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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las autonomías, de nuevo

LAS ENTREVISTAS de Carlos Garaikoetxea, presidente del Gobierno vasco, y de Jordi Pujol, presidente de la Generalidad de Cataluña, con Leopoldo Calvo Sotelo, que les ha informado de sus planes para reconducir la estrategia autonómica, han concluido con caras largas, frases reticentes y gestos desanimados de los visitantes de la Moncloa. Aunque esos síntomas no suministran todavía base para un diagnóstico concluyente, no deja de producir inquietud el pesimismo mostrado por los representantes de las únicas instituciones de autogobierno que, hoy por hoy, funcionan en España al amparo de la Constitución y de unos Estatutos aprobados por las Cortes y refrendados en las urnas.Si se nos permite una observación primera sobre el nuevo proceso de concertación abierto por las fuerzas políticas mayoritarias en torno al Estado de las autonomías, digamos que nos parece buena la intención, pero que la intención sola no basta. Hay sin duda algo que no funciona en la construcción del actual Estado democrático en sus aspectos autonómicos. Y ese algo parece estar marcado por un incomprensible afán de desconocimiento político de la realidad española y del problema autonómico en su concreción. Por eso, la llamada a los técnicos en Derecho público para que colaboren en las tareas de la resolución del caso nos parece también inserta en el mundo etéreo de las intenciones. Los expertos podrán resolver las pegas técnicas y los perfiles jurídicos del modelo de Estado que se quiera construir, pero no pueden -ni de seguro quieren- suplantar la voluntad política necesaria en la opción de ese modelo. En una palabra, los expertos no van a resolver nada que no quiera ser resuelto de antemano mediante una definición valerosa y clara de la clase política.

A la muerte de Franco, la reivindicación de las instituciones de autogobierno era, en Cataluña y en el País Vasco, un movimiento popular unido al resto de las exigencias democráticas y que se fundamentaba en parte en la devolución de unos estatutos aprobados por las Cortes republicanas. Aunque con orígenes y justificaciones históricas diferentes, que se remontan en el caso de Cataluña al conde-duque de Olivares y a la guerra de sucesión de comienzos del XVIII y en el País Vasco a las guerras carlistas, catalanes y vascos presentaban además como hecho diferencial un idioma propio, la voluntad de desarrollar una cultura a través de esa lengua y la existencia dentro de su cuerpo social de ideologías, sentimientos y poderes independentistas minoritarios, pero influyentes. El régimen de las autonomías había sido ideado, durante la II República, como una fórmula para garantizar la unidad nacional y, al tiempo, crear el ámbito para unas instituciones de autogobierno, delimitadas por un estatuto aprobado por las Cortes que reconociera ese hecho diferencial en sus niveles políticos, administrativos y culturales. Las peculiaridades idiomáticas y culturales, vinculadas a la singularidad del desarrollo histórico, unieron a Galicia con Cataluña y el País Vasco en esa especial categoría.

El proceso de unificación de España habría podido, en teoría, revestir otras características y asumir, por ejemplo, una forma federal respetuosa con las características de los viejos reinos. Pero resulta inútil lanzarse en política a ensoñaciones sobre «lo que hubiera podido ocurrir». La realidad de finales del siglo XX es que España constituye una comunidad política cuya eventual vertebración federal parece condenada al fracaso -al menos si se está hablando de nada menos que de diecisiete Estados federales, coincidentes con las actuales expectativas preautonómicas-, pero que, a la vez, necesita dar una salida institucional a las cuestiones catalana y vasca, respetar lo acordado en Galicia y Andalucía y prever con acierto el futuro de las islas Canarias.

