Un nuevo Che para "Evita" de gavilán a paloma
En el madrileño teatro Monumental, en la noche del pasado viernes, la ópera-rock de Tim Rice y Andrew Lloyd Wabber, Evita, el personaje del Che, hasta ahora asumido por Patxi Andión, tuvo nuevo intérprete: Pablo Abraira. La representación, aunque animada por los cambios que Jaime Azpilicueta sigue deslizando en el montaje y por la destreza asombrosa con la que Paloma San Basilio se ha adueñado de la protagonista, era el inevitable campo de batalla para dar rienda suelta a las comparaciones más odiosas. Y Pablo Abraira, tan transparente en sus titubeos iniciales, fue la víctima del ritual farandulero, el centro de atención devoradora, el gallo desplumado para la causa.Bajo esa atmósfera fatal, omitir lo comparativo equivaldría a una estafa. Patxi Andión abordaba la figura del Che con acidez, distanciamiento frente a la farsa, férrea fluidez de movimiento incluso a costa de lo cantable, incredulidad creíble y sarcasmo. Pablo Abraira segrega una ironía jipiosilla, pica en el melodrama, se mueve con angelical dificultad en el escenario -tal vez para provecho de la absoluta corrección en la manera de cantar-, entra en sus ensueño con sensibilidad naïf y deja en libertad una ternura entre conmovedora y empalagosa.
El gavilán, pues, se ha convertido en paloma. Ello no es forzosamente nocivo, siempre que Pablo Abraira, convincente de voz, se olvide de los nervios del estreno y empiece a volar con propiedad. Lo que no puede es hacer del guerrillero argentino un alma bendita, durante largo rato casi impalpable e invisible. Al aparecer en escena al lado del abanico prostibulario del que Evita despide a Magaldi con andares de pantera rosa. 0 dejar que se esfume todo parecido con el Che en cuanto los gorilas le revuelven el pelo. O ir incluso de Magaldi mientras la heroína se acicalajunto al tocador.
Otros problemas tiene la interpretación de Abraira. Se confunde a menudo el matíz con lo gesticulero y la sensibilidad con lo blandengue. Asimismo, se tiene la impresión de que Abraira compone sus intervenciones como frangmentos de cantautor, como actos aislados que carecen de cohesión dentro de la órbita general de la trama musical. Todo eso contribuye a eclipsar un trabajo digno de base, establecido a partir de un deseo legítimo de diferencia. Y, lo que es mas grave, se presta a juielos abusivos semejantes al escuchado en boca de un espectador anónimo: "La gorra le queda demasiado grande". Hubo aún mayores crueldades: "Es el Che soñado por María Ostíz".
En cualquier caso, Abraira se ganó a pulso la confianza en la evolución de su papel. Quienes temían que la catástrofe de Lovy tuviese un eco invernal en Evita pueden ya dormir tranquilos. El espectáculo, si aceptamos el código del género en el que se inserta, mantiene la perfección del comienzo, con juegos adicionales y sin desgaste alguno. Ahora sólo falta que el nuevo Che elimine sus tics más cándidos: el parpadeo, las puntillas, la sosería bonachona de darle algo de caña a la solemnidad del invento.
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