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Tribuna:Prosas testamentarias
Tribuna
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Ser español

Sin ahuecar la voz, pero no sin emoción íntima, diré que soy español por nacimiento, por educación y por decisión. Nací en España, me eduqué en España y en más de una ocasión, pudiendo optar, he preferido seguir viviendo en España. Para mostrar en qué consiste el modo de emplear la voluntad que él llama concomitante, dice Tomás de Aquino: ego sum horno mea voluntate ("soy hombre por mi voluntad"; no porque voluntariamente yo haya producido mi condición de hombre, sino porque, habiéndome encontrado con ella, he querido aceptarla y en ella vivo sin suicidarme, aunque a veces tanto me duelan las limitaciones y los tártagos del humano vivir.Pues bien: en cuanto que libremente acepto ser lo que al adquirir conciencia de mí encontré que ya era, yo puedo decir hispanus sum mea voluntate; por mi voluntad, no sólo por haber nacido en este rincón del planeta, por hablar como propia la lengua que hablo y porque mi pasaporte lo expidan en la calle del General Pardiñas. Pero decir esto no basta para la caracterización histórica de un hijo de Iberia, porque desde hace siglos hay más de un modo de ser y sentirse español.

Diré el mío. Sin mayor relieve, porque el bulto histórico de mi persona no permite otra cola, yo me siento continuador y heredero de la españolía a que con su obra ha dado realidad la siguiente serie de españoles: los humanistas del siglo XVI (léase el espléndido libro de Luis Gil) y los médicos que en los años centrales de ese siglo hacen suya y aun mejoran la anatomía de Vasalio; los novatores de los dos últimos decenios del siglo XVII (véanse los iluminadores estudios de Maravall y de López Piñero); los protagonistas de nuestra módica, pero prometedora y malograda, Ilustración dieciochesca (Feijoo y Mayans, los Caballeritos de Azcoitia y los Amigos del País, Campomanes y Jovellanos); ya en el siglo XIX, Goya, cierto Balmes, Gíner y Costa; y ayer mismo, en pleno siglo XX, los mejores de la generación que alza su cabeza por los años de la Restauración (Cajal, el segundo Meriéndez Pelayo, Hinojosa, Ribera, San Martín), los críticos y soñadores de la generación subsiguiente, la del 98 (a condición de: incluir en ella a Maragall, Menéndez Pidal y Asín Palacios), y casi todos los que integran el egregio grupo generacional de que me considero hijo histórico (Ortega, Ors, Marañón, Américo Castro, Blas Cabrera, Augusto Pí y Suñer, Río-Hortega, tantos más).

Pese a la evidente diversidad histórica e ideológica de los españoles que a vuela pluma acabo de nombrar, ¿existen entre ellos, en tanto que españoles, rasgos comunes suficientemente caracterizadores? Creo que sí. Pienso que desde el benedictino que compone su Teatro crítico en el Oviedo dieciochesco, hasta el filósofo que en El Escorial escribe las Meditaciones del Quijote y el filólogo que en el exilio se desvive, con España en su historia, por hallar la clave de lo que ha sido y no ha sido nuestra patria, un coherente haz de rasgos comunes puede ser señalado en la estimación de la España que recuerdan y en el proyecto de la España que desean. Por lo menos, los siete siguientes:

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1. La firme y gozosa apropiación por herencia de cuanto en nuestra historia ha sido hazaña descollante e irradiante; unas veces en la integridad de la hazaña misma, llámese lengua castellana, literatura de Cervantes, pintura de Velázquez o religiosidad de Teresa, y otras -tal es el caso de la colonización de América- con la íntima necesidad de discernir en su estructura las luces y las sombras; por tanto, con bien resuelto propósito de examen y revisión.

2. La complacencia de sentir como propias, aunque en ocasiones se hallen menesterosas de pulimento, tantas gracias y costumbres populares: muy en primer término -evitando con exquisito cuidado, eso sí, que se convierta en esa degradante mezcla de fulanismo y naide es más que naide, no infrecuente en nuestro pueblo- la gallarda pro pensión a conceder primacía ética al ser persona, hombre a secas, sobre el ser personaje, ministro, banquero, académico o guardia municipal. La voluntad de hacer histórica nuestra intrahistoria, diría Unamuno.

3. Basado sobre un serio y amoroso conocimiento de lo que realmente hicimos, el dolorido reconocimiento de la escasez de nuestra contribución a la historia de la ciencia y del pensamiento filosófico, y del déficit de racionalidad que como concausa y como consecuencia de tal escasez ha mostrado y muestra nuestra vida social. Hemos hecho poca ciencia, nuestros artefactos

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Prosas testamentarias

Viene de la página 11se deterioran más de la cuenta y la rapidez y la puntualidad de nuestros trenes distan mucho de lo deseable.

4. Una no menos dolorida conciencia del deficiente arraigo social de los hábitos en cuya virtud es posible la convivencia moderna: la resuelta opción cotidiana por el pluralismo político, idiomático y religioso, la leal aceptación del derecho a la discrepancia y al ejercicio de ella, la conversión del favor concedido en satisfacción de un derecho, cuando éste existe, la paulatina cesión del privilegio tradicional en aras de la justicia distributiva y la equidad.

5. La consiguiente necesidad de revisar nuestra historia con resuelta voluntad de integridad y de verdad, tanto para discernir lo que en ella no puede ni debe ser asumido -el modo español de la Inquisición, la deficiente estimación de la ciencia por parte de nuestra sociedad, el centralismo uniformador de nuestra vida política y administrativa, la pertinaz tendencia a plantear en términos de guerra civil o de exclusión del adversario el problema de la discrepancia ideológica o religiosa-, como para esclarecer convincentemente las causas de cuanto haya movido a tal revisión.

6. La total convicción de que las deficiencias de nuestra vida histórica deben ser buscadas dentro de ella misma, y no en la influencia corruptora de los de fuera (enciclopedistas, masones, librepensadores, socialistas, según las épocas; todavía resuena en nuestros oídos la insistente, esperpéntica apelación táctica a la conjuración judeo-masónica). Por dispares que sean sus respectivas tesis, en esto coinciden En torno al casticismo, España invertebrada y La realidad histórica de España.

7. La bien fundada idea de que tales deficiencias no son imputables a una fatalidad biológica del hombre español o a la peculiaridad geográfica de la tierra sobre la que el español vive, y menos a un indeleble carácter nacional o espíritu del pueblo; por tanto, la íntima e incitante seguridad de que una tenaz obra de reforma y educación, de la cual debe ser parte principal la ejemplaridad de los mejores, hará posible tanto la actualización de lo que egregiamente llegó a ser en la España de ayer, espíritu cervantino y velazqueño, jovellanismo, goyismo o cajalismo, como la empresa de alumbrar en nuestro tiempo -repetiré la rutilante metáfora de Ortega- "la gema iridiscente de la España que pudo ser". Más modesta y accesiblemente: el tesorillo de la España que todavía puede ser.

Implícitos o insuficientemente expresados hasta la segunda mitad del siglo XIX, cada vez más explícitos y mejor expresados en el nuestro, los tres motivos principales de la descripción precedente -aceptación de lo aceptable, revisión de lo revisable, proyección de lo proyectable- constituyen el hilo rojo de la tradición hispánica a que creo pertenecer.

El problema consiste en saber cómo tal actitud puede ser eficazmente proseguida en este tormentoso cabo del siglo XX. O, para no salir de mí mismo, en decir cómo veo yo las líneas esenciales de su formulación actual. En esta recta final de mi vida, ¿qué es para mí ser español? Procuraré decirlo.

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