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El nombramiento del nuevo general

El nombramiento de un nuevo general de los jesuitas es siempre un hecho relevante en la vida de la Iglesia y en oblicuo en la sociedad. Pero la elección efectuada ayer en el padre Kolvenbach adquiere un mayor relieve debido a la historia que la ha precedido: nombramiento de un vicario papal, el padre Dezza, con el fin de suspender durante dos años el proceso marcado por las constituciones de los jesuitas para elegir el sucesor del dimitido padre Arrupe. El hecho insólito y los rasgos que parecían caracterizar la personalidad del vicario designado eran signo de una clara desconfianza, por parte del Papa actual, en la línea de gobierno del padre Arrupe y de sus inmediatos colaboradores, motivada por la actuación de importantes sectores de jesuitas en diversas partes del mundo.Valentía cristiana

JOSÉ ANTONIO GIMBERNAT

M. DE DIOS, Valladolid

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El nombre del nuevo general no debe significar tanto la continuidad cuanto un programa que no suponga la rectificación de los logros importantes en la actividad de los jesuitas durante el período del padre Arrupe. La simple continuidad es una propuesta imposible y tampoco deseable. Los hombres se suceden en sus cargos, pero no se repiten. La época actual plantea cuestiones y presenta exigencias distintas que aquellas con las que tuvo que enfrentarse el padre Arrupe inmediatamente después del Concilio Vaticano II.

Lo que sí deseamos muchos jesuitas del nuevo general es una valentía cristiana y una radicalidad y autenticidad evangélicas, semejantes a las que definían el talante de su predecesor. Ello implica la audacia de saber mirar hacia delante, eludiendo la tentación de abrigarse en unas supuestas seguridades del pasado que en realidad no existen. La personalidad del recién elegido, hombre de características universales como Arrupe y de sensibilidad intelectual, permiten pensarlo así.

Los dos ámbitos de actuación de los jesuitas que han provocado los mayores y más graves conflictos con sectores conservadores y de influjo en la Iglesia católica siguen siendo vitales para la definición del trabajo futuro de los jesuitas en la Iglesia y en la sociedad. Es tarea de este general, en colaboración con el resto de la Compañía de Jesús, diseñar la estrategia acertada.

1. El primer ámbito es el de la presencia de la fe cristiana en el mundo de la cultura contemporánea. En este terreno, y de manera activa, el trabajo de diferentes miembros y colectivos de jesuitas ha sido estimable. Se parte para ello de la convicción de que ser creyente hoy no debe equivaler a ser culturalmente anacrónico. Esta confrontación entre fe y cultura debe ser mutuamente crítica y a la vez recíprocamente fecunda. Esto significa el difícil objetivo de una presencia digna de los cristianos y en particular de los jesuitas en esa esfera. Con sus luces y sus sombras, ello corresponde a una de las tradiciones más genuinas de la institución. Pero esta presencia sólo es verosímil si en ese medio se trabaja arduamente con honestidad intelectual y con fidelidad ante la propia conciencia. Es un ámbito de innovación, de revisión crítica y no de repeticiones rutinarias. Se pierde toda verosimilitud y relevancia si se recita al dictado o se trabaja con consignas.

2. La anterior Congregación General de los Jesuitas partía de la experiencia de muchos de sus miembros de que no hay testimonio evangélico válido si éste no se halla solidariamente inmerso en las tareas de los hombres para salir de las situaciones de injusticia que padecen. Sobre todo en los países del llamado Tercer Mundo, en experiencias nuevas, así lo han ido aprendiendo distintos colectivos de jesuitas. La causa de Dios no es distinta de la causa en favor del hombre. Una esperanza religiosa que no es capaz de promover esperanzas humanas y de movilizar los recursos del hombre para liberarse de la miseria y de la explotación es una falsa esperanza cristiana. La fe y el Evangelio deben acreditarse en esa lucha por la libertad de los pueblos. Ciertamente son espacios generadores de conflictos que no admiten una falsa actividad en ellos, hueca o meramente apologética. Pero si la Compañía de Jesús aspira a ser fiel a sí misma, son áreas de trabajo irrenunciables de las que no se debe replegar. Para ello no existen recetas de antemano. Hay que estar de acuerdo con Ernst Bloch en que el mundo es un laboratorio experimental, y los experimentos afortunados nos acercan a su realización, dicho en lenguaje bíblico, a la realidad del Reino de Dios.

El nuevo general se enfrente con un último desafío: el de los números. En aproximadamente quince años, la Compañía de Jesús ha disminuido de 36.000 a 26.000 miembros. Pero peor que ello es el envejecimiento biológico de la institución, sobre todo en el mundo desarrollado. Los próximos años, en esa geografía, son de inevitable encogimiento, no hay relevos generacionales. No es un fenómeno particular que afecte sólo a los jesuitas y, por tanto, es totalmente injusto hacer a Arrupe responsable de ello. Pero es cierto que la Compañía de Jesús, en cuanto orden religiosa, no tiene ninguna garantía de perennidad, y sólo la capacidad de renovación y de búsqueda permanente de su significatividad evangélica puede hacerla merecer su supervivencia al servicio del pueblo creyente y de la humanidad.

José Antonio Gimbernat es jesuita, teólogo y miembro del Instituto Fe y Secularidad.

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