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Las cochinadas de Rubinstein

En mis frecuentes trabajos sobre «Diarios» y «Memorias» he tenido gustosa necesidad de referirme a la contribución de los músicos dentro de ese género literario; expresión, a la vez, de la intimidad y de lo más significativo del mundo en torno. Al no estar traducidas las espléndidas Memorias de Bruno Walter, y al estar agotada -que yo sepa- la edición en francés, el lector español, el mahleriano sobre todo, queda muy manco no sólo de noticias, sino de la resonancia musical en toda una época de la literatura alemana, que va de Mann a Hesse pasando por Werfel. Tampoco están traducidos los muy significativos recuerdos del pianista Kempf. Recientes y bellísimas son las de Yehudi Menuhin, cuyo parentesco con las göethienas de Walter reside en un postulado de humanismo, religioso en el fondo, salvador, para ellos, de las pestes y podredumbre que suele traer el divismo. Son los citados, sí, grandes intérpretes; pero no menos grandes señores, y, por eso, aunque sepamos o adivinemos una tensa vida amorosa o rincones más o menos complicados, la distinción del señorío les prohíbe cualquier mota de exhibicionismo. De los intérpretes vivos, Rubinstein es, sin duda alguna, el más popular. Con más de noventa años -alejado de los conciertos más por la ceguera que por los años- dicta sus memorias,- ya van por el segundo volumen, gordísimo también, y publicar eso y así es no renunciar al protagonismo. No está mal que un nonagenario conserve tan fresca la memoria; no es raro sino frecuente, que la típica hipersexualidad del artista prolongue su aventura más allá de la llamada edad bíblica. Lo que está mal, requetemal, es ejercer el exhibicionismo a través de la feliz memoria. Tres cuartas partes o más del libro de Rubinstein van dedicadas a contar las aventuras de su proclamada insaciabilidad. Lo escandaloso es la frecuencia de nombres propios, de familias puestas en la piqueta; pero es que sin esos nombres, casi siempre ilustres, no habría exhibicionismo. Lo más original y hermoso en el Rubinstein pianista era su vitalidad: esa vitalidad es ahora sólo imaginativa, pero bien verde. Da asco leer que, el muy cochino, hizo casi de mamporrero para sacar a Strawinsky de una impotencia pasajera. ¿Hay derecho? No se lee con demasiada alegría su pasión por España, porque también camina por allí el exhibicionismo. Las páginas dedicadas a la feria de Sevilla y al viaje hasta allí pueden figurar en una antología de la España, a la que se quiere sólo en su superficie. Duelen los nombres que cita: queda solitario, gran señor, atento pero muy distante, el duque de Alba. Surge, sin embargo, una sospecha: atestiguar con muertos es símbolo tramposo de pequeñez humana, y con el peligro de no ser creído. Sí, sí; ese Rubinstein bajo, claramente feo, de pretendida y pretenciosa elegancia, oculta en su exhibicionismo Dios sabe cuántas frustraciones y ambigüedades.Lo más noble de este tomazo que llega hasta los años treinta es, musicalmente, la confesión de sus defectos, de sus envidias y de sus victorias. Rubinstein confiesa su falta de escrúpulos: con su vitalidad, con su memoria, con su temperamento, se dispensa de la pulcritud técnica y allá van las notas falsas como grandes mentiras. Lo malo es que las trampas van unidas al éxito: así ocurre en Albéniz, y así, ¡ay!, en esa Danza del fuego, de Falla, triste modelo de traidor exhibicionismo. Se cuida muy mucho de no grabar la suite de Petrouska, que para él arregla Strawinsky, y, lo más triste: no entiende y deja caer la Fantasía bética, escrita para él por Falla. De repente, coincidiendo con el comienzo de la gran técnica para el disco, aparece el infalible Horowitz, y, de repente también -Rubinstein lo dice-, nuestro Iturbi, que demuestra cómo se deben y se pueden tocar todas las notas de la Iberia, de Albéniz. Hay ante ellos, ante Gieseking, envidia clara pero también una sincera confesión de su falta y un propósito de la enmienda: es lo más noble del libro, insisto. No sin cierta melancolía se duele, y con razón, de que no se comprenda su indiscutible originalidad: el Chopin vital, heroico, viril y justo, grande, el más grande hoy mismo y basta recordar lo que es el tiempo lento del segundo concierto. Ese Chopin es inseparable de otra faceta muy positiva, muy bien vista y alabada por Arbós: su pasión desde joven por el piano de Brahms. Quisiéramos obligarle a escribir más y más sobre todo eso que siempre sería útil y hasta ejemplar para los pianistas jóvenes. A lo mejor lo está dictando ahora, pues la época que abarca el final de este tomo es víspera de una gran crisis en todos los sentidos. En realidad, los divos al estilo de Horowitz o de Iturbi le estorban menos que el otro tipo de artista que encarnan Backhaus, Gieseking o el mismo Kenipf: al lado de ellos, Rubinstein es, claro, un grandísimo pianista, enormemente superior en su Chopin; pero no puede ser lo que resulta incompatible con sus corbatas, su flamenco, sus retratos de torero, su gusto por los burdeles: «un gran señor en el piano».

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