Esas ideas que ya no estremecerán el mundo
"Las ideas dotadas del más alto poder de invasión son las que explican el hombre, asignándole su lugar en un destino inmanente, en cuyo seno se disuelve su angustia". (Jacques Monod.)Me enteré de la muerte de Foucault por el Telediario. Y de repente me asaltó una pregunta inquietante: "¿Quién terminará de escribir La historia de la sexualidad'? (Pregunta, por otra parte, nada original, pues -los comentarios a su muerte lo revelan- todos se la han hecho.) El mismo locutor que dio la noticia me tranquilizó parcialmente: cuando Foucault murió se acababan de publicar el segundo (Les aveux de la chair) y el tercer tomo (Le souci de soi).
Las ideas -ha dicho Monod- han heredado algunas de las propiedades de los organismos ("tienden a perpetuar su estructura y a multiplicarla, pueden fusionar, recombinar, segregar su contenido y, en fin, evolucionar, y en esta evolución la selección, sin ninguna duda, juega un gran papel"). Las ideas son, en realidad, seres vivos: el cuerpo del que las piensa es parasitado por las ideas que piensa. Por eso, no hablaré de las ideas de Foucault (se ha desvanecido la ilusión de un sujeto que piensa): hablaré de la prodigiosa capacidad del cuerpo de Foucault para servir de caldo de cultivo a las ideas.
Las ideas que se alimentaban del cuerpo de Foucault eran ideas poderosas: con un alto valor de supervivencia, con un alto poder de expansión. ¿Quién, entre los que no renuncian a estar vivos, se ha librado de su contagio? Pero todo lo vivo tiene sus límites. Ni siquiera el cuerpo de Foucault era lo suficientemente potente para alimentar esas ideas (le ha visto la cara a Dios -una cara vacía- y ha muerto). Ante el empuje de las ideas que se alimentaban de él, Foucault ha -literalmente- estallado, como estalló Nietzsche. Ahora, esas ideas vagarán a través del "silencio de los espacios infinitos" (como vagan, quizá, por los espacios intersiderales esporas de vida) y, al no encontrar cuerpos en los que prender, acabarán muriendo. Con Foucault hemos muerto un poco todos: una de estas pequeñas muertes que, por acumulación, producen la gran muerte.
El orden social está fundado en el silencio de casi todos. Los amos monopolizan la palabra. Y en la familia, en la escuela, en la iglesia, en la fábrica, en el hospital, en el cuartel, en la prisión, nos inoculan la palabra del amo (mitad vacuna, mitad veneno: barrera contra el pensamiento). Ideas casi muertas que nunca llegarán a florecer. Foucault se propuso -propósito de resonancias prometeicas o luciferinas- dar la palabra a todas las minorías silenciadas (oprimidas, marginadas): al enfermo, al loco, al preso, a la mujer, al colonizado, al explotado.Dar la palabra es ha cer que las ideas prendan en todos los cuerpos. Nada le detuvo: mi recuerdo de Foucault se concentra en una imagen, zarandeado por la policía española, cuando -en un intento desesperado- quiso detener los últimos estertores asesinos de la mano del patriarca ("Si los condenas a muerte, y los matas, ellos serán los seis clavos de tu caja").
Los locos y los presos
Las ideas que les contagió Foucault prendieron, por ejemplo, en los cuerpos de los locos y los presos. No era tan difícil. El detonante del gran estallido de hace unos años en las prisiones fue una encuesta que un grupo liderado por Foucault introdujo en sus recintos: los presos se reunían para contestar a sus preguntas, al hablar entre ellos se contagiaban de ideas y empezaban a preguntarse: "¿Por qué no de otro modo?", y un viento de libertad acabó barriendo todas las cárceles (el movimiento ha sido recuperado, pero las condiciones de vida allí ya no son las mismas, y -lo que es más importante- ya no son los presos los que se sienten culpables, sino los carceleros). Y todos sabemos ya que la locura es sólo una pregunta afilada por nuestro destino: loco es (como Foucault) el que al preguntarse por los límites pasa al límite.
Las ideas que desde 1968 andan sueltas -ideas libres- son un veneno de muerte para el orden actual y fermentos de vida para otros órdenes posibles. Todos los poderes del mundo han echado a la calle a sus laceros para atraparlas. Vano intento. Pues el mayo del 68 es la primera revolución triunfante. Triunfante por fracasada: si la revolución hubiese triunfado, las ideas que liberó hubieran sido recuperadas. Cuando una revolución triunfa, obtura la pregunta que la engendró (así, en la Unión Soviética, el marxismo se ha convertido en dogma); cuando una revolución fracasa, deja abierta la pregunta que la engendró.
De nada sirvió encerrar a Foucault en el sanatorio psiquiátrico, de poco va a servir encerrarle en la muerte. El peligro no es Foucault, son las ideas. Ante la muerte de Foucault todos somos responsables. No de su muerte, sino de su vida. Ser responsables es responder de la única manera en que se puede responder: que no hay respuesta, que el saber es cosa de preguntar y no de responder. Ser responsable es estar -como lo estuvo Foucault- abierto a las ideas. Dejarse poseer por ellas.
Heredar a Foucault, recoger su herencia, no es repetir lo que él dijo: ni siquiera preguntarse por sus preguntas. Ésas son tareas de eruditos, devoradores de cadáveres. Sería intentar digerir sus ideas. Y no se trata de digerirlas, sino de ser digeridos por ellas. Heredar una ruptura es romper con el que rompió. El valor de supervivencia de una expresión no está en el consenso, sino en el disenso: no es estar de acuerdo con ella, sino producir a partir de ella nuevas expresiones. El único modo de leer a Foticault es seguir escribiendo.
Quizá así algunas de las ideas que ahora quedan sin huésped no se perderán. Quizá podrán seguir estremeciendo el mundo. Foucault ha muerto, viva Foucault.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.