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Tedio, muerte y paraíso de Vicente Risco

Andrés Trapiello

El centenario del nacimiento de Vicente Risco (1884-1962), una figura clave del pensamiento y la cultura gallegas, se cumplió el pasado domingo. Sus ideas le convirtieron en el intelectual más controvertido del siglo XX en Galicia. En este artículo se recuerda su figura de escritor.

Orense no es una ciudad de paso. Quien va a ella es por algún asunto concreto. Tiene, derecho de su linaje, una catedral, un puente gótico y un parque provinciano. En la Casa Consistorial se ve. uno de esos relojes en lo alto, más lento que ninguno, con horas siempre del siglo XIX. Cuando la lluvia cae en él, se ilumina brevemente con un gris plateado, como de seda de antiguo embajador español. Luego esa lluvia mansa, racheada y constante de sus oscuras tardes cae en la piedra con un eco de charcos. Así baja la noche a las farolas débiles de penumbrosos soportales. Orense es la frente triste de Portugal. En España, una ciudad así, de callado romanticismo, se la aparta para las vidas oscuras.En el tiempo en que Vicente Risco escribía los comentarios de su Libro de las horas, Orense, según leo en la Guía de Otero Pedrayo, contaba con 28.000 almas. Desde allí, como sintió el provincial fray Luis, no se iba "a parte alguna". Se vivía, se leía, se paseaba uno en sus largos otoños y es posible que los seres melancólicos se asomaran, sin creer que ello fuese cosa extraordinaria, a las amenas riberas de su río. Puede que una vida así parezca a muchos desperdiciada, gastada en insignificancias y en minucias sin tono. Pero tampoco cabe decir que se trata de una vida sin ambiciones la vida retirada que llevó Vicente Risco en Orense.

Risco, que dio clases hasta viejo en la Escuela Normal, escribió, mucho, obras de erudición, concienzudas y de tiros largos, sobre todo tipo de asuntos, cosas de peso. Estudios sobre Galicia, una Historia de los judíos desde la destrucción del Templo, una historia de Satanás, biografía del Diablo; han libro de los que no suelen leerse jamás ni por lo correctores de pruebas, pero que encantaría a Álvaro Cunqueiro: Oriente, contado con secillez; una novela con la que Risco probó la fortuna de la popularidad y que contribuyó a que siguiese igual de oscuro en Orense: La puerta de paja, y, de joven, en la revista Nos, que fundó, y en las revistas gallegas, unos pocos, versos y proclamas nacionalistas que le trajeron, después de la guerra civil, muchos quebraderos de cabeza. También escribió gran número de papeles sobre asuntos locales, de las más diversas categorías, aquí y allá. Por todas estas obras, Risco, junto a Castelao y Otero Pedrayo, es considerado patriarca de las letras gallegas modernas. En una biblioteca con abundancia de libros de lance, éstos, de porte tan curioso, suelen encontrarse por lo general intonsos. Es raro encontrar tiempo o cruzarse con la materia que interesa a Risco para leerlos. De estos volúmenes ceñudos de Risco es difícil pasar de unas cuantas páginas, cuando ocurre que alguien toma la firme decisión de empaparse en ellos. La inconstancia o el desinterés les devuelve a su hondo pozo de ciencia. Parece como si ellos mismos quisieran rechazamos, orgullosos de su misantropía. Cuando se encuentran en un baratillo, en algún tablero de las tapias del Botánico, se compran por poco dinero. Dar unas monedas por ellos entonces, es como echarlas en el cepillo de un oscuro santo, en una capilla intransitada de una iglesia sombría. Es acto ese que tiene que ver con la devoción, con un indeterminado movimiento de respeto, admiración y discipulaje, lejano de ptotocolos.

Risco también escribió esos otros libros, de talle más ligero, con secreta juventud, que van como hermanos menores muy por delante de los pesados y viejos me moriales en el paseo del tiempo. Los que yo prefiero, Mitología cris tiana, Leria, Miteleuropa y el Libro de las horas recopilan artículos,es tudios breves, con un vago halo poético. El primero y el último aparecieron póstumos, y del primero recuerdo, porque se me dieron imborrables, las cruzadas historias de Hamlet, de don Sebastián, el rey predestinado, de don Quijote, el Caballero de la Nostalgia, y de Pierrot. Misterios de la Mesa Redonda y del Santo Graal, de don Juan y de Wagner y del ajedrezado Arlequín. No eran oficios de fantasía los que le preocupaban a Vicente Risco, sino cosas de otro porte, de realidad tras la muerte. A todos ellos les da trato de inmortales, alojados en su alma mortal. Sabedor de que tarde o temprano había que reunirse con tan ilustre comitiva, previsor como todo gallego, Risco parece que quisiera saber en estos artículos cuál es el rostro de cada uno de los que habrán de darle compañía, cristiana compañía. Un mito, como un lema heráldico, si es grande, no lo acuña sino la fe. Por eso, Risco trabajaba la materia de la fe en sus asuntos literarios.

