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El valor de la estética

Desde el Renacimiento, desde Petrarca, si elegimos un autor fundamental, la conciencia estética va lenta e inexorablemente preponderando sobre la conciencia ética. Los estados de ánimo que se conceptualizan como una plenitud gozosa prevalecen sobre los que alcanzan la objetividad conceptual de acuerdo con las ideas de deber y responsabilidad. Un proceso de siglos que está culminando en nuestro tiempo, en el que los valores estéticos determinan o conducen, por lo común, a los valores éticos.No es esta la primera vez que ocurre. Buenos ejemplos remotos ofrecen, en un siglo clave, Nerón, sin duda Séneca y de modo dramático Petronio. El perverso Nerón, tantas veces condenado por los primeros cristianos, cuya conciencia moral en un principio sobrepasaba y se imponía a la conciencia estética, fue una víctima del predominio casi absoluto de la concepción estética del mundo. No pudo evadirse de la idea y práctica común en la clase dirigente de su tiempo según la cual la belleza llevaba en sí misma la plenitud de posibilidades de vida. Por su parte, muy en el fondo, Séneca fue un esteta que moralizaba, condición común a la mayor parte de los senequistas.

ENRIQUE TIERNO GALVÁN

YUSTE, Madrid

El triunfo, prácticamente absoluto, de los valores estéticos sobre los morales es correlativo a la descomposición de la clase dominante. Cuando ésta pierde coherencia y sus sistemas de seguridad fundamentales (religión y moral) dejan de serlo, el predominio de la estética como referencia definitoria tiende subjetiva y objetivamente a imponerse y concluye logrando la primacía absoluta.

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En la historia contemporánea de Europa esto parece muy claro, desde Petrarca, al que hemos elegido como punto de partida, hasta Flaubert, que quizá sea el otro escritor que marca un momento máximo.

El lector piense en Madame Bovary o en Las lamentaciones de san Antonio. Se trata de obras que están escritas con cierta intención moral y de acuerdo con una ideología política conservadora, si no reaccionaria. Sin embargo, lo que fundamentalmente queda es el mérito estético, pues el significado moral del contenido resulta poco claro y dudoso, a veces contradictorio, como el propio proceso judicial sobre la novela de Flaubert dejó en claro.

En el ápice del desarrollo de la burguesía francesa la primacía de la estética sobre la ética es patente, aunque la propia burguesía se negase a aceptarlo temiendo que la disolución de sus sistemas de seguridad ideológicos se acelerase. Porque es un hecho que la estética contadas veces ha servido como sistema de seguridad colectivo. Está en su naturaleza la condición de ser sobre todo disolvente. Por eso la estética burguesa ha tendido a estar bajo sospecha desde las perspectivas de la moral y de la política marxistas, y es muy cierto que en plena disolución de la burguesía, con todo cuanto esto conlleva, resulta un síntoma demoledor que cumple además por sí mismo un efecto de destrucción progresiva. Que los valores estéticos, cada vez con menos encubrimientos, sean los predominantes y definitorios es demoledor, entre otras razones porque, llegando la estética a esta primacía, se hace inferior y vanamente profusa, además de plataforma insuficiente que sirve para mínimas autoafirmaciones y orgullos.

Lo ocurrido en España durante cierto período del siglo XVIII es ejemplo excepcional en la cultura europea del esfuerzo de una minoría de la clase dominante por corregir los excesos del predominio de los valores estéticos.

Los ilustrados desde Feijoo, particularmente Jovellanos, se percataron de que la incapacidad unida al predominio, complicación y abundancia de los valores estéticos que caracterizaban, en términos generales, al barroco español del siglo XVII necesitaban de corrección. Tanto es así que en los preilustrados españoles del citado siglo, de modo especial Fernández de Navarrete, ya hay observaciones claras en este sentido. Cabe decir, con alguna simplificación, que la Ilustración española fue un continuo esfuerzo por evitar que la estética predominase sobre la moral.

Si se estudia con cuidado el sentido y alcance de la refundición de nuestro teatro clásico por los ilustrados, se comprobará que tiene dos sentidos: uno, reducir a método claro y sistemático los acontecimientos; otro, a mi juicio el más importante, poner los convenientes límites morales al predominio de la concepción estética del mundo, que de modo expreso, desde la teología mística de fray Juan de la Cruz, tendía a unimismar vivencia estética y fe, posponiendo la presencia de la conciencia moral como conciencia vigilante.

De cuando en cuando se producen en nuestros días, en que el predominio y generalización de la conciencia estética llega a tanto, algunos esfuerzos por imitar a los ilustrados en el intento de conseguir que la moral pública oriente y defina los resultados objetivos de la conciencia estética. Los ilustrados aplicaron para conseguirlo el criterio de utilidad pública.

Parece muy difícil, sobre todo dentro de los límites que ofrecen las constituciones avanzadas, en cuanto sistemas de seguridad colectivos, aplicar el criterio de utilidad pública a las consecuencias de la predominante virtualidad y vigencia de los valores estéticos. Las constituciones contemporáneas, especialmente la española, tutelan con especial cuidado el derecho de la conciencia estética a expresarse libremente, haciendo pocas referencias, en este sentido, a la utilidad pública, la moral pública, el interés público. Hablando en términos generales, subjetividad estética y moral pública tienden a confundirse, y cuando no es así, la tendencia firme y muy clara es que la segunda se subordine a la primera. Esta situación, que es parecida a la que satiriza Petronio, no tiene arreglo en cuanto está vinculada a la destrucción de los sistemas de seguridad burgueses, que, a su vez, son consecuencia de la disolución de la clase dominante burguesa.

Es todo esto especialmente contradictorio en cuanto se refiere a los creadores o cultivadores de los valores estéticos, como en el propio caso de Petronio, en quienes recae, y conscientemente se les atribuye una gran responsabilidad en este sentido. ¿Qué puede hacer el escritor y el artista, dando a las palabras un alcance muy amplio, para corregir el universal predominio de la conciencia estética generalizada que encubre y no concuerda con la conciencia moral?

Difícil parece volver la mesurada y juiciosa aplicación de los ilustrados del principio que dice que el arte ha de acomodarse a la moral y la utilidad pública. En la situación declinante y de agravación de sus contradicciones profundas es difícil que el arte, dentro del sistema capitalista, sea un correctivo eficaz en favor de principios morales que, por otra parte, tienen cada vez menor vigencia.

Pero no basta con repetir la actitud de Petronio. No es suficiente la sátira despiadada, encubierta o no. Son necesarias actitudes positivas, y, en este sentido, los protagonistas del predominio estético han de tener conciencia clara de su responsabilidad en la situación actual, pues la moral es, y no la estética, la que debe prevalecer y definir. En último extremo, la tesis marxista prevalecerá; en una sociedad socialista, ética, estética y política serán convertibles. Los valores políticos coincidirán con los estéticos y morales.

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