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Tribuna
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La manipulación del pesimismo

Hay una notable diferencia entre los análisis de los observadores extranjeros sobre este país y los que hacen los propios españoles. Quizá desde el interior de los problemas ocurre, como casi siempre, que los árboles no le dejan ver el bosque. El último en constatar este fenómeno ha sido Gabriel García Márquez: «Yo no sé si ustedes, desde dentro, han percibido el gran cambio que ha habido en España desde la muerte de Franco... Yo creo que ustedes son injustos pensando que las cosas van mal.»La situación psicológica del país tiene, sin duda, algo de pantanoso. ¿Cómo negar que el pesimismo ha hecho mella en cada ciudadano, en cada colectividad, en zonas de la oposición y, a veces, incluso en el propio Gobierno? Esta gran oleada de pesimismo que nos invade es, a mi juicio, una trampa grande y peligrosa. Es algo así como una claustrofobia: cuanto más pensamos que nos aprisionan cuatro paredes sin salida, Más nos falta el aire. Es la vieja tentación del hechizo colectivo.

Una cosa es el pesimismo como postura intelectual, como óptica de lucidez, incluso como visión histórica, y otra muy distinta el profundo pesimismo cotidiano generado por el miedo y la desilusión, que va estrechando su cerco en torno a una sociedad sugestionable hasta convencerla de que no hay salida. España corre el riesgo de caer en una depresión psíquica colectiva que podría desembocar en fórmulas alarmantes.

Siempre podrá argüirse que la situación es suficientemente negativa como para justificar cualquier pesimismo. El largo rosario de problemas nacionales y ela crucis interminable de acontecimientos luctuosos avalarían cualquier caída en el abatimiento. Y, sin embargo, la lógica dice todo lo contrario: nada justifica el pesimismo radical de toda una colectividad. Si la dictadura no fue capaz de hundir en el pesimismo a esta sociedad, parece absurdo pensar que pueda hacerlo la democracia, salvo que seamos unos masoquistas de tomo y lomo, si bien en ocasiones uno estaría tentado de pensar que gozamos con el sufrimiento.

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¿Estaremos, por desventura, atravesando una etapa de masoquismo procreador, de pesimismo exacerbado? En otras circunstancias he recordado el análisis de Nietzsche con respecto al mundo clásico. Decía el filósofo que en los períodos más difíciles, crueles y dictatoriales el alma del griego era optimista, mientras que en las etapas normalizadas y democráticas se apoderaba de él un talante escéptico, pesimista e incluso trágico. Nietzsche lo resumía en esta pregunta: «¿Fue Epicuro un optimista, precisamente en cuanto hombre que sufría?»

Avanzar por este camino podría llevarnos a cenagosas cavilaciones, cuando lo que aquí trato de decir es muy simple: por muy mal que vayan las cosas, nada justifica el tipo de pesimismo que se registra en España actualmente. Aparte de que habría mucho que discutir sobre el grado de perversión de la situación. En un contexto de crisis internacional, España intenta capear el temporal y, al mismo tiempo, atiende a la ingente tarea de construir el edificio democrático. Que los elementos no nos estén siendo favorables significa solamente que las dificultades se han multiplicado.

A los profesionales del pesimismo, a los que con él se regodean, a los que de él se sirven y a los que lo fomentan yo les recordaría varias evidencias:

1. No es culpa de nadie si pensaron que la muerte de Franco supondría la purificación nacional, la levitación, la entrada automática en el paraíso.

2. Convendría no olvidar que el franquismo ha dejado, como herencia, un país con mucho veneno dentro.

3. Que el haber superado el tránsito sin cataclismos violentos es algo que debe valorarse en su justa y trascendental dimensión.

4. Que, como dice certeramente García Márquez, «esto es un régimen capitalista y ustedes no pueden aspirar a tener capitalismo sin delincuencia, capitalismo sin injusticia social».

Sin negar un cierto deterioro de la situación -nadie está aquí predicando el optimismo indiscriminado-, lo que ocurre es que vamos cayendo en el gran cepo. Existen en este país una serie de fuerzas martipuladoras del pesimismo en su propio provecho. En una coyuntura delicada es fácil mover determinados hilos para contaminar una atmósfera que respiramos todos. Esos ocultos -y no tan ocultos- promotores están actuando con habilidad, y frente a ellos la sociedad española demuestra candidez.

En esto del pesimismo también hay que preguntarse a quién favorece. Y así podríamos comprobar, una vez más, cómo metafóricamente los extremos se tocan por delante de nuestras narices y a costa de nuestra estabilidad. Es un hecho: están manipulando el pesimismo, están inoculando un virus de desesperanza que se extiende como una tela de arana y, si no abrimos los ojos, despertaremos un día inexorablemente prendidos en ella. La actitud deliberada, cínica, brutal y contumaz de determinadas personas, grupos políticos, comandos y publicaciones se mueve en esa dirección sutil: de un país hundido en el pesimismo se puede esperar cualquier cosa.

No se trata de esconder la cabeza debajo del alero, pero tampoco de dejarse abatir por los embaucadores catastrofistas, que oscilan entre la nostalgia de la opresión y la estrategia de la tierra quemada. Por supuesto, no estoy haciendo una defensa a ultranza del Gobierno actual. Lo que pienso es que, vistas las cosas con cierta perspectiva histórica, los tres últimos años en este país presentan un saldo favorable, que adquiere mayor significación si se tienen en cuenta los obstáculos que barrenaban el camino. Ciertamente, a partir de ahorajos síntomas son sospechosos. La clase dominante y el Gobierno que la representa tenían bien claros los pasos que habían de dar para cubrir el período constituyente que nos acercara a las democracias occidentales. Pero esa misma clase y su Gobierno no están ya dispuestos a llenar la etapa siguiente, que es la transformación de esta sociedad desde el punto de vista socioeconómico y cultural.

Ser conscientes de esto no supone propiciar ningún pesimismo nihilista y catatónico, sino todo lo contrario. Y en cualquier caso vale la pena desenmascarar a los manipuladores del pesimismo, que a diestro y siniestro, entre profecías catastrofistas, bombas y proclamas semibélicas, parecen dispuestos a conseguir su meta de desmoralización generalizada.

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