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Fractura e identidad

En estos días se cumplen diez años del golpe militar que estableció en Uruguay una de las dictaduras más implacables de América Latina. Durante ese lapso, la sociedad uruguaya, y en consecuencia también su cultura, han sido fracturadas por la represión y el autoritarismo, pero no hay que olvidar que el Uruguay bajo la dictadura y el Uruguay del exilio son, en definitiva, dos regiones de un solo y lacerado país.La destrucción gradual de la cultura no es por cierto una novedad. A tal punto tiene antecedentes en otros campos (digamos, en lo económico y en lo político), que en ellos ya se le ha puesto etiqueta: desestabilización. Llevada al plano de la cultura, la desestabilización va sembrando paulatinamente el miedo, la desconfianza, la autocensura. Pero desestabilización cultural es también dispersión, desperdigamiento.

Las grandes etapas culturales de un país son de nucleamiento y concentración. Una paz bien ganada es siempre la gran ocasión para el renacimiento artístico, que, por lo general, es consecuencia lógica de otras euforias y libertades. En cambio, una era como la que se inicia en Uruguay con el golpe militar de 1973, con sus aherrojamientos, sanciones, prohibiciones, hostigamientos, férreas censuras, producen, como es natural, un silencio ensordecedor y un éxodo masivo.

Es obvio que una cultura no es una mera suma de individualidades; es también un clima, una recíproca influencia, una polémica vitalidad, un diálogo constructivo, un pasado en discusión y análisis, y es también un paisaje compartido, un cielo familiar. Todo ello tiene lugar cuando la cultura nacional constituye un centro vital, irradiante, y los intelectuales forman parte de la realidad comunitaria. El exilio, en cambio, es casi siempre una frustración, aun en los casos en que la fraterna solidaridad mitiga la nostalgia y el desarraigo.

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Así también, generando dispersión, se desestabiliza una cultura. El desperdigamiento de los que emigran, agregado a la inevitable autocensura de los que quedan bajo la represión y sumado todo a la fatal incomunicación entre ambas zonas, rompe una continuidad que siempre es esencial al desarrollo y maduración de una cultura. Y no olvidemos que también hay artistas e intelectuales en prisión (como es el caso del dramaturgo Mauricio Rosencof y el narrador Hiber Conteris), o desaparecidos (como el ensayista y pedagogo Julio Castro), o asesinados (como el poeta y pintor Ibero Gutiérrez).

El proyecto de esa destrucción, eso que suele llamarse genocidio cultural, es, por cierto, una agresión al presente de un pueblo, pero es sobre todo una agresión al futuro de ese mismo pueblo. No creo que nada ni nadie pueda cumplir el macabro designio de exterminar una cultura. Puede, sí, devastarla, descalabrarla, vulnerarla, dejarla malherida, pero nunca destruirla. Ni siquiera la total destrucción de un pueblo (y de semejante hazaña muestra la historia más de un ejemplo) garantiza el acabamiento de su cultura. Aunque creada por el hombre, la cultura sobrevive al hombre y, en última instancia, vence a los asesinos del hombre.

En el caso concreto de Uruguay, la dictadura ha querido provocar una escisión total en la cultura. Afortunadamente, tanto los de dentro como los de fuera tenemos demasiadas cosas en común como para caer en la trampa. Unos y otros sabemos que la literatura y el arte de Uruguay, hoy tan duramente agredidos, se irán construyendo con el aporte conjunto de los que permanecen dentro del país y de los que han debido apelar al exilio. Ninguna de ambas versiones, considerada aisladamente, restituiría la verdad artística de este dramático lapso. La verdad será no sólo la suma, sino la interpenetración de ambas faenas. Sin embargo, todos debemos estar alerta. Por múltiples razones, la conjunción puede no ser fácil, y convendrá desde ahora aventar los malentendidos.