Pero entre los libros de ese hombre hay uno, por encima de los suyos, por encima de muchos ajenos, que prefiero: del Libro de las horas (1961). Cuando lo compré, la edición no estaba agotada todavía. Al contrario. Salvo pocos ejemplares,'casi entera permanecía, y supongo que aún duerme allí, en la trastienda de una librería de Orense, situada en una calle que no sé si seguirá llamándose de José Antonio. La cubierta del libro, con dibujo del propio Risco, tiene algo de pueblerina, ingenua, de domingo por la mañana. Es un reloj de pared, con flores de carmín, una cosa candorosa. Tiene algo de pitiminí todo ello. Y esa levedad de la cubierta el propio libro la contrarresta con reproducción de un soneto autógrafo del propio Risco también.

Por dentro, el libro, como verdadero libro de horas, pequeño santoral, está ilustrado, al voleo, con dibujos del autor. Son cosas torpes, vacas, dioses hindúes, murciélagos, hipogrifas, gatos, en líneas escolares. Da impresión de que se trata de marcas de cantero franco, expresivas y galaicas, con un espíritu fuerte que señalan de una vez por todas. ¿Y las prosas, esas pequeñas prosas de apenas dos folios? En mucho tiempo, así lo sentimos, así nos lo manifestamos por aquellos días en que se leyeron, no creímos haber leído nada más conmovedor. Cada una de ellas, cada línea nos participaba un deleite nuevo que no conocíamos en nadie de los que habían hecho la literatura en esa época tenebrista de, España por los años cuarenta y cincuenta. Aquellas hojas que habían sido escritas entre 1939 y 1951 para la Prensa local y con ánimo de gustar sólo a unos cuantos amigos de la tertulia, del café, como se dice en el prólogo, aquel puñado de impresiones sobre una vida sencilla en un lugar de rara melancolía iba a convertirse en uno de los libros más bellos que habíamos leído en algunos años.

Por una sola palabra se evocan en él, a la vuelta de un párrafo, el lobo de Galicia, un,vino verde, un pensamiento perdido mientras se mira el fuego. Un tratado sesudo es posible que se olvide con el tiempo y que sucumba a los conocimientos nuevos y al adelanto de la ciencia. La vida provinciana, en cambio, cuando está hilada con la verdad de no tener presunción, parece quedar siempre como un eco de la poesía de Laforgue. La provincia, por cada 100 seres fracasados, de retorcida amargura, da un hombre de ancha inocencia, como ocurre al autor de esas divagaciones. ¿Qué se harán de ellas dentro de una porción de años? Para entonces es probable que sean a la literatura algo parecido a lo que en aire, en vuelo y en paisaje son las cornejas entre las torres de la catedral de Orense.

Algunos de estos artículos son cosas tristes, acontecimientos lamentables. Otros, una estampa, algo que apenas se retiene. Un paseante solitario y taciturno, una mujer más hermosa de lo normal, una corredoira húmeda y lóbrega, chorreante, de musgo opulento y con verdes luminosos de gris y azul. Por lo que aquí se ve, por lo que se lee, parecen estas las preocupaciones de un hombre de ciencia cuando no hace ciencia, cuando sale a despejarse y a orear, entre infolio e inflio, su embotada cabeza. En ese preciso momento de su paseo errátil, Risco piensa sin importancia, sin dársela a sí mismo y sin concedérsela a lo que ve. A veces, en tarde de imprecisable abatimiento, la prosa sale emotiva, predilecta, y da la medida de un corazón humano, cansado y viejo. Se recuerda en los más de estos pasajes la vida pasada. Se llega a creer con igual espejismo que el que tiene Risco, que la vida antigua ha de ser la del futuro, como la lluvia de unas horas monótonas se sucede tras los cristales siempre idéntica. Risco recuerda un panorama del Miño, un caminante, las alquitaras del espíritu, la lamprea, los mendigos y sus zampoñas. Leyendo este misal de glorias laicas uno se engaña. Parece que un universo así, tan perfecto e impenetrable, cargado de encantos y hechizado, no pudiera hundirse nunca. Detrás de cada cosa perdida que Risco rememora no hay una elegía, un llanto, sino un misterio, algo natural que podrá volver a nosotros con sólo cerrar los ojos. Sabiéndolo, Risco llegaba así al origen de la leyenda.

Un amanecer en Orense, con unos cuantos gallos afilando el oriente, en otoño, con fina lluvia, debe ser cosa impagable. Igual que esos atardeceres imprevisibles y algo tenebrosos del invierno en una casona de piedras verdinegras, en la parte antigua de la ciudad, frente a un fuego recogido. O en la mesa camilla, con brasero agazapado de picón. Por dos momentos así Orense debía de ser una ciudad más que de paso. Este libro de Risco se abre y se muere con esos dos instantes, .con ese alma por la que discurre una remota provincia. Hemos pasado ya por él, lo hemos dejado atrás, junto a la ciudad, como a una oscura figura sentada en un banco del parque, cargada de hombros, .con sombrero y un pesado y largo gabán que le viene grande por todas partes. ¿Don Vicente Risco? Detrás de él, a unos pocos metros, al lado de la tristeza de unas hortensias, alborotan unas cuantas niñas, con calcetines de blanco modesto. Tedio. Muerte. Paraíso.

es editor y poeta.

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