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Reportaje:

El 'Sevillano', algo más que un tren paliza

Es un tren legendario, pícaro y pobretón, además de muy lento. El banco azul plastificado de su segunda clase hace las veces de baño turco a la española. La viajata dura 15 horas para cubrir algo más de 1.000 kilómetros. Un solo empleado, el interventor, cuida de la suerte de 900 viajeros que aguantan una tremenda paliza.

"¡Hale, hale! usted se da unas vueltas y ya verá", dijo el subjefe de viajeros de la estación de Sants (Barcelona), acariciando el libro oficial de reclamaciones. El subjefe se llama Rodríguez, fuma pipa, es amable y añade: "Esto es un manicomio con 12.000 locos en tránsito al día y unos sistemas que fallan".Sin embargo, la estación de Sants debe de ser lo más avanzado y europeo que tenemos en España: hay mármol para decorar 50.000 cuartos de baño, extranjeros a mansalva que alzan la mochila y bajan la voz y, sobre todo, ingenios electrónicos suficientes como para parar un tren.

Frente a las ventanillas de venta inmediata se agolpan cientos de personas con e tiempo justo de sacar el billete. Pronto descubren que ésta es una falsa ilusión. Los empleados de Renfe aporrean el teclado de los ordenadores, discuten entre sí, miran al público como un guardia a un ladrón y el avance es levantisco.

Los extranjeros, que en verano abundan mucho, contemplan el espectáculo, anonadados. Deben de preguntarse: ¿será España un país serio que hay que tomar a risa, o un país de risa que conviene tomar en serio? Y como el enigma es histórico, en sus rostros se dibuja tan pronto una mueca de horror como de sarcasmo.

Junto a aquellas ventanillas llamadas de movimiento en la jerga de la Renfe, hay otras (de la uno a la ocho) denominadas de comercial. Sus encargados están de brazos cruzados mientras los colegas se dejan la piel, in capaces de servir como es debido. El subjefe de viajeros lo lamenta: "A los de comercial no se les puede tocar".

Muchos pierden el tren porque hoy la mayoría de los ferrocarriles parten con puntualidad, y otros lo alcanzan por los pelos. Antes de salir de viaje tienen los nervios deshechos.

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El expreso Sevillano silbó y arrancó a su hora (18.45) desde el andén número 11. Iniciaba así un recorrido de 1.129 kilómetros que es la distancia férrea entre Barcelona Sevilla a cubrir en 15 horas.

El 'banco azul'

No cabe esperar demasiado de un asiento de segunda clase que cuesta, sin rebajas de día azul, 2.888 pesetas. En cada compartimiento de ocho viajeros la bancada se tapiza de hule azul (como el banco del Gobierno) y las paredes se decoran con ilustraciones de ruinas o de embalses.

Un vecino andaluz dice: "Antes de pasar por Gavá tendremos el culo mojado y nos caerán gotas de la sudadera, y si no me juego algo". Este hombre tiene razón. El efecto del plástico contra el trasero es el de una sauna finlandesa que bien podría Renfe incorporar a sus trenes de lujo. Bastaría con que el pasaje se quedara en pelota viva y unos a otros se fiagelasen con ramas de abeto nórdico para merecer la atención de las guías de ferrocarriles internacionales.

Pero a la empresa del camino de hierro le importa más que el transporte del nudismo sus experimentos subliminales. Porque, ¿qué otra cosa significan esos grabados del pantano de Sobrón, o del embalse de Nuria, en el vagón 124 y ante los asientos 50-51? Cuando el tren alcanza los 40º el viajero se agita como escocido en toda la región sacra y sus ojos buscan el agua cristalina de la foto, que produce un alivio de bidé. Es instantáneo e infalible el beneficio del mensaje óptico.

Al atardecer, las huertas resecas se beben una lluvia de polvo -la única que hay- y un albañil escupe por la ventanilla para asustar a una pareja gorda que se abraza en un ribazo. La primera pintada que aparece es un tanto surreal y queda del lado derecho. Dice: "Pensemos en nuestros hijos".

Eso mismo, pensemos. Ahora somos criaturas de la Renfe y estamos en sus expertas manos. El tren lo sirven cinco empleados (cuatro invisibles) que son, a saber, el maquinista, su ayudante, el jefe de equipajes (a extinguir en breve), el guardafrenos y un interventor. Este último debe ocuparse de todos los viajeros en todos los vagones. La cifra ronda el millar. Un hombre voluntarioso para mil seres que van arrastras, con billetes unos, sin billetes otros, y muchos donde no les corresponde. El interventor es un santo varón: "Si el viaje es una paliza para el viajero", dice picando billetes Francisco Camacho, de 29 años, "para nosotros es mucho peor, y con el agravante de que nos quitaron la escolta, y sin policía en el tren vamos expuestos a cualquier cosa".

Cualquier cosa es cualquier cosa: que les toquen la cara, que les metan la navaja por el ombligo o que les falten al respeto de palabra. Y todo ello sucede.