Como es obvio, hay diferencias sustanciales entre el artista que permanece en el país y allí trata de continuar su labor con dignidad (por supuesto, no me estoy refiriendo a los muy escasos que han colaborado y colaboran con la dictadura) y el artista que asume su trabajo creador en el exilio. Entre los que se han quedado abundan quienes, pese a todos los riesgos y dificultades, no han abdicado sus principios. El clima de restricción se refleja, como es lógico, en su obra. Por lo pronto, hay artistas y escritores que renuncian a hacer públicos sus trabajos. Otros, en cambio (fundamentalmente en el teatro y la canción), se esfuerzan en mantener de algún modo sus nexos con el público. Éstos enfrentan una grave dificultad: su labor tendrá que ser lo suficiente velada o anfibológica como para convencer, o al menos desorientar, a la censura; pero deberá, sin embargo, incluir en sus entrelíneas o en sus tropos suficientes contraseñas como para que el público sepa que sigue siendo leal a la conducta que en años libres reflejara su obra.

Este esfuerzo llega a veces a imprimir en un texto cierto sello

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muy particular. Es cierto que, por ejemplo, un escritor (o un autor de canciones) puede verse restringido en el ejercicio de su lenguaje, y que esa restricción (que a menudo también es crispación) puede quitarle brillo, prestancia, movilidad, vigor expresivo; pero no es menos cierto que la censura es un desafío al que el artista suele responder con imaginación, enriqueciendo sus insinuaciones clandestinas y perfeccionando el arte de la entrelínea. En el exilio, en cambio, el escritor recupera la plenitud de la palabra; puede hacerle decir a ésta lo que efectivamente quiere. Sus eventuales limitaciones sólo serán las de su talento (o la ausencia del mismo), el grado de su vocación, la constancia de su trabajo. Pero hay una limitación nueva: la falta de su ámbito natural. Para algunos artistas eso significa poco: su imaginación genera rápidamente compensaciones. Para otros, significa todo o casi todo.

De modo que, en cierto sentido, la ruptura ha conseguido un efecto. El que vive en el país posee el ámbito, pero carece de libertad. El que vive fuera tiene la libertad, pero carece del ámbito. Así pues, ningún escritor uruguayo, esté fuera o dentro del país, ha de producir en las mismas condiciones que antes del cuartelazo. Desde ya tenemos que ir preparando el ánimo para la eventualidad de un reencuentro. Los de dentro y los de fuera. El reencuentro llegará, de eso no hay duda. Y cuando llegue, todos nos sorprenderemos: los que regresemos, porque encontraremos un país distinto al que dejamos, un pueblo fiel a sí mismo, pero que quizá haya cambiado en su lenguaje, en sus lecciones aprendidas, en su modo de encarar el futuro. También se sorprenderán los que se quedaron, porque quizá no responderemos a sus inevitables esquemas sobre el exilio.

Habrá mucho que dialogar, que intercambiar. Y, sobre todo, habrá que comprender, habrá que tener la voluntad de comprender. Desde dentro o desde fuera, no prejuzgar, ni siquiera juzgar a primera vista. La historia de este decenio ha sido demasiado complicada como para que quepa en un esquema. Habrá que airear los recelos que casi involuntariamente se forman en una situación tan irregular. Habrá que aprender y enseñar en ambas direcciones. Pero en ese reencuentro, que ojalá no se demore, hay algo que los escritores y artistas exiliados debemos tener bien claro. Desde fuera podemos haber hecho lo posible para que la maniobra de la dictadura concluyera en fracaso, pero quienes tendrán verdaderamente la palabra serán los que allí pudieron permanecer, los que publicaron sus metáforas en el filo de la navaja o las escondieron como tesoros de pirata.

Con todos sus frenos y limitaciones, con todos sus azares y escollos, la labor cumplida en estos diez años dentro de Uruguay por los hombres y mujeres de la cultura quedará para la historia del país como una increíble y ganada batalla por la supervivencia de nuestra identidad.

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