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Droga, no, gracias

Cuando los dioses le proponen a Aquiles que elija entre una vida larga y oscura o una vida breve pero gloriosa, el hijo de Peleo y de Tetis elige la fama. Es un suicidio, casi, que tiene una maravillosa compensación: la gloria, el don más preciado entre los griegos. Aquiles responde como el griego que es y como el adolescente que era.Nuestros jóvenes, hoy, se suicidan sin siquiera esa esperanza, sin llegar a ser héroes, en sociedades que ya no ofrecen modelos de heroicidad (o cuya heroicidad, precisamente, es el anonimato). Se suicidan, además, sin luchar, sin esas borracheras de heroicidad (así las llamaron los griegos) que conducen a enfrentarse a un enemigo mejor pertrechado, más poderoso, alentados por el afán de justicia y de imprimir a la historia un giro de la voluntad. (Pero ¿qué estoy escribiendo? Ante el escepticismo que cunde entre la juventud europea, la expresión afán de justicia debe sonar a retórica antigua. Elvis Presley es posmoderno, igual que el escepticismo; la justicia, en cambio, es una noción romántica.)

Cada sociedad tiene la forma de suicidio que se merece, y a la sociedad posindustrial le corresponde, sin duda, la penosa, antiestética, de la droga. Maradona nos sonreirá desde las pantallas estatales y autonómicas con el ingenuo eslogan "Disfruta de la vida y olvídate de la droga", con lo cual, posiblemente, Pujol obtenga algún voto más en las elecciones, pero seguramente ningún drogadicto menos. Entre otras cosas, porque los drogadictos o los candidatos a serlopasan de la televisión (y cuánta razón tienen en ello), pasan de la política ypasan de Maradona. Su pasar, por otro lado, es la respuesta a una sociedad que también pasa de ellos; un mundo que han recibido ya hecho (y muy mal hecho), tan complejo, alienado, contradictorio y venal que parece imposible modificarlo: probablemente estalle antes de transformarse. Una sociedad que no ofrece posibilidades concretas de participación (salvo que se considere que votar cada tantos años es una forma de hacerlo), encerrada neuróticamente sobre sí misma y sin proyectos colectivos.

La sociedad de la opulencia propició dos posibilidades de acción: la individual y la política. La primera, el sueño egoísta y megalómano del self made man: de obrero a ejecutivo, de mecanógrafa a superestrella. De la botica, al truste de la abeja: Ruiz-Mateos. El sueño del seiscientos propio, el apartamento en cuotas, el lavarropas y la parcela en el pueblo. Y para aquellos que no aceptaban la mediocridad de este proyecto estaba la política. Ese viento fresco que fue el mayo francés, la convicción y el arrojo de la banda Meinhoff en Alemania, la lucha clandestina contra el franquismo en España. Y después estaban las adhesiones emocionales: Cuba, Salvador Allende, los tupamaros. Algunos podían perseguir el mínimo proyecto personal del televisor en colores, el pisito en Cadaqués y las vacaciones en la costa mientras proyectaban su heroicidad reprimida en otros lares: eran furibundos partidarios de la guerrilla y de la revolución en América Latina mientras se tomaban el carajillo de las diez y se fumaban el Winston de contrabando.

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El fracaso de la sociedad industrial ha cerrado ambos caminos a la nueva generación. Ya no se puede ascender de portero a director de banco, entre otras cosas porque ni siquiera se puede conseguir un empleo de portero. Ya no hay mágicas revoluciones en las cuales proyectarse, y, desde que casi toda Europa es socialdemócrata con distintas denominaciones, incluida nuestra querida España, tampoco se puede ser militante clandestino. A lo sumo, socialdemócrata disidente, lo cual es mucho menos heroico y arriesgado.

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Droga, no gracias

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Hasta hace pocos años, los jóvenes podían ser apocalípticos o integrados, lo que equivale a decir héroes o asimilados al sistema. Desde que la asimilación al sistema es imposible, entre otras cosas porque el sistema ya no tiene cabida para más, ha agotado sus posibilidades de asimilación, el apocalipsis se ha transformado en este lento suicidio heroinómano. Y no me puedo escapar a la sugestión de la palabra: la heroína, la droga de nuestros jóvenes, en su acepción libre, podría significar la manía del héroe. Unos héroes sin hazañas que cumplir, sin mitos que fundar.

Ni Maradona ni Barrionuevo les podrán disuadir: ellos pasan de esa forma de complicidad con el sistema que representa el mago del balón cambiando los potreros de Buenos Aires por las arcas del Barcelona-Núñez y Navarro; pasan de los ministros. No es cuestión de eslóganes publicitarios ni de represión policial. Es el fruto del desencanto, de la imposibilidad de integrarse. Una rebelión masoquista, cuando las otras formas de rebelión (la política y la poesía) parecen agotadas. Una rebelión contra nuestro mundo, contra los presuntos valores de una sociedad profundamente insolidaria. No son revolucionarios, por supuesto. Hay rebeldías muy reaccionarias. Pero cada joven que se inyecta está enjuiciándonos: desconectan de la realidad porque ésta es insoportable. Su desintegración es el símbolo de la desintegración de los valores; pero al fondo no está la libertad, está la muerte.

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