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Reportaje:

Los 'Champs Elysées` de Tierno

Como en París, como en Roma, ¿qué se había creído usted? Tenemos terrazas de café. Nuestros Champs Elysèes y nuestra Vía Veneto se llaman aquí el paseo de Recoletos, Rosales, Juan Bravo..., espacios arbolados que permiten holgadamente la presencia de mesas y sillas, las aceras aprovechadas más forzadamente como pueden ser la Gran Vía, Serrano, Francisco de Sales..., incluso frente al edificio España. Hay dos clases de clientes de terrazas. El que está cansado de ir mirando y decide sentarse para que le miren a él, el harto de caminar buscando gente y que ahora deja que sea la gente la que pase ante él.Las terrazas de ese público, que en muchos casos son macrocéfalas, es decir, que su tamaño es muy superior al establecimiento del que nacen y que se surten. A menudo un gigantesco conjunto de mesas y sillas se nutre de un mínimo rincón con un mostrador en el que no pocos camareros preparan condumios y bebidas para el exterior.

Otras, en cambio, en vez de la razón principal del establecimiento, son la consecuencia lógica de él, su prolongación exterior cuando el clima y la cantidad de clientes lo permiten. Y entonces el público de fuera, nuevo, saltarín y turístico, se une al eterno, el del Cliente habitual del interior que a veces rezongando -¿estáis seguros de que no hace frío?- sale al aire libre. Son los componentes de las tertulias, las famosas tertulias madrileñas, que en verano se asoman a ver cómo es esa calle de la que tanto oyen hablar y casi nunca ven.

La tertulia -ya saben, por Tertuliano, el filósofo tan comentado en el XVIII, cuando esa costumbre se instauró- es una institución española bastante difícil de explicar al extranjero.

-¿Es una cosa fija?

-Dentro de lo que cabe en España...

-¿Empieza a una hora precisa?

-¡Oh, eso nunca!

Cuando yo estaba de lector en la universidad de Heidelberg pensamos con un colega, Antonio de Zubiaurre, que sería simpático promover una tertulia a la española en la que las estudiantes alemanas (en su mayoría eran ellas) aprendiesen a utilizar una conversación alejada del formalismo de las clases, tanto en el tema como en el estilo. A la dirección del Dolmetscher Institut le pareció de perlas la idea, pero al poco tiempo empezaron a llamarnos la atención:

-Oiga, profesor: que las chicas dicen que un día fueron al café y ustedes no estaban...

-No, mire usted, es que a las tertulias puede faltarse de cuando en cuando.

-Y, además, ellas llegaron a las cuatro y ustedes se presentan a las cuatro y media.

-No, verá, dijimos "sobre las cuatro", porque en las tertulias...

-¿Qué significa sobre las cuatro? ¿Las cuatro en punto? ¿Las cuatro y diez? ¿Las cuatro y doce?

Tuvimos que dejarlo.

En Estados Unidos también he intentado explicar lo que era la tertulia a mis estudiantes y colegas.

- Pero allí, ¿qué hacen? ¿Toman café?

- Café, o una copa, lo que apetezca.

- ¡Ah! ¿Se emborrachan?¿A las cuatro de la tarde?

- No, verá usted, generalmente se toma sólo una copa.

- ¿Y luego hablan? ¿De qué hablan?

- De lo que se nos ocurre.

- ¿Sin un programa previo?

- No, claro.

- ¿Hay un moderador?

- ¿Quiere decir si hay uno que dirige la conversación? ¡Ni hablar!

- ¿Ni tema obligado?

- Tampoco.

- Pero entonces, ¿cómo se entienden.?

- Nunca he dicho que nos entendamos... Por ejemplo, alguien menciona una obra que ha salido al mercado y la comentarnos.

- ¡Ah! Entonces habrán hecho ustedes una lectura previa de esa obra...

- No necesariamente.

- ¿Pero cómo pueden criticar una obra que no han leído?

- Hombre, conociendo el autor y lo que ha hecho antes, habiendo leído alguna referencia en los periódicos y ojeado el libro, ya tenemos una idea.

- Entonces la crítica, ¿es siempre negativa?

- No siempre. Cuando se trata de lo que preparamos cada uno de nosotros es más bien positiva. Generalmente se trata de algo que "no se ha tocado nunca en la literatura" y que "viene a llenar un vacío".

- ¿Se pelean mucho entre ustedes?

- No; siempre esperamos a que se vaya un autor para ponerle verde. Nuestra animadversión hacia él se nota en lo que tardamos en empezar nuestra demolición cultural. Si cae gordo, no pasa de la segunda columna del café (en la terraza del segundo árbol), sin que digamos lo que nos parece su petulancia.

- Pero ¿no se salva nadie de ese ataque?

- Los que se quedan los últimos.

