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Recuperación del escritor socialista vasco Tomás Meabe

Un retrato suyo ha sido instalado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao

Hay que comenzar por reconocer, sin embargo, que Tomás Meabe se ganó a pulso su lugar en las tinieblas exteriores: traicionó su fe, haciéndose un anticlerical militante; traicionó a su clase, abrazando la causa del socialismo; y traicionó sus primeras convicciones nacionalistas, para convertirse en uno de los más agudos críticos de la ideología en que, casi desde niño, le había iniciado el propio Sabino Arana.

Discípulo de Sabino Arana

Tomás Meabe, cuarto hijo de un antiguo marino convertido en próspero hombre de negocios, nació en el seno de una familia altamente representativa del medio en que -en contra del tenaz mito ruralista de la historiografía nacionalista- iba a desarrollarse el primer núcleo aranista: un medio urbano, de clase media alta, con cierta instrucción y profundamente clerical. El padre de Tomás, Santiago, figuró entre los primeros adeptos de Sabino Arana, y ya en 1899 fue uno de los cinco concejales nacionalistas del Ayuntamiento de Bilbao. Sus hijos varones, José, Santiago y Tomás, formaron parte, casi desde la niñez, del círculo de íntimos de los hermanos Luis y Sabino de Arana. Este último, al comprobar la inteligencia del joven Meabe, le encargó estudiar en profundidad las doctrinas socialistas, para mejor refutarlas. Tomás, junto con su amigo Pepe Madinabeitia, se lanzó con entusiasmo a la tarea. Ya en el instituto, según recuerda Luis Araquistain, el grupo de íntimos, entre los que también figuraban los hermanos Ramiro y Gustavo de Maeztu, «burlaban la vigilancia del profesor de Geometría para leer voluminosos tomos literarios».Madinabeitia le puso en contacto con la novela realista francesa y rusa. Hacia fin de siglo leyó El manifiesto comunista, que le impresionó profundamente. Estas malas lecturas -como sentenciaría poco después Sabino Arana- arruinaron su fe nacionalista, de la que acabó renegando en 1902, por considerarla incompatible con la defensa de las clases trabajadoras. Cuando la noticia llegó al fundador del PNV, éste exclamó ante varios amigos: «Por que no fuera verdad, me dejaría cortar las dos piernas.»

Indalecio Prieto ha contado cómo se produjo la adscripción de Meabe al Partido Socialista. Con motivo de la victoria de los socialdemócratas en las elecciones alemanas, se celebraba una cena en los jardines del restaurante Chinostra. Prieto descubrió en un rincón del local a José Madinabeitia y Tomás Meabe, y al día siguiente publicó un suelto en El Liberal saludando la presencia de ambos en un acto socialista. El revuelo que se organizó en los círculos nacionalistas, y la intransigencia que en ellos descubrió Tomás a raíz de esta noticia, precipitó las cosas, pidiendo poco después oficialmente la entrada en el partido.

Aunque ya en marzo de ese año Tomás polemizó agriamente con Sabino, cuando éste fue detenido le visitó en la cárcel y le regaló varios libros socialistas, entre ellos el tomo primero de El capital. Arana devolvió inmediatamente este libro a Meabe. Pese a las polémicas, este último conservó siempre un gran cariño por el que fuera su primer maestro político, y dejó escrita su opinión de que, «de haber vivido más años, Sabino Arana hubiera evolucionado y quizá hoy sería un sincero socialista».

De hecho, eso pasó con su propio hermano, Santiago Meabe, director del periódico nacionalista La Patria en la época en que Tomás dirigía La Lucha de Clases. Las polémicas entre ambos periódicos y ambos hermanos fueron continuas, siguiéndolas incluso en la cárcel de Larrinaga, donde, por sus artículos contra el Gobierno de Madrid, ambos coincidieron en más de una ocasión.

Meabe fue lo más opuesto a un doctrinario: «El socialismo es simplemente una vida dignamente humana», había escrito en 1903. Las amarguras de su vida -minada desde muy pronto por la tuberculosis- no le hicieron perder nunca su esperanza en los demás ni su fe en la palabra humana. Pese a que el tono apasionado que imprimía a sus escritos le valieron el recelo, primero, y el desprecio, después, de su medio, nunca renunció a intentar persuadir de sus ideas a cuantos le rodeaban. Lo mismo que interpelaba a Dios, tomaba en serio a todos sus contradictorios y les exigía argumentos, nuevos argumentos, para que, si podían, le convencieran, como él intentaba convencerles a ellos. En septiembre de 1902 se dirigió a los nacionalistas exigiéndoles ser más consecuentes con sus planteamientos: «Si aceptáis el capital, habréis dado muerte a la patria. ¿Os atrevéis a fundarla sin capital? Hacedlo y entonces hablaremos.»