El interventor Camacho va revisando y respondiendo preguntas de todo tipo (dónde queda el bar, cuándo se llega a Tortosa, qué cuesta pasarse a la primera clase) y suda por el cuello como un buey. Suda, especialmente, al sacar del W. C. a viajeros que se esconden para no pagar. "Se las saben todas y trepan por la trampilla del techo y se meten donde el depósito del agua". Entonces hay que obligarles a adquirir el billete "y la operación es a veces muy peligrosa". En estas condiciones, raro es el interventor que se atreve a imponerles la sanción legal de 1.000 pesetas, además del billete, porque "no está el ambiente hoy como para irse con tonterías", añade Francisco Camacho.

Café en un 'bidón' de aceite

El bar del Sevillano (al otro lado de la primera clase) es, a todos los efectos, de tercera. Desapareció la máquina de café exprés y el empleado de la concesionaria, Wagons Lits, echa mano de lo que tiene. Lo que tiene es un bidón parecido a los de aceite que gasta Campsa, del que con agua de los cochescama (tampoco lleva agua caliente el bar) se destila la rica infusión. Habla el barman, Juan Corbera, de 50 años: "Así va todo, amigo; con los precios por las nubes y esta mierda de material estamos vendiendo un 60% menos que el año último".

Los precios son así: 90 pesetas una cerveza y 170 el bocadillo de queso, que a buen seguro hizo más de un trayecto sin encontrar cliente.

Pero el bar es típicamente español. No le falta el borracho de turno ni el alfombrado de desperdicios que a nadie molesta.

Poco importa el crepúsculo al viajero del banco azul. El sol ha sido un enemigo mortal demasiadas horas seguidas y verlo ahora desaparecer produce consuelo. El sol se pone como un melocotón que cae podrido del árbol.

El tren llega a Valencia al filo de la medianoche. Esta estación, en palabras de su jefe, nada tiene que envidiar a la de Calcuta: "Mire usted lo que hay aquí" -señala a hippies besucones y patilargos en el suelo- "y dígame si esto se puede aguantar". Para Antonio Sánchez Orozco "la ventaja de la India es que allí aceptan tener miseria, mientras que aquí lo negamos".

Baja un interventor y le sustituye otro. El que se va, dice: "Entro en casa tan mareado que en vez de decirle ¡hola, cariño! a mi mujer, le pido billetes por favor y la mano se me va como si aún llevara las tenazas de picar".

Los compartimientos (primera incluida) acusan a partir de ahora desperfectos que sólo se advierten en países de desarrollo intermedio: el niño se comió la tortilla española dejando patata pegada a la tapicería. Hay yogur para alimentarse una semana. El viajero español fue maltratado por los transportes públicos muchos años y ahora se venga a su manera. En el W. C. los excrementos flotan como en una fosa aséptica reventada.

Los navajeros y los borrachos

Conviene estar atentos de Játiva a Albacete, dicen los que saben, "porque es la zona elegida por los navajeros". Cuando ven que el tren ronca y el padre ya no arrea tortazos al niño que no se está quieto, los bolsos desaparecen.

Al nuevo interventor (en cuya presencia se saldan las pocas literas libres) le persigue un beodo por los pasilos, cada vez más atestados de público. En el vagón 124 la gente se tumbó a dormir sobre el piso. Y dos simpáticas italianas, universitarias en Cerdeña, escapan de un compartimiento "porque nos quieren meter mano", dicen asustadas Giuseppina Amat, de 23 años, y su amiga Alessandra Frau, de 22. Añaden que en su país el ferrocarril "non traballano" de este modo (no se mueve así) y los abusos deshonestos son más difíciles.

Por fin, allá por Valdepeñas (5.50 horas) el borracho alcanza al interventor Ibáñez, quien sin perder su sangre fría intenta convencerle de que no le quite la gorra y la eche por la ventanilla, como era su intención. "Ná, hombre, ná, que tengo que tirarte la gorra, coñi, y así nos reimos un poco hasta llegar a Sebolla...".

Luego amanece y saltan cientos de conejos por los campos, y algún pastor lleva ganado a comer pastos que parecen piedras. Los travestidos forman tumulto allá por Vilches, escandalizando a unos campesinos que caminan entre olivos solemnes sin esperar encontrarse tan temprano los inflados pechos desnudos fuera de una ventanilla.

Al entrar en Córdoba hay un curioso cartel que dice: "Renfe, no". Son las nueve de la mañana. El tren ha despertado y los viajeros ponen cara de sueño y de fatiga. Sin decir palabra, en sus rostros se lee lo que deben de pensar todos ellos: la vida es dura e incómoda. La gente se revuelve, poco a poco, en sus asientos.

Por fin, él tren reduce la velocidad y se detiene en la vía cuatro de la estación de la Plaza de Armas, que es hermosa. Los viajeros echan bultos por la ventanilla y se abrazan en el andén. Más altos y descansados que el resto, los travestidos se abren paso a risotadas. Al fondo hay un aviso que dice: "Misión Trinitaria, Servicio de Orientación a la Joven". Con un descaro natural, y en voz muy alta, le dice el que se llama Agatha al otro, que se llama Sandra: "Oye, rica, vamos ahí a que nos den trabajo".

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