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Todos inocentes

Hace pocos meses, en Francia, un español se enamoró de una francesa que, como él, pertenece a esa franja social denominada «cuadros medios». Todo se desarrolló divinamente hasta que, en vísperas de la boda, la familia de la muchacha despachó un detective privado a España para cerciorarse de la «catadura total» del pretendiente hispano. Hace unos cuatro años, una española, navarra, se enamoró de un italiano, lo que inmediatamente indujo a la familia de la chica a encargar un informe sobre los atributos económico-sociales del muchacho.La cultura de una sociedad, en última instancia, se traduce, a nivel de la realidad cotidiana, en una forma de convivir, o de vivir los actos que ya tramando la historia de los hombres y de las sociedades. Los dos «ejemplos» precitados, caricaturescos, pero reveladores por ello de los trazos determinantes de una cultura, debieran inspirar sensatez a todos los actores del drama de «los cien mil inocentes», que, a su vez, no es fácil lleguen a tomar conciencia de la raíz de su condición de frustrados de dos culturas y a trancas y barrancas rodarán por la vida, sin vivirla, hasta que mueran. No habría que espantarse. No habría que temer el apuntar con el dedo a la roñosería inhumana, tan francesa como española, de una cultura a la que se le ha asignado el papel de biombo, para ocultar lo inconfesable.

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En el contencioso de «los cien mil inocentes», «el infierno son los otros» es lema. Al Gobierno y a la sociedad franceses, altaneros y dominadores, les basta con exhibir su tarjeta de visita histórica: Francia, tierra de exiliados; Francia, tierra de «grandeur»; Francia, cuna de derechos del hombre; Francia, cuna, incluso, de estos 100.000 minusválidos, hijos del crecimiento económico más espectacular de la historia de Francia.

La sociedad y el Gobierno españoles, ¿por qué habrían de rasgarse las vestiduras a causa de estos hijos de los defenestrados por la miseria y el analfabetismo y a quienes ya se les ha exprimido la vida? Y los padres de los niños, residuo de una sociedad que los condenó al autogenocidio desde que nacieron, ¿por qué iban a pensar que ellos también cargan con una parte de la responsabilidad? Y los maestros, ¿de qué van a acusarse, si proceden de un enjambre social que apenas ha desbordado el esperpento histórico que caracterizó una realidad socio-cultural asentada en aquello de pasas más hambre que un maestro de escuela?

Cada cual, en esta historia de la educación de los hijos de la emigración, encuentra razones para inocentarse. Esto es así, y no tiene por qué ser de otra manera. El único responsable es la cultura. Pero ¿quién es la cultura?: Otro inocente.

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