Al este de Caracas
A fuer de sinceridad, los grupos literarios, las llamadas generaciones, las capillas intelectuales son un genuino producto de la amistad. En torno a esa inicial mesa redonda, y bajo la supuesta igualdad de oportunidades, comienza un rito de formación que más tarde o más temprano se fractura -con o sin violencia- en beneficio de las individualidades.Cada vez menos, los escritores, los intelectuales se unen en una empresa común. En nuestro mundo estamos cogidos exactamente en el cruce más importante de la ciudad mexicana de Tijuana, que marca nuestra constante tendencia a la trifulca y al reino taifeño. Estamos entre Emiliano Zapata y Revolución. Por eso mismo, es tanto más sorprendente ver que en Caracas, una megalópolis cuyas dimensiones de locura sobrepasan toda sensibilidad, se haya fabricado en la zona de Sabana Grande un anárquico grupo literario y artístico, que responde al título de República del Este. En el principio fue el verbo de la amistad, los palos, los tragos bravos, la vaina, la mamadera de gallo, la broma y la madurez de gozar de la vida. Pero bajo esa aparente transparencia flota un caldo crítico que hierve frente al inmenso tedio del dinero. No sólo vienen (y van) desde la noche hasta el día sus militantes sin cédula. Vienen también de la frustrada realidad, que ha llegado a hacer de ellos -los republicanos del Este- una generación postergada.
Nacida de esa heterodoxa conciencia crítica, notablemente umbilicada al alcohol, la República del Este bascula sus cotidianas reuniones en el llamado triángulo de las Bermudas, mortal geometría que configuran en Sabana Grande los restaurantes con barra Camilo's, Franco's y Al Vecchio Mulino.
La llamada área mágica del Este (García Morales, David Alizo, González León y otros) convenció a un potentado republicano del Este para que financiera un proyecto necesario: la publicación de una revista crítica mensual. Elías Vallés, aburrido de su profesión (es propietario de una amplia cadena de funerarias en todo el país) se sintió resucitar cuando vio en la calle el primer número impreso de la República del Este, financiado con los cientos de muertos que a diario enlata lujosamente su industria. La República tiene su padre de la patria -el poeta Caupolicán Ovalles-, su presidente, a cada momento destituido por incruentos golpes de estado alcohólicos, su Consejo de Estado, sus reglas sin reglamento y sus ciudadanos distinguidos, que mantienen muy en alto la formidable frase de Simón Rodríguez, dirigida a todos quienes guardan en su función intelectual el alimento crítico: «Unos hombres, que se dicen -o que son, en efecto- republicanos, deben afectar, si en efecto no las tienen, las virtudes republicanas, y la más recomendable entre ellas es resistir a la pasión de dominar». Voilà.
En los dominios del Este republicano jamás se pone el sol para sus miembros. Las noches son interminables; las tardes, regadas de alcohol y vocerío dialéctico; los días, abiertas sus venas a la crítica acerada. El ciudadano común, dentro del que se esconde en Caracas -como en todos lados- el germen de la ambición y la histeria, asiste impertérrito a la ascensión irresistible de esa loca república de intelectuales, a la que Platón, sin duda, volvería a anatematizar en los infiernos. Los académicos, los profesores, cuyo oropel de títulos inútiles suele ser tan interminable y para nada, desprecian ciertamente con envidia («Abandonad toda esperanza ... ») el quehacer desenvuelto y ocioso de los republicanos del Este, y observan con desconfianza que Manuel Alfredo Rodríguez, Salvador Garmendia, el pintor Carlos Contramaestre, el también pintor Hugo Baptista, el poeta y diplomático Vicente Gerbasi o el propio Adriano González León son ciudadanos de pleno derecho de esta República respondona y poseen todos ellos carta de naturaleza y patente de corso en los decretos que nacen en el triángulo de las Bermudas de Sabana Grande.
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