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La distinción entre nacionalidades y regiones del artículo 2 de la Constitución apunta, creemos, a ese problema. Esa dualidad no guarda relación con desigualdades económicas y sociales o con privilegios, sino con un hecho histórico, político y cultural que está ahí y que reviste caracteres de presión popular y económica en el caso catalán, y enlaza con el terrorismo en Euskadi. Por lo mismo también, desde el 25 de octubre de 1979, los estatutos de Sau y de Guernica, aprobados por referéndum popular después de haberlo sido por el Parlamento, pertenecen, con rango superior al de una ley orgánica, al ordenamiento constitucional. Mezclar las cuestiones referentes a la racionalización de las autonomías y la descentralización del aparato estatal con los problemas políticos inherentes a los casos catalán y vasco, y, por derivación el gallego, puede llevar a confundir las cosas, envenenar los conflictos y aplazar, pudriéndolas, las soluciones.

Los planes del Gobierno, filtrados confusamente y que en cierta, medida merecerían la aprobación de los socialistas, se mueven sin embargo en un confin de contradicciones, en el que se quiere incluir a un tiempo el reparto autonómico igualitario -mediante la creación de una especie de Estado federal-, y contrarrestar las fuerzas centrífugas de desunión del país que eso conllevaría a través de severas correcciones a la ley Electoral y la de Régimen Local. En una palabra, es como si se quisiera potenciar por una parte -al menos verbalmente- las autonomías, dando una estructura sernifederal al Estado alentando inevitablemente los sentimientos populares de este género y las avideces políticas en su torno; y por la otra. descorazonar esos sentimientos -¿no acabarán irritándolos?- mediante la implantación de topes electorales que expulsen de las Cortes a los partidos no centralistas -o limiten notablemente su presencia- y mediante la atribución de mayores poderes -no acordados con los .Gobierno autonómicos- a alcaldías y diputaciones. Un plan ingenioso destinado a evitar la reforma del título VIII de la Constitución y a resolver las demandas descentralizadoras de algunal regiones, pero que amenaza con enconar aún más los problemas vascos y catalanes.

Los hechos, sin embargo, son testarudos: Cataluña y el País Vasco comenzaron, con las elecciones de marzo de 1980, el rodaje de su autonomía. Galicia ha votado ya, aunque, minoritariamente, su Estatuto. Andalucía ha entrado en la vía del artículo 151, con independencia de que la cuestión autonómica haya sido manipulada por unos y por otros para diferentes propósitos. Aunque el azuzamiento de los agravios, comparativos, la falsa equíparación entre autogobierno y desarrollo económico, la utilización por Manuel Clavero de su cargo ministerial para promover sus propias opciones políticas, el manejo del PSA por UCD para frenar al PSOE, el oportunismo electoralista de los socialistas y la arrogancia del Gobierno en vísperas del 28 de febrero hayan desfigurado la naturaleza de la autonomía andaluza hasta hacerla irreconocible, lo cierto es que ese paso tampoco puede ser desconocido, y alguna respuesta, antes política que técnica, necesita. Sobre todo después de la peregrina ley aprobada en otoño para hacer una lectura retrospectiva del referéndum de febrero.

Este es el panorama que los concertados de la Moncloa necesariamente tienen que contemplar. Las sospechas de que su propósito sea anegar los territorios acogidos a la vía del artículo 151 mediante una proliferación de Parlamentos regionales y de lendakaris, y honorables uniprovinciales no carecen, desgraciadamente, de base. Pero parece una obviedad decir que no puede haber un régimen democrático en España sin una respuesta también de mocrática al contencioso vasco y catalán y sin un desagravio honesto a las demagogias y los engaños vertidos sobre el pueblo andaluz y otras comunidades y regiones que creían ver en la autonomía lo que no era. Y que no es posible confundir los problemas que plantean Euskadi y Cataluña con los deseos de descentralización ni con la contemplación del subdesarrollo y la pobreza a la que han sido sometidas desde el poder central no pocas regiones españolas.

Cataluña y el País Vasco son el problema político esencial -y no el de otras nacionalidades- que el poder tiene planteado. Y o resuelve este (cuando en realidad hace unos meses que parecía estar en camino de hacerlo) o no habrá resuelto verdaderamente nada.

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