Meabe no combatía el aranismo por ninguna reacción antivasca, sino por lo que «toda la patriotería andante -vasquismo, catalanismo, españolismo- tiene de irracionalismo», escribía en abril de 1903. Es el desprecio a los obreros inmigrantes que adivinaba tras el nacionalismo clerical de Sabino, y no su amor a Euskadi, lo que provocó la indignación del antiguo discípulo del fundador. Esta es quizá la razón de que, recientemente -y sin duda exageradamente-, se haya querido ver en Meabe un precursor del moderno «nacionalismo revolucionario». En el número 53 de Zutik, órgano de ETA, correspondiente a septiembre de 1971, se citó a Tomás Meabe como «representante, junto con el pintor Aurelio Arteta, de un incipiente patriotismo socialista».

Meabe siempre escribió deprisa, sin otra preocupación que la de hacerse entender con claridad. Pero esa misma característica es la que, como en Baroja («mi estilo consiste en hacerme entender lo más rápidamente posible»), define un poderoso y muy personal estilo literario. Para el poeta bilbaíno Gregorio Sanjuan, «se trata quizá del escritor mejor dotado de cuantos ha dado Vizcaya». Prieto pensaba de él que, «de no haberle consumido en plena juventud la tuberculosis, hubiera superado a Unamuno y Baroja».

Decir la verdad

Pero la grandeza de Meabe está en la relación profunda entre lo que dice y lo que hace. Pocas veces vida y obra de un autor han formado un todo tan homogéneo. «En este momento en que tanto me hablan ustedes de mi porvenir», había escrito a sus padres cuando acababa apenas de salir de la adolescencia, «no hay para mí deber más grande que el de ser sincero, y siempre diré, padre mío, la verdad en la cual creo. No veo mejor porvenir que este. Si la verdad y el esfuerzo que hago por ella no me aprovecha a mí, a alguien le aprovechará algún día, tal vez a un hijo mío, tal vez a un hijo de algún enemigo mío, de los que me persiguen y encarcelan.»El decir lo que pensaba y ser fiel a lo que decía le valió la cárcel, el exilio, el aislamiento de los suyos -lo que afectó profundamente a su sensibilidad-, la miseria y, finalmente, la tuberculosis y la muerte.

Al año de ingresar en las filas socialistas sufrió su primer destierro, en Londres. Un año después, de nuevo emprendió la ruta del exilio, instalándose en París, donde subsistió penosamente a base de traducciones de Platón, Petronio y otros clásicos. El 13 de abril de 1908, de nuevo en el exilio, murió su padre. Al recibir la noticia, remitió al ministro de Justicia, marqués de Figueroa, un telegrama con el siguiente texto: «Voy a cerrar los ojos de mi padre, que acaba de morir. Después de que haya cumplido ese deber, puede usted ordenar mi detención.» Tras cumplir lo que consideraba su deber de hijo, Meabe embarcó clandestinamente en el Kattalin, que le devolvió, tres días después de su llegada a Bilbao, a su destierro de Hendaya.

Para entonces, junto a los cientos de artículos polémicos en la prensa socialista de Bilbao, Eibar y Madrid, había escrito miles de versos, fábulas, poemas en prosa, dos obras de teatro incompletas... Una gran parte de ese material se perdería, y otra parte sería destruido por el propio autor poco antes de su muerte.

Peregrinación final

Minado ya por la tuberculosis, comenzó, a partir de 1911, y poco después de casarse con Julia Irutetagoyena, su peregrinaje en busca de un clima menos adverso que el de Bilbao. Poco antes de morir llamaría a su mal «la enfermedad socialista»: «Si se descubriese mañana un remedio contra la tuberculosis», escribió, «pronto triunfaría el socialismo.» De sus últimos meses queda constancia directa a través de sus Apuntes de un moribundo, escalofriante y sereno descenso hacia la muerte, a la que alude repetidamente como «la abortadora», y cuya presencia llega casi a palparse materialmente en algunas de sus últimas páginas.En El Escorial, agotado -describe cómo necesitó un cuarto de hora para subir diez peldaños, haciendo como que leía el periódico para que los empleados del hotel no notasen que era un tísico-, recorrió, acompañado por su mujer y su hijo, de tres años, varias pensiones y hoteles, de los que fue despedido en cuanto se descubrió su estado.

La intervención de Indalecio Prieto, que en función de improvisado marchante de arte recogió y vendió obras de pintores amigos de Meabe, como Arteta, Maeztu, los Arrúe, sirvió para recaudar los fondos necesarios para trasladar al enfermo de una vieja pensión, de la plaza de las Cuarenta Fanegas, a otra más confortable de la calle Ponzano.

Allí escribió sus últimos consejos a su hijo y las recomendaciones a Julia, su mujer, para cuando él muriese.

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