Pecios
(Unamuno y Juan de la Cruz) "Arlanzón, Carrión, Pisuerga, Tormes, Agueda, mi Duero, lígrimos, lánguidos, íntimos, / espejando claros cielos, abrevando pardos campos, susurrando romanceros...".Aquel irregular y a veces tan pedantesco poeta que fue don Miguel de Unamuno no vacilé en dejar caer sobre las aguas de los ríos que cantaba todo el abuso de la facilidad formal, recreándose en ella hasta llegar literalmente a columpiarse en la dactílica hiperritmia de los tres adjetivos esdrújulos.
Sin embargo... -ioh, sin embargo!- no puedo sustraerme a la sospecha de que el híspido látigo del dáctilo no podría haberse transfigurado en un tan desmayado y cálido abandono como el de ese "lígrimos, lánguidos, íntimos" más que inspirado por el secreto ardor de una sensualidad capaz de conservar su más aguda receptividad aun embozada tras la ascesis de una hirsuta conciencia puritana.
No es el refitolero y exquisito Juan de la Cruz, sino el esquinado y esquinoso don Miguel de Unamuno, quien nos da, así, la más genuina muestra de cómo la ascesis, la renuncia, pueden celar una incondicional fidelidad a la carne,, a la felicidad ausente y añorada, sometida a interdicto de conciencia por la visión de un mundo flagelado por la muerte y el dolor.
Mientras el imperturbable frailecillo carmelita, gélido, insípido al par que empalagoso, como un helado-polo de agua mineral azucarada, acierta a simular con los habilidosos acordes de una lira magistralmente tañida una sensualidad de la que carece por completo -y cuya total abolición implícitamente aprueba, al aceptar sustituirla por su alegórico, estilizado y esterilizado fingimiento, dulzura profesional, como la dulzura a sueldo de una enfermera diplomada-, el desabrido catedrático deja escapar entre sus tantas veces broncos, tropezosos y preceptivos versos el secreto de un intacto hedonismo adolescente.
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