Sin sitio en las terrazas

Esos tertulianos en verano, como digo, siguen en la acera las brillantes discusiones del interior. El horizonte puede ser más amplio, pero es sólo exteriormente; ellos siguen, erre que erre, con las mismas obsesiones centradas en el yo mucho más que en la circunstancia.Lo malo es que a veces, cuando quieren salir a la terraza, resulta que no tienen sitio. Porque si la burguesía veraniega de Madrid se ha dado cita precisamente en este recinto de Recoletos en lugar de en otro es porque le han dicho que aquí hay artistas, novelistas y demás gente de mal vivir, de esos que salen en los periódicos o en la tele. Y resulta que no están... porque no le dejan sitio ellos. Es como si una obra teatral fuera de tanto éxito que el público invadiera el escenario dejando sin espacio a los intérpretes que, naturalmente, se retirarían muy ofendidos.... Con lo que los espectadores tienen que mirarse sólo unos a otros. Resulta curioso; si la nocturnidad tiene siempre algo de vicioso, y un café algo de bohemio, estas noches del paseo de Recoletos son exactamente lo más distinto al cliché, al tópico. Matrimonios con niños, algunos de mínima edad; jóvenes con aspecto limpito (nada de melenas ni de porros), comentarios en voz más bien baja, abuelas y abuelos. La luz es fuerte, y para que la atmósfera sea más tranquila y burguesa no hay una sola pareja haciéndose carantoñas; tampoco se ven extranjeros de esos tan descarados...

En otras épocas del año esas esquinas son el centro del vicio. Esta vez he visto a un joven, uno solo, de los que alquilan sus favores a algunos caballeros. Ha llegado al ángulo que probablemente era su tienda, el escaparate de costumbre, se ha alisado un poco el pelo, se ha ajustado a la cintura sus vaqueros ceñidos, ha echado una ojeada a las familias tomando helados, ha dudado un poco, y se ha ido. No ha podido resistir el efluvio de bondad. Era como las viejas estampas simbólicas de la Virtud expulsando el Vicio.

Hasta los pobres que deambulan por entre las mesas son decorosos y antiguos. En lugar de los que ahora circulan de aspecto saludable, correctamente vestidos y bien peinados, que te miran fijo esperando que les digas que no parecen necesitar tu dinero para defecarse en tu familia, circulan los menesterosos de café literario, los que depositan una hoja de papel llena de versos en tu mesa y al poco rato vuelven a recoger la poesía o el óbolo sin decir en ninguno de los dos casos "gracias" ni "maldita sea". En esta ocasión, el poema, escrito pulcramente a máquina, nos explica que el poeta quisiera ser una lágrima para poder bajar por la mejilla de la amada y así acariciarla lenta y suavemente. Muy bien traído.

Cambio de terraza. Y es un buen cambio. No tanto en lo moral como en lo social. Estoy en el centro del bulevar de Juan Bravo, y el aspecto del personal ha variado de forma extraordinaria. Han desaparecido las ancianas y los niños; el promedio ahora es de 18 a 25 años. Y lo más asombroso: si la terraza de un café implica siempre una situación sedentaria, aquí esta postura alterna con la de permanecer de pie junto a la barra, como en los lugares invernales del bar favorito. Resulta incongruente ver a las doce de la noche pequeños grupos de chicos y chicas (más de lo primero) que bajo la luz de la luna charlan de sus cosas, mucho más interesados en sus problemas personales que en la posible aparición de un intelectual o de un artista. El aire es sereno. El estar a la intemperie en ningún momento parece comunicarles el virus del gamberrismo que en general infecta al joven apenas se agrupa al aire libre, ese virus que le incita a cantar "Asturias, patria querida" y a dar patadas a las latas de basura que encuentran a su paso. No; esta gente está fuera, pero no levanta más la voz de lo que lo haría en el hall de un hotel de lujo. El local, para llamarle algo, hace también lo posible para comunicar esta sensación civilizada a la calle. Así, los pies no se apoyan en el suelo de arena de Recoletos o de Rosales, sino en una plataforma realzada y cubierta por una moqueta verde, mientras sobre las cabezas corre un techo abovedado que deja al cliente en una especie de urna, como en una película de Max Ophuls. Parece que un conato de incendio ha obligado a los parroquianos de un bar, a salir a la calle, donde permanecen sin perder compostura y en la misma conversación de antes, hasta que los bomberos digan que no hay peligro de volver adentro. Para afianzar más esta impresión, uno de los establecimientos muestra un gigantesco aparador de madera noble con los estantes llenos de bebidas caras; es uno de esos aparadores que se imaginan siempre en el interior, junto a una chimenea y apoyados en un robusto muro tapizado, y que aquí tiene detrás sólo una leve pared de conglomerado y el estacionamiento de unos coches.

Cuando las sillas están llenas, y lo están a menudo, al parecer, la clientela fina, el beautiful people, que dicen los anglosajones, se sienta en los bancos de madera municipales, y en lugar de democratizarse con ello elevan los rústicos asientos a butacas 'elegantes donde se toman con la misma pose -tres dedos fijos, dos sueltos, en la mano que oprime el vaso- lo que les sirven deferentes camareros. Las conversaciones son aquí también distintas. Nadie pregunta si "le has cambiado ya los pañales al niño"- los únicos pañales que aquí se cambian son los simbólicos de la fama de gente conocida, gente que suena vecina y familiar, aunque esté en estos momentos tan lejos como en Puerto Banús, en Ibiza o en Menorca, que en estos últimos tiempos es lo in. Éstos no hablan de lo bueno, que está el helado, entre otras cosas, porque toman JB, "sólo con hielo, por favor", o "un Beefaeter" "con poca tónica". Éstos hablan del viaje a la costa que van a realizar, el que vuelven de realizar, él que les' gustaría realizar..., y de los exámenes colgados, que es, en general, la razón de que en pleno agosto sigan en la calle de Juan Bravo.

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