Muerte colectiva para un colectivo laboralista
«Estamos atravesando un momento particularmente tenso.»Es muy tarde, y los abogados descargan un cansancio infinito (hace tan sólo unos minutos que el último obrero abandonó el despacho) tomando unas cañas en El Globo, el bar de enfrente.
«Es un intento claramente desestabilizador. Los atentados a los policías, los secuestros de Oriol y Villaescusa ... »
Es extraño. Durante años han trabajado calladamente bajo la represión, el pavor, el riesgo. Rozando la ilegalidad, los despachos laboralistas de gente de partido han realizado durante los últimos años del franquismo un trabajo político y social incalculable. Ha sido una labor anónima, efectiva, dura. Ahí están Francisco Javier Sauquillo y Lola González, metidos en esto desde hace mucho. Se casaron en el 73, los dos con el título bajo el brazo, flamante, recién sacado. De buenas familias, con perspectivas de un futuro profesional triunfante y poderoso. Y, sin embargo, optaron por el trabajo colectivo. Concretamente, por la acción ciudadana: trabajan en Alcorcón y en Móstoles.
Todas las mañanas hay que coger las camionetas de extrarradio, reventadas de gente, de sueño insatisfecho, de sudor febril. No es una vida fácil la que han escogido, ni ellos ni sus muchos compañeros. Gran parte de los abogados del partido son dorados delfines de clase acomodada. Muchos tenían el futuro fácil, y fácil hubiera sido para ellos seguir el camino marcado, instalarse confortablemente en el orgulloso, elitista e individualista estatus de abogado: ser un competitivo, triunfante letrado del ilustrísimo Colegio.
Como Luis Javier Benavides, de muy buena familia, tan tradicional, que tuvo un gran disgusto con su madre viuda cuando decidió, hace un año, irse a vivir con Elisa sin casarse con ella. Y Enrique Valdevira. Su padre es un patrono del vidrio, del sindicato vertical. Muy vertical, muy patrono. Parece mentira que Enrique haya salido así, tan a su aire. Tan idealista, contracultural, imaginativo. Todo el día dando la tabarra con el ecologismo, con el medio ambiente, con la contaminación: quiere un mundo nuevo para su hijo de diez meses.
En fin, todos. Todos escogieron el anonimato individual. Escogieron la efectividad colectiva. Escogieron también 30,000 pesetas de sueldo al mes. Risible. Escogieron (eso no lo tenían tan claro en un principio, pero las cosas han ido así) un trabajo sobrehumano, Por la mañana hay que ir a los juicios, a la delegación de trabajo, a cumplir papeleos. Por las tardes hay que atender las consultas en el despacho, colas y colas de obreros hasta las diez y mucho de la noche, todos angustiados, todos pensando -lícito pensamiento- que su caso es el más grave:
Años de esfuerzo con riesgos
«Señor Enrique, mire, que el jefe me ha dicho que ... », «Luis Javier, que nos ponen en la calle ... »
Es extraño. Tanto tiempo trabajando en la ilegalidad, con el riesgo cercano y tangible de la cárcel. Tanto tiempo dejando a un lado todas esas cosas fundamentales en la vida, leer, pensar, ir al cine, ligar. Hablar con tu mujer o tu hombre. Ver crecer a tus hijos. Tanto tiempo resistiendo en una situación límite y, sin embargo, es ahora, tras la muerte de Franco, cuando todo parece adquirir dimensiones irreales. Cuando a veces uno siente la extraña sensación de estar manipulado: ese entregar la vida, ¿merece la pena?, te preguntas en las horas bajas...
Son tantos años de esfuerzo acumulados, las cosas están cambiando tan deprisa, ahora, la situación política es tan distinta... Sí, tiene que merecer la pena, sí, la merece. Pero es tan duro ... ; ahora parece serlo más que nunca, quizá sea el estar sobrepasados por el trabajo, quizá sea el cansancio, quién sabe, es algo extraño. También es extraña esa sensación de miedo. Casi más que antes. Y, sin embargo, la legalización debe estar ya próxima. Pero hay tal tensión, tal confusión en el ambiente.... ¿quiénes son los GRAPOS? ¿Quiénes son esos secuestradores de Villaescusa, capaces de atravesarse Madrid a plena luz del día sin que pase nada? ¿Quiénes están asesinando policías? Hay tantos datos que no cuadran...
-¿A quién favorece la violencia, el terrorismo, las muertes, en estos momentos? A la derecha más reaccionaria, que ve que la situación se le escapa de las manos.
Es como vivir en un polvorín sin saber quién tiene las mechas. Hace unos, meses, en octubre, Nacho Montejo, un abogado de Atocha, 55, recibió una amenaza firmada por el Comando Francisco Franco: «Si no os marcháis, os matarnos.»
Fueron unos meses malos, después de aquello.
-Yo es que me voy del país.
-Pero, hombre, ¿qué dices? contesta Javier Sauquillo.
-Que sí, que sí -insiste Nacho-, que si las cosas se ponen así, de amenazas, de atentados, yo me largo, que no lo aguanto. Que no se trata sólo de mi seguridad, que se trata también de la de mi mujer y mis hijos.
Piensa en los pavores que ha pasado a raíz de la amenaza. Ahora ya se va recuperando, pero... No quiere salir el último. Se niega a marcharse solo del despacho, afrontar los grandes portalones de casa vieja en la negrura de la noche. Afortunadamente, Angel Rodríguez Leal, el chico, este de veintipocos años que está de administrativo desde hace cuatro o cinco meses, comprende su miedo y le espera. Buen tío Angel. Le echaron de Telefónica, estuvo sin trabajo durante algún tiempo, al fin se colocó en el despacho. Tiene esa actitud fiel y cariñosa de los obreros que saben que el trabajo de los laboralistas es algo suyo, para.ellos. Y bueno, con su ayuda se pueden sobrellevar los miedos nocturnales.
-Pero no digas eso, Nacho -está añadiendo Sauquillo-. Esas cosas de los anónimos son sólo para asustar. Eso no nos pasa a nosotros, hombre, sería un escándalo demasiado grande. La burguesía monopolista controla la situación en definitiva y no permitirá ningún desmadre fascista. Todo lo que hace es achucharnoscon el fantasma de la dictadura, pero no hay riesgo: el conjunto está controlado, no les conviene pasarse...
Un día muy largo
El despacho de Atocha, 55, ha estado todo el día abarrotado de gente. No sólo están los obreros normales, sino que hay una reunión de los del transporte, para estudiar la huelga que terminó exactamente ayer, a los seis días de comenzar. Hoy, 24 de enero del 77, se ha firmado el convenio, y los de Comisiones, con Joaquín Navarro al frente, están haciendo recuento de la batalla. Son los inconvenienles del uso plural de los despachos: dan cobijo a todas aquellas reuniones laborales que, porno haber una situación legal clara, carecen de local para llevarse a cabo. Y así pasa que el despacho está de bote en bote. Largo día, éste. Por la noche habrá aquí una reunión de los abogados que trabajan en el asesoramiento de las asociaciones ciudadanas.
-Ah, Gloria, pasa, pasa, que ya acabo.
Nacho tiene aún unos cuantos clientes que le esperan. Sin embargo, son cerca de las diez y quiere ver una película. Su mujer ha venido a buscarle y bueno, pase lo que pase, hoy es-tá-dis-pues-to-a-ir-al-ci-ne. Ya está bien: trabajar tanto. es una forma de embrutecerse. Los del Transporte, que.son ciento y la madre, han terminado ya y parece que empiezan a irse: la puerta está abierta y hay. un trasiego de personas que entran, que salen. Que se asoman.
-Hay mucha gente todavía -dice uno, De modo que Juliá, Cerrá y Lerdo dan media vuelta y siguen escaleras arriba, al cuarto piso, el inmediato superior. Desde el descansillo, con la luz que se enciende y apaga, escuchan voces y bromas que llegan desde abajo. Despedidas, risas, pasos en el viejo entarimado de madera. Son las diez en punto. Hay tiempo.
Todavía no se han terminado de ir los del Transporte cuando'ya empiezan a llegar los abogados de la reunión de barrios: esto nunca se acaba. Primero entran Lola y Javier Sauquillo, que vienen del despacho de Españoleto. Luego Luis Javier. Está Luis Javier algo fastidiado porque lleva unos días medio enfadado con Elisa, y hay un gesto de cansancio en su cara joven. Ahí llega Enrique Valdevira: es una entrada la suya, desde luego, triunfal, estrena una capa con sobrepelliz que es alabada por todo el mundo.
-Tú lo que quieres es epatarnos a todos.
- -Exactamente -ríe Enrique, satisfecho- ¿Queréis un mordisco?
Noche de discusión y trabajo
Viene comiendo Valdevira un bocadillo de jamón, que comparte con alguno: es una típica escena de esta vida, sin tiempo para comer, sin tiempo para nada. Ese bocata comprado en el bar de la esquina y la perspectiva de una noche de discusión y trabajo. Una reunión más, mil palabras de cuya utilidad a veces se duda. Buff, En fin, inmediatamente ha entrado Luis Ramos, encogido por el frío, pareciendo más alto y delgado que nunca. Un hombre