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Las Españas de España

Fernando Savater

Uno de los tópicos más socorridos de los documentales cinematográficos, las charlas radiofónicas y las alocuciones políticas de los últimos muchos años es el que incide sobre la varia geografía española. Ciertamente, nuestra geografía es varia, y hasta llega uno a preguntarse si podría haber geografía alguna que careciera de tal principio de variación y de contraste. Vista convenientemente de cerca, es varia hasta la morfología de un parterre... Cuanto más reducida es una extensión o más homogénea, más se acentúa la sensibilidad ante las pequeñas diferencias. Todo consiste en fijarse bien. No sé si a alguien que llegue de Estados Unidos o China la geografía española le parecerá tan fascinantemente varia como a los nativos; pero, en cualquier caso, podemos consolarnos pensando que más difícil les será justificar ante ojos ajenos su inevitable diversidad a los habitantes de Islandia.., Quienes vamos por el mundo con umbrales de percepción más groseros, no advertimos fundamentalmente más que un gran contraste: el que oponen las tierras templadas, boscosas, húmedas y nubladas de la periferia norte de la Península y las soleadas y laboriosamente regadas de Levante a las desabridas y desérticas de la mayor parte del resto del país. Creo que ya es bastante para quienes a toda costa necesitan enorgullecerse de una geografía plural, por lo común con vistas a redactar un folleto turístico...Otras diferencias son más relevantes y ejercen más peso en la organización de nuestra convivencia. Se trata, por supuesto, de las distintas características nacionales que se agrupan bajo el vacilante lema de "Estado español". También, a este respecto, la, geograria (política, en este caso) de España es varia, aunque quienes vemos con relativa sospecha tal afluencia de identidades contrapuestas nos quedemos con una distinción fundamental: la que opone aquellas nacionalidades que ante todo se definen como resistencia contra lo español frente a las que -al menos hasta la orgía autonómica iniciada hace menos de,un lustro- aceptaban o se resignaban a tan infamante título dentro de su peculiaridad regional. El Estado nacional fraguó muy pronto en España; pero por lo visto no se habría perdido nada con esperar un poco, porque el soldaje resultó incierto y quebradizo. Pese al tiempo que lleva funcionando (más que Francia o Inglaterra, muchísimo más que Alemania e Italia), nadie se cree del todo lo de que España es una (que sea grande y libre siempre fueron impertinentes o piadosas aspiraciones). Pese a los esfuerzos por beatificarla como nada menos que sagrada, lo cierto es que la unidad de España es más bien un fracaso histórico, y todo lo más, un reto político. Por decirlo de una vez: al menos dos importantes componentes del cóctel hispánico, el País Vasco y Cataluña, nunca se han sentido auténticamente España, sino prisioneros de España, colonias de España o víctimas de España (sentimientos más o menos dolorosos que, desde luego, también son una forma de participar en el complejo destino español). Para que haya vocación nacional tiene que haber otra vocación antinacional sobre la que la primera se calca. Ser vasco o catalán ha sido este siglo, ante todo, no sentirse español ni resignarse a serlo, lo mismo que ser andaluz, extremeño, murciano o cántabro viene a ser, en el Estado de las autonomías democrático, afirmarse frente a la agresiva afirmación de vascos y catalanes. Ese centro de España, demasiado seco y árido, de

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Las Españas de España

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masiado ávido de verdores y humedades como para que todo pueda haber sido, históricamente trigo limpio en sus limpios trigales, permanece a través de los siglos como el empeñado mitológicamente en mantener la dudosa ensambladura supranacional a golpe de Estado..., y nunca mejor dicho.

Las autonomías han sido una fórmula política que se propuso, en primer lugar, dos objetivos y luego asumió un tercero difícilmente compatible con los anteriores. Por un lado, la articulación autonómica pretendió reparar el abuso histórico que se había hecho contra la lengua y la identidad de países tan caracterizados tradicionalmente como Vascongadas o Cataluña, y también engarzar el autogobierno de estas áreas de manera positiva en el conjunto de la política nacional; pero también se quiso después contrarrestar esta particularidad ominosa extendiendo la conciencia nacionalista allí donde jamás había habido otra identidad nacional que la española y limitar por medio de una proliferación salvaje de autonomías el alcance o la relevancia efectivas de ninguna de ellas. Que el invento salió mal, a la vista está. La querella antiespañolista sigue presente como antes en Euskadi o Cataluña, aunque, desde luego, con muy diversa agresividad de perfiles; pero además ahora hay parvenus al nacionalismo que atribuyen a incomprensibles patriotismos mancillados los agravios comparativos de la Administración central y se comportan miméticamente como aquellos hombres-oso o mujeres-cebra embarazosamente mestizos de La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells. Las autonomías son demasiado poco para quienes todavía no se han repuesto del trauma antiespañol y demasiado para quienes se han visto de la noche a la mañana compelidos a inventárselo...

Dos condiciones, a mi juicio, deben reunirse para que la problemática ecuación "España" tenga un resultado despejado y prometedor. En primer lugar, quienes encarnan el Estado deberán renunciar a la mitificación de la unidad sagrada y asumir que, para conservar cierta complicidad, colaboración o complementariedad, es preciso admitir nuevas opciones federativas entre las nacionalidades hispánicas. La opción independentista debe ser discutida y políticamente reconocida como legítima, lo cual no quiere decir que haya que convertirla en única y obligatoria. Como ocurre en el caso de la drogadicción, sospecho que hay mucho de afán transgresor en el autoasentimiento del mito independentista, y que tal afición se irá racionalizando a medida que determinados tabúes simbólicos y ciertas trabas burocráticas se vayan disipando. ¿Cuántos vascos o catalanes a muerte quedarán cuando ya no haya nadie rabiosamente español? Tantos como ateos furibundos quedan tras la desaparición del último católico a machamartillo... La segunda condición exigiría que, incluso quienes se han visto más agraviados por la estructura pasada del Estado español, admitiesen que protestar eternamente contra su ocupación por el centralismo y por sus mutiladoras secuelas viene a ser ya como poner hoy objeciones al descubrimiento de América. Ser vasco o catalán no puede ni debe seguir siendo eternamente no ser español o serlo a regañadientes manu militari, pero, ante todo, ser español no debe tener otro contenido en determinadas zonas de Iberia que el de ser vasco, catalán o gallego con plena y radical libertad democrática. ¿No sería preferible, incluso, sacrificar, llegado el caso, algo o todo el marchamo político de lo español como patronímico en entredicho para conservar una tarea común que pueda dignamente llegar a merecerlo?

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