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Valledupar, la parranda del siglo

Un día de 1963, durante el festival de cine de Cartagena, le pedí a Rafael Escalona que me reuniera a los mejores conjuntos de música vallenata para oír todo lo que se había compuesto en los siete años en que yo había estado fuera de Colombia. Escalona, que ya era compadre mío desde unos 12 años antes, me pidió que fuera el domingo siguiente a Aracataca, adonde él llevaría la flor y nata de los compositores e intérpretes de las hornadas más recientes. El acuerdo se llevó a cabo en presencia de la muy querida amiga y periodista sagaz Gloria Pachón ―que hoy es la esposa del senador Luis Carlos Galán― y ella publicó la noticia al día siguiente con un título que a todos nos tomó por sorpresa: “Gran festival vallenato el domingo en Aracataca”. Todos los fanáticos del vallenato de aquellos tiempos, que no éramos muchos, pero sí suficientes para llenar la plaza del pueblo, nos encontramos el domingo siguiente en Aracataca. El escritor Álvaro Cepeda Samudio llevó tres camiones de cerveza helada, y los repartió gratis entre la muchedumbre. Escalona llegó tarde, como de costumbre, pero también como de costumbre llegó bien, con nadie menos que con Colacho Mendoza, de quien nadie dudaba entonces que iba a ser lo que es hoy: uno de los maestros del acordeón de todos los tiempos. Mientras los esperábamos, el centro de la fiesta fue Armando Zabaleta, quien nos dejó admirados con el modo de cantar su canción más reciente y magnífica: La garra del águila. Era un buen comienzo, porque aquella canción era la crónica muy bien contada de la visita que Escalona había hecho poco antes al presidente Guillermo León Valencia en su palacio, y estaba, por consiguiente, en la línea del vallenato clásico que fue creado para contar cantando y no para bailar. Tanto es así, que en el festival de la semana pasada, alguien se disponía a bailar cuando Alejo Durán el Grande estaba en uno de sus grandes momentos, y se interrumpió para decir: “Si me bailas me voy”. Aquella pachanga de Aracataca no fue el primer festival de la música vallenata ―como ahora pretenden algunos― ni quienes la promovimos sin saber muy bien lo que hacíamos podemos considerarnos como sus fundadores. Pero tuvimos la buena suerte de que les inspirara a la gente de Valledupar la buena idea de crear los festivales de la leyenda vallenata. Así fue, y en 1967 se llevó a cabo el primero, con todas las de la ley, y en la ciudad de Valledupar, que es la sede natural por derecho propio. El primer rey elegido fue el rey de reyes, Alejo Durán, que de ese modo le dio al certamen su verdadero tamaño histórico. Aunque ya para esa época la música vallenata empezaba a treparse por la cortina de los Andes tratando de conquistar Bogotá, todavía no lograba conquistar el corazón de muchos fuera de su ámbito original. En Bogotá ―por los años cuarenta― se transmitía los domingos un programa de radio con música para bailar que se llamaba La hora costeña, y que muy pronto se convirtió en una parranda matinal para los estudiantes caribeños. Allí se tocaban el porro y la cumbia, el fandango y el mapalé, pero ni un solo vallenato. Y no sólo porque los costeños sabíamos que el vallenato no era para bailar sino para escuchar, sino porque nadie de allá arriba sabía de su existencia y de su pureza. En la costa caribe, en cambio, el programa de más prestigio en esa época era una hora de canto de un hombre de Ciénaga ―Guillermo Buitrago― a quien hay que reconocerle, entre otros muchos méritos, el de haber sido el primero que puso la música vallenata en el comercio. Ya Rafael Escalona, con poco más de 15 años, había hecho sus primeras canciones en el Liceo Celedón de Santa Marta, y ya se vislumbraba como uno de los herederos grandes de la tradición gloriosa de Francisco el Hombre, pero apenas si lo conocían sus compañeros de colegio. Además, los creadores e intérpretes vallenatos eran gente del campo, poetas primitivos que apenas si sabían leer y escribir, y que ignoraban por completo las leyes de la música. Tocaban de oídas el acordeón, que nadie sabía cuándo ni por dónde les había llegado, y las familias encopetadas de la región consideraban que los cantos vallenatos eran cosas de peones descalzos, y, si acaso, muy buenas para entretener borrachos, pero no para entrar con la pata en el suelo en las casas decentes. De modo que el joven Rafael Escalona, cuya familia era nada menos que parienta cercana del obispo Celedón, se escandalizó con la noticia de que el muchacho compusiera canciones de jornaleros. Fue tal el escándalo doméstico, que Escalona no se atrevió nunca a aprender a tocar el acordeón, y hasta el día de hoy compone sus canciones silbadas, y tiene que enseñárselas a algún acordeonista amigo para poder oírlas. Sin embargo, la irrupción de un bachiller en el vallenato tradicional le introdujo un ingrediente culto que ha sido decisivo en su evolución. Pero lo más grande de Escalona es haber medido con mano maestra la dosis exacta de ese ingrediente literario. Una gota de más, sin duda, habría terminado por adulterar y pervertir la música más espontánea y auténtica que se conserva en el país.

De modo que hay una prehistoria del vallenato que sus fanáticos de hoy ―que son muchos, aún más allá de nuestras fronteras― apenas si han oído nombrar. Es un mundo cerrado, con un olimpo propio, cuyos dioses viven ya respirando los aires enrarecidos de la leyenda. Francisco Moscote, a quien se recuerda con el buen nombre de Francisco el Hombre porque le ganó al diablo en un duelo de acordeón, está tan implantado en la mitología popular que ahora no se sabe a ciencia cierta si en realidad existió. Pacho Rada, otro de los primitivos grandes, tenía raíces tan bien sembradas en el corazón de su pueblo, que una noche le tomaron preso en la población de Plato, pero el inspector de policía cometió el error de dejarle el acordeón en la cárcel. Pacho Rada, tal vez de puro aburrido, se puso a tocar y a cantar, y el pueblo se despertó escandalizado de que estuviera preso un hombre investido de tanta gloria, y entonces invadieron la cárcel y lo sacaron a la calle. De estos dos precursores se habla como si hubieran muerto sin edad después de haber vivido durante siglos. Uno piensa que tal vez fuera cierto cuando ve a los que todavía quedan vivos, y cuya serenidad y cuya sabiduría hacen pensar que viven en un tiempo distinto del nuestro. Leandro Díaz es una especie de patriarca mítico. A pesar de que es ciego de nacimiento ha vivido desde muy joven de su buen oficio de carpintero, y nunca podré olvidar el día en que Rafael Escalona me llevó a conocerlo en su taller, porque estaba haciendo una mesa con las luces apagadas, y no se oía nada más que el rumor del serrucho y los golpes del martillo en las tinieblas. Más aún: durante la guerra mundial, cuando no fue posible importar más acordeones de Alemania, la tradición no sufrió ni una grieta, porque el ciego Leandro Díaz reparaba los acordeones más antiguos hasta dejarlos como nuevos. La semana pasada, cuando lo oí cantar otra vez después de casi 20 años, y me envolvió con la belleza de La diosa coronada ―que no sólo es su canción más hermosa sino una nota muy alta de nuestra poesía―, tuve la sensación de haber entrado por primera vez en el ámbito prohibido de la leyenda. Sin embargo, a su lado no era menos mítico Emiliano Zuleta cantando, con su voz estragada por los años y el alcohol de caña, los versos magistrales de La gota fría, que para mi gusto es una canción perfecta, y por tanto, un punto de referencia que no pueden perder de vista los creadores de hoy. La lista no se acaba fácil: Chico Bolaño, Toño Salas, Lorenzo Morales y tantos otros. Sin embargo, lo más alentador es que el manantial no se seca: Julito Roas, el rey elegido este año, no llega todavía a los 30 años.

Fue dentro de ese ámbito místico donde transcurrió el XVI Festival de la Leyenda Vallenata, y fue por eso y por nada más por lo que tuvo la autenticidad y la resonancia que había empezado a perder en años anteriores. Un equipo de la televisión holandesa que registró cada minuto de aquella parranda sin una sola tregua se llevó una impresión de la cual no alcanzarán a reponerse en mucho tiempo. No podían entender que existiera en este mundo de horrores un lugar como aquél, donde las casas no se cerraban nunca, y todo el que quería entraba a comer donde quisiera a cualquier hora del día y de la noche en que tuviera hambre y siempre encontraba una mesa servida, y todo el que tuviera sueño entraba a dormir a cualquier hora donde quisiera y siempre encontraba una hamaca colgada. Y todo eso sin un instante ni un resquicio de silencio: el espacio total estaba saturado de música.

Convencido de que aquel no era un fenómeno local sino una condición propia del país, uno de los técnicos holandeses que se dejaron arrastrar por aquel torbellino anotó en su diario: “Todos los colombianos están locos”. Lo cual será, por fortuna, una nota de alivio para la mala imagen que tan bien ganada tenemos por estos días en la Prensa extranjera. En síntesis: el XVI Festival de la Leyenda Vallenata ha sido una prueba más ―y de las mejores― de que la cultura popular no es tan aburrida, no huele tan mal como lo creen y lo sienten los intelectuales puros. Mal de muchos, consuelo de corronchos.

© 1983. Gabriel García Márquez - ACI

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