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La difícil respuesta

Desde hace algún tiempo la gente anda medio alborotada preguntándose qué cosa es o deja de ser España y hasta se organizan encuentros, coloquios, mesas redondas y demás cultas y relamidas futesas para dar con el quid o el ánima de lo que se busca. La verdad es que la gente, considerada en su más estricto sentido, quiero decir la que se sube al autobús cuando no hay huelga, se asoma los domingos al estadio para ver perder el equipo visitante y lee por encima las noticias sobre la guerra del estrecho de Ormuz sin saber demasiado a ciencia cierta, ¡ni falta que le hace!, hacia dónde cae, no suele hacerse preguntas tan complicadas y de tan ardua respuesta. Las estadísticas acuñadas por nuestros sociólogos demuestran bien a las claras que la mayoría de los españoles en edad de interrogarse acerca de la esencia del país se aprendieron, a su debido tiempo y en su día, que España era una unidad de destino en lo universal, supuesto que tanto vale para un roto como para un descosido y sobre el que, en consecuencia, no merece mayormente la pena entrar en detalles.No obstante, la pregunta flota en los ambientes intelectuales y se pronuncian conferencias y se estriben sesudos (y semisesudos y aun pseudosesudos) artículos sobre la condición y esencia de las naciones en general y de España, o de las diversas Españas, en particular y puntual señalamiento. Tampoco debe extrañarnos demasiado, ya que el hecho de que las sencillas preguntas que ruedan por mitad de la calle y las complejas cuestiones que se guarecen entre los pliegues de las cortinas de peluche del ateneo de turno sean tan diferentes y aun tan imposibles de conciliar y casar, es algo que forma parte de nuestras peculiares reglas del juego. A veces, esta misma contradicción atrae el interés de los estudiosos y la intelectualidad celebra sus juntas y aquelarres con el punto de mira puesto en lo cotidiano. Repárese en que con la sociología, o la filosofía, o la historia de lo diario e inmediato, pueden alcanzarse verdaderas maravillas en la desbocada carrera hacia la idealidad o la mística, aunque esto no haga ahora al caso, ya que jamás nadie -que yo recuerde- se ha sentido serenamente preocupado por la identidad de España, salvo arrebato de furia especulativa. Aun así, el tema sigue rondando los planteamientos y los argumentos, aunque quizá no las conclusiones. Preguntar qué es lo que es España -algo que todos los españoles hemos hecho alguna vez- puede ser tanto una provocación de Pero Grullo como algo dificilísimo, no ya de responder, sino incluso de plantear con un mínimo equilibrio. Es probable, además, que seamos los mismos españoles quienes estemos en peores condiciones para proponer respuestas, por motivos que tanto van, o pueden ir, desde los vicios históricos hasta los errores de perspectiva. Quizá para entender siquiera si la pregunta tiene, al menos, una contestación coherente, habría que intentar cambiarla y trasladarla un poco. ¿Y si ensayásemos a saber qué cosa es, por ejemplo, Francia?

Alguien pudiera suponer que, en el caso que planteo, se está predeterminando sesgadamente la respuesta gracias a la elección de un país rígidamente asentado en una historia ligada a la centralización a ultranza del Estado. Si es así como se piensa, pueden buscarse otras alternativas diferentes: qué es Inglaterra, pongamos por caso, en el buen supuesto de que se pregunta por la identidad del Reino Unido engañosamente identificado en el habla popular con uno de sus países. De esta forma podríamos haber Regado a un punto de partida suficientemente aceptable para establecer hacia dónde habría que dirigir las muestras de la curiosidad.

Dudar seriamente de lo que son Francia o Gran Bretaña nos llevaría a albergar muy fundadas sospechas sobre la condición mental del articulista o el conferenciante que tal licencia se permitiere. Por supuesto que cabría el plantearse muy sutiles interpretaciones acerca de lo que significa el Ulster dentro del Reino Unido o el problema corso -y el vasco a no muy largo plazo- en la vida política de la nación de allende los Pirineos. Pero en poco afectaría eso a nuestra pregunta inicial porque Francia y Gran Bretaña sobrevivirían como real noción, como real y verdadero concepto, a cuantas dudas quisieran plantearse a su alrededor. Tenemos que concluir concediendo que, una de dos: o está clarísimo qué es lo que es España, en idéntica medida en la que sabemos qué es lo que son nuestros vecinos, o está no menos claro que los españoles gozamos de unas señas de identidad (perdón) extrañas para los franceses o los súbditos de Su Graciosa Majestad. Tan extrañas como para justificar el tratamiento diferencial y, en consecuencia, la vigencia de la pregunta.

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En general, las discusiones acerca del sentido de España y lo español suelen estar viciadas en su origen ya que, o bien pretenden averiguar qué va a ser España a partir de ahora y en un futuro más o menos lejano (cosa tan legítima como preocupante, por cierto), o bien trasladan la cuestión hacia las acotaciones e identificaciones de lo nacional como característica de parte de los pueblos de España (algo que, por supuesto, también es legítimo y preocupante). Nótese que en ambos casos se está preguntando por algo distinto. Probablemente no esté tampoco nada claro qué es lo que son, en realidad, Cataluña o el País Vasco o Galicia o Andalucía o Castilla, etcétera. Quizá no sepamos qué vamos a ser todos los españoles de ahora en adelante, pero convendría que tan profundas y serías cuestiones no perdieran su propio sentido sumando mayores dudas acerca de lo que, históricamente, hemos sido los españoles hasta ahora.

1984.

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