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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La Iglesia católica y el tema del divorcio

De la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

Creo haber sido el primer español que a los pocos meses de morir Franco -antes hubiera sido inútil y probablemente imposible- planteó oficialmente la necesidad de que se promulgase una ley introduciendo en nuestro Derecho el divorcio vincular. Dirigí al efecto un escrito al entonces ministro de Justicia, don Antonio Garrigues, solicitando que el tema pasara a estudio de la Comisión General de Codificación, organismo al que yo no pertenecía por aquel entonces. Este escrito fue avalado no sólo con mi firma, sino con la de unas cuarenta personas más -profesionales, catedráticos, financieros, escritores y hasta un sacerdote-, todas ellas, por lo menos, con tanta categoría como la que yo pueda tener y todas juntas, claro es, con mucha más.

El escrito estaba planteado en términos rigurosamente realistas. Se reconocía que un matrimonio roto era una desgracia para los cónyuges, para los hijos y para la sociedad, pero trataba de demostrarse que tal hecho era independiente de que la legislación reconociese o ignorase el divorcio, y que éste era el único remedio adecuado para tratar las situaciones de patología conyugal, muy preferible a la simple separación y, por supuesto, incomparablemente mejor que las nulidades amañadas, simple recurso a la hipocresía para tratar -inútilmente- de salvar las formas y los principios.

Documento episcopal integrista

Lamentablemente, este enfoque de la cuestión ha sido sistemáticamente ignorado por los sectores más integristas de nuestra sociedad, y oficialmente por la Iglesia católica; así parece confirmarlo el reciente documento producido por los obispos españoles sobre el matrimonio y la familia, a juzgar por las amplias referencias aparecidas en la prensa acerca de su contenido. En este documento se denuncian acertadamente los peligros que hoy se ciernen sobre la familia, pero no se propone para ellos ninguna solución eficaz. Por lo visto no hay otra que mantener a ultranza la indisolubilidad del matrimonio, como si la subsistencia de un vínculo jurídico pudiera recomponer lo que casi siempre no tiene compostura.

Apelar al carácter religioso del matrimonio, y en particular a su condición de sacramento para los católicos, y derivar de ahí su naturaleza intrínseca y extrínsecamente indisoluble -todo lo cual se proclama por quienes se atribuyen el monopolio de la comunicación con la divinidad y se erigen en únicos intérpretes de una supuesta verdad revelada-, no puede servir de pretexto para ejercer una manifiesta coacción -como la que de hecho se está ejerciendo- sobre quienes profesan la religión católica estimulándoles a adoptar públicamente una postura que debiera quedar relegada a las convicciones íntimas de la persona.

De tejas para abajo, los argumentos de los antidivorcistas no superan el plano de la retórica hueca, sobre todo si se hacen valer frente a quienes pensamos que el divorcio no debe ser un instrumento puesto al servicio del capricho o la arbitrariedad de los esposos (y esto sí que está en manos del legislador conseguirlo, no extremando las facilidades para divorciarse) y admitimos que el matrimonio debe concebirse, efectivamente, como un proyecto de vida en común, con entrega plena y recíproca: de los contrayentes. Mas todos sabemos que, infaustamente, la realidad no es siempre como quisiéramos que fuese y que muchos matrimonios, por causas muy diversas, naufragan y se hunden.

Se dice que el solo hecho de que exista el divorcio ya constituye de suyo una incitación para que los cónyuges se divorcien. La verdad es que no sé cuál pueda ser el fundamento de tan peregrina conclusión. ¿En qué aumenta la tasa de divorcios en aquellos países (abrumadoramente mayoritarios) que permiten el divorcio? Pero en España, sin divorcio, ¿no es un hecho fácilmente constatable que el número de los matrimonios que se separan crece de día en día? ¿Qué es lo que de verdad importa: que el matrimonio cumpla con plenitud su trascendente función social o marginar a quienes tienen la desgracia de fracasar en su penpecia conyugal?

Divorcio y delincuencia juvenil

No menos absurdo resulta traer a colación la delincuencia juvenil, como ha hecho recientemente un conocido ingeniero, ministro del antiguo régimen. Si hay algo desgraciadamente evidente es la tremenda expansión de la delincuencia juvenil, hace unos años casi desconocida en España y en pleno apogeo hoy. ¿Se puede sostener seriamente -puesto que todavía somos un país no divorcista- que el divorcio tiene algo que ver con el tema? El problema de la delincuencia juvenil, uno de los más graves que tiene que encarar la sociedad contemporánea, obedece a motivaciones muy complejas y no siempre fáciles de desentrañar. Un factor puede ser, desde luego, la inexistencia de un hogar familiar digno de este nombre, o la separación de los padres. Pero la incidencia de estas circunstancias desdichadas -en la medida que puedan ser decisivas, y no parece que siempre hayan de serlo- es independiente de que el divorcio se permita o se prohíba.

La hostilidad contra las relaciones prematrimoniales y la condena fulminante del aborto responden igualmente a una visión utópica de la vida totalmente despegada de la realidad social. No es mi propósito abordar aquí estos dos temas, de tan desigual gravedad, y que se mezclan con el del divorcio -necesitado asimismo de un tratamiento autónomo-, tal vez para sembrar la confusión y meter en un mismo saco a los divorcistas, los abortistas y los partidarios de la libertad sexual. Lo que me importa subrayar es que, por lo visto, y al menos en este país, la Iglesia no renuncia a seguir siendo uno de los poderes. fácticos más influyentes dentro de la sociedad secular: para lo cual recaba celosamente su competencia sobre dos materias de la máxima trascendencia: el matrimonio y la educación. Respecto del primero, su interpretación de los acuerdos concordatarios, en tanto atribuyen efectos civiles al matrimonio canónico, postula que el Derecho civil haya de remitirse, al fijar aquéllos, a la disciplina canónica. Con lo que las cosas permanecerían poco más o menos como antes. El divorcio quedaría relegado al matrimonio celebrado en forma civil y se habría suprimido para éste la declaración de acatolicidad. Ni qué decir tiene que semejante criterio pugna abiertamente con la Constitución, que atribuye a la ley (y para la Constitución no puede haber otra ley que la que emana de los órganos soberanos del Estado) la competencia exclusiva para reglamentar cuantos efectos se deriven del matrimonio, así como los requisitos necesarios para su válida celebración, con excepción de la forma que puede ser, parece, la prevista por aquellas religiones que mantengan relaciones de cooperación con, el Estado.

Ante este panorama es lícito preguntarse: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo va a seguir la Iglesia católica tratando de mediatizar la libertad del Estado español? ¿Hasta cuándo van a seguir consintiendo nuestros políticos -especialmente los que ostentan el poder- esta intolerable injerencia eclesiástica en asuntos meramente temporales. bajo el pretexto, de sacralizarlos? ¿Es que nuestra mediocre clase política va a seguir consintiendo que la Iglesia continúe coartando la libertad de pensamiento del pueblo español y frenando su desarrollo cultural? ¿Será necesario recordarles que cuando se plantea la vieja y triste cuestión -tal vez demasiado radical- de si un pueblo es católico por ser inculto o es inculto por ser católico, la pregunta, por lo que a España se refiere, ha de contestarse obligadamente en el segundo sentido, como lo prueba hasta la saciedad la triste historia de nuestra decadencia forjada a golpes de fanatismo?

Dogmatismo e intransigencia

La postura de la Iglesia no puede justificarse recurriendo a la afirmación tópica de que España sigue siendo mayoritariamente católica. Dudo mucho que esta aseveración sea exacta si llamamos católicos a los -que realmente practican la religión católica, y en particular si la proyectamos sobre la llamada población activa. Y no digamos nada de los jóvenes. Un amigo, a quien afligió en tiempos el hundimiento de su matrimonio, me confiaba que a él la Iglesia le había echado de su seno; por mi parte, y mucho antes de que este problema hubiera podido afectarme personalmente, me habían apartado de ella su dogmatismo y su intransigencia. ¿A cuántos les ha sucedido lo mismo? Francamente, si yo fuese sacerdote católico, me sentiría abrumado por el peso de esta gravísima responsabilidad.

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