta es no innovar: garantizar la supervivencia no asumiendo riesgos que en caso de equivocación tendrían electos literalmente letales.

En las sociedades condicionadas por el círculo cerrado de la pobreza las personas que deciden contra viento y marea asumir el riesgo de experimentar nuevas formas de cultivo en la agricultura o de invertir en instrumentos nuevos en la artesanía ponen en peligro su propia existencia en caso de fracaso y actúan contra el sentido común. Cuando se intenta innovar partiendo de niveles inferiores a los de la pura subsistencia se están violando las mínimas normas de, seguridad que han sido aceptadas de manera generalizada por el resto de la sociedad, En esas condiciones, el fracaso de la innovación significa la muerte cierta del innovador. El éxito improbable supone la negación de las normas elementales de la sociedad sumida en el círculo cerrado de la pobreza y, lógicamente, el despertar de la envidia como fenómeno social. El éxito no es nunca el fruto razonable del trabajo, sino el resultado de una transgresión social que empieza por uno mismo. En esas condiciones el innovador será objeto de la envidia generalizada por parte de sus conciudadanos.

La moral del éxito característica de las sociedades industriales no está justificada ni legitimada en las sociedades cuyo objetivo prioritario era la supervivencia en un entorno de acoso y pobreza. Dentro de 50 años, la literatura española habrá dejado de aludir a la envidia como un componente significativo de la toma de decisiones.

Los mecanismos de decisión en España arrojan otro rasgo distintivo: el desprecio subyacente por la experiencia que denota la supuesta capacidad de improvisación. La predilección por el corto plazo, el rechazo visceral a permitir que los condicionantes de futuro modulen las decisiones cotidianas tienen lógicamente su contrapartida en la negativa a otorgar al fruto de la experiencia su valor real de mercado. Hay un pasaje en el Quijote que siempre había intrigado a Azaña: al caballero de la triste figura se le rompió el yelmo que le protegía la cara en sus escaramuzas. Y mandó sustituirlo por otro de ocasión. Lo que intrigaba a Azaña -al reflexionar sobre la condición de los españoles- es que Don Quijote partiera hacia nuevas batallas sin haber comprobado si el yelmo remendado funcionaba. Para Don Quijote, lo importante era contar con el yelmo, como exigían los libros de caballerías, y lo de menos, que funcionara.

A finales del segundo milenio, la sociedad española sigue embrujada por este rechazo total a las virtudes de la experimentación concreta y de la prueba.

Los experimentos de lo concreto pertenecen a un colectivo singular de españoles que se han afanado, a menudo con horarios extenuantes, por acumular una experiencia que nadie a su alrededor está dispuesto a incentivar o primar. En los niveles jerárquicos superiores circulan accionistas, consejeros y ejecutivos cuya función principal se reduce a vestir en el mejor de los casos, y a desvestir en otros, los resultados que los experimentadores consiguen exprimir de los mecanismos empresariales. En la política, la subestimación de la experiencia alcanza límites escandalosos, y la naturalidad con que se acepta la condición de diputado sin haber experimentado previamente los entresijos de la administración local o la de ministro sin contar con la experiencia previa a nivel legislativo, demuestra cuán arraigado está en el comportamiento de los españoles el desprecio de la experiencia acumulada como soporte de los mecanismos de decisión.

Como cabría esperar de un pueblo que prescinde olímpicamente de la experiencia propia a la hora de decidir su futuro, los españoles quedan prendados de las experiencias ajenas y adoptan a menudo actitudes beatas frente a corrientes del pensamiento y las modas del exterior.

Es sorprendente descubrir hasta qué punto los mecanismos de decisión cotidianos están impregnados de reflejos miméticos con los que se pretende incorporar a la vida española políticas y estilos que han demostrado tener éxito más allá de los Pirineos. Los últimos 10 años están repletos de mimetismos de esta clase con un doble común denominador: el entorno concreto y específicamente español no logra jamás impregnar la retina de los protagonistas -de la misma manera que el entorno social de Don Quijote, lleno de injusticias lacerantes y multitudinarias, no le inspiraba su voluntad de deshacer entuertos que sólo podían nutrirse de las quimeras de los libros de caballería.

El segundo componente del mimetismo nacional frente al exterior es su falta de rigor, su carácter intermitente, la deformación grotesca de los cánones extranjeros alimentada por el aislamiento secular, la falta de compenetración con los perfiles concretos de los escenariosanos y la mediocridad de las transposiciones efectuadas. De esta manera, los sectores dirigentes en "España se han ido apropiando indebida y sucesivamente, de experiencias exteriores que eran el resultado laborioso de una conjunción de esfuerzos pluridisciplinares. Una tras otra se asumen y manipulan las revoluciones ideológicas que quedan carbonizadas en cuestión de segundos en las manos de protagonistas, cuya fugacidad y mediocridad volvería a inspirar hoy aquella manifestación álgida del escepticismo universal que Shakespeare ponía enca de Hamlet: "Life is but a walking shadow...".

EL AMIGUISMO AZAROSO

Distanciamiento del poder, rechazo frente a la incertidumbre, posicionamientos vinculados al círculo cerrado de la pobreza, indiferencia ante el valor de mercado de la experiencia concreta. Como factor determinante de la torna de decisiones en España aparece también el amiguismo, característico de las sociedades desconfiadas frente ala ineficacia del Estado.

Cuando los Gobiernos no están a la altura de las circunstancias y defraudan una y otra vez las esperanzas legítimas de los ciudadanos se produce un repliegue atávico buscando seguridad y protección en las células primarias de los clanes familiares, de los gremios o de los entes corporativos.

La autodefensa y conquista de posiciones dominantes ejercidas en otros países recurriendo a las solidaridades gestadas en prestigiosas instituciones educativas -el famoso old boys network en el Reino Unido- no tiene paralelo en España. Aquí e amiguismo, sorprendentemente, es decir, el apoyo y promociones recíprocas con ánimo de ampliar el ámbito del poder y seguridad de un colectivo determinado de personas, no se remonta jamás a los orígenes educativos. Las instituciones más prestigiadas de la enseñanza secundaria o universitaria nunca fueron capaces de generar este tipo de solidaridades duraderas. Los grupos acaparadores de influencias o de poder se distinguen netamente de sus homólogos extranjeros por su disparidad social y generacional, por la ausencia de puntos de referencia fácilmente objetivables y por su carácter infinitamente más, reducido en número.

Las solidaridades reconocibles que genera el paso por la Escuela Nacional de Administración en Francia tienen su origen en una institución de enseñanza que está abierta a todos los que sean capaces de superar las pruebas de ingreso y aglutina colectivos homogéneos en el sector de la información y de los conocimientos. El amiguismo en España está en el extremo opuesto de estos procesos: los colectivos decididos a garantizarse mutuamente la seguridad en el trabajo, la influencia y el poder no suelen sobre pasar una docena de personas. La chispa que provocó inicialmente las solidaridades recíprocas surgió del azar o de la pertenencia a clanes familiares. Ni siquiera los cuerpos de la alta Administración del Estado fueron capaces de generar equipos confabulados para la conquista de posiciones de poder. Paradójicamente, en el seno de estos cuerpos subyacen odios y rivalidades de tipo individual que rara vez permiten actitudes colegiadas.

El amiguismo en España es fundamentalmente azaroso y familiar, y tal vez por culpa de esta envolvente primaria y visceral en el sentido más literal de la palabra es también de los más ciegos y rudos en el ejercicio de sus intereses.

La conocida debilidad de las células sociales intermedias, la ausencia de espíritu asociativo, la abdicación de los partidos políticos en sus tareas de formación y movilización social han permitido que el amiguismo se adhiera como una hiedra parásita en puntos neurálgicos del cuerpo social.

La práctica del amiguismo supone un atentado constante a los valores fundamentales de la igualdad de oportunidades que debieran caracterizar un sistema democrático y sólo puede pervivir en aquellas sociedades en las que la :información, el conocimiento o la inteligencia no han podido consolidarse como factores determinantes de los mecanismos de decisión.

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