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Una deuda pendiente

Por supuesto, no es de las que se saldan con moneda, sino con algo que vale mucho más: el agradecimiento. Se trata de un débito antiguo, cuyo plazo de vencimiento comenzó a contarse hace ahora cuarenta años. Por aquellos días inmediatamente posteriores al fin de nuestra guerra, muchos compatriotas nuestros, pertenecientes a las llamadas profesiones liberales, se encontraron de pronto perdidos en el desierto de la emigración, rodeados de peligros y pobreza, desorientados, con las raíces al aire y sin esperanza alguna de integrarse en la sociedad ajena que les deparaba un momentáneo cobijo en calidad de extranjeros. Habían tenido que abandonar España por el desenlace, adverso para ellos, de la contienda civil, y necesitaban con toda urgencia rehacer su vida. Su situación era verdaderamente desalentadora.Aunque la desgracia del destierro es subjetivamente igual para todos los que la padecen, en el caso del intelectual es objetivamente más onerosa que para el artesano, el obrero industrial o el campesino. El taller, la fábrica y el campo se rigen por técnicas homólogas, y el lenguaje de la paleta, del torno y del tractor es universal. En cambio, el instrumento específico del intelectual, el idioma, y su área de acción, la cultura, varían sustancialmente de un país a otro. La desventura del exiliado intelectual es, pues, más inconsolable que la del profesional de la industria o del campo, porque no sólo ha perdido su patria, con todo lo que esta pérdida significa. espiritualmente, sino que, además, se ve desposeído de su fuente nutricia y de su instrumento de trabajo, lo cual le coloca al borde de la destrucción en la mayoría de los casos.

En esta disyuntiva de ser o no ser se encontraba lo más florido de la intelectualidad española. fruto de muchos años de formación y de sedimentación de saberes, en la ya lejana primavera de 1939. Pero cuando aquella pléyade de ensayistas, eruditos, investigadores, escritores, periodistas. científicos y docentes universitarios, desplazados de su medio natural y en plena dispersión, veían cerrárseles, salvo en casos excepcionales, todos los caminos de salvación, les abrieron generosamente sus puertas las naciones hermanas de América, y no como a extranjeros, sino como a consanguíneos. Significaba el trasplante menos doloroso posible y allá se fueron en su inmensa mayoría, sin más equipaje que el inalienable de sus conocimientos.

Los había entre ellos desde aprendices hasta maestros consumados, pero la aduana fue igual para todos y todos hallaron acomodo en las que habrían de ser ya, por muchos años o hasta el final de sus vidas, sus segundas patrias. Fue como el redescubrimiento del Nuevo Mundo por los españoles y su segunda penetración en aquellas tierras de esperanza. Como en el siglo XVI, sus protagonistas eran gentes a quienes la ingratitud y la aspereza de su patria empujaba a la aventura, pero, en esta ocasión, formando un núcleo selecto, muy cualificado, que, por otra parte, no enarbolaba ansias de conquista ni esgrimía más armas que las del espíritu, e iba allí sin más ambición que la de trabajar en paz. Para las naciones de América fue, sin duda, una acertada decisión, porque recibieron una rica simiente que las fertilizó, y para España, la que subyace a sus vaivenes políticos, la más brillante embajada que pudo enviar jamás para mantener su prestigio en aquellos países y la salvación de un tesoro que, de otra manera, se hubiera perdido en su mayor parte, Esos emigrantes se encontraron con su propia cultura y levantaron en ella su casa. Y la cosecha fue óptima. Una cosecha de cuarenta años de trabajo y creación que nos ha enriquecido por igual a todos los que pertenecemos a la misma cultura, de aquende o de allende el Atlántico.

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A los cuarenta años de aquello, por idénticas o parecidas razones, se ha repetido el mismo fenómeno, pero en sentido inverso. Ahora son muchos los intelectuales americanos que se ven obligados a buscar en España refugio y ayuda. Férreos dictadores de la sangre y del garrote persiguen la libertad de pensamiento en algunos de aquellos países, y gran parte de sus intelectuales han tenido que huir de esos infiernos para salvar su vida o su conciencia, o ambas cosas a la vez. Al llegar a España, se han encontrado con su misma cultura y, como los nuestros allí, también quieren levantar su casa aquí para seguir cultivando el espíritu y trabajando en paz. Ellos son igualmente una costosa inversión que merece los más atentos cuidados para que no se malogren sus frutos, en beneficio de todos. No debería haber ninguna especie de vacilación ni regateo por nuestra parte en aceptarlos e integrarlos en nuestra sociedad como elementos propios y de pleno derecho. Sin embargo, no parece que la Administración española esté dispuesta a concederles el trato que ellos esperaban encontrar entre nosotros y al que nos obliga el compromiso de la reciprocidad, porque se han dictado disposiciones Imperativas por el poder público que establecen limitaciones y condicionamientos en contra de estos refugiados que vulneran los más elementales deberes a que obligan el agradecimiento y la solidaridad familiar. No basta la excepción de algunos nombres sobresalientes para encubrir y justificar un comportamiento tan sórdido. La respuesta debe ser igualmente generosa para todos sin excepción alguna, ni en pro ni en contra de determinadas personas, en justa correspondencia a la que dieron en su día aquellos pueblos a nuestros compatriotas. Lo contrario constituiría un fraude escandaloso.

Los escritores españoles votamos unánimemente, por aclamación, en el congreso de Almería, la derogación inmediata de esas órdenes y decretos antidemocráticos que restringen los derechos de nuestros colegas hispanoamericanos en España. Tal decisión fue después incluida entre las conclusiones del mismo que la Asociación Colegial de Escritores ha elevado a los poderes públicos y está dispuesta a defender ahincadamente, como uno de sus postulados prioritarios con la fuerza que le dan la razón Y la voluntad unívoca de sus asociados. Menos discursos panfletarios, menos frases rimbombantes y volanderas y más atención efectiva a los valores imperecederos que encarnan esos hombres. De nada servirán cualesquiera otros proyectos sobre intereses materiales si no se establecen previamente corrientes de interpenetración por las vías del conocimiento y de la actividad viva y operante de la inteligencia. Únicamente el encuentro en la misma identidad cultural permitirá a nuestros pueblos respectivos, sin renuncia a su personalidad por parte de ninguno, alcanzar ese grado de integración a que aspira, y que tan necesario les es hoy, para constituir una verdadera comunidad de naciones hermanas, con ideales y fines compartidos.

¿Por qué no han de poder esos refugiados residir y trabajar en esta zona de la patria común de nuestra cultura con las mismas garantías y derechos que nosotros? En todo caso, no haríamos otra cosa que corresponder a la acogida que dispensaron entonces a los nuestros y empezar a saldar la deuda histórica que la España democrática contrajo, en aquellas fechas de desgarramiento y persecución, con los pueblos de donde procede. Una deuda de amor sólo con amor se salda. Eso es todo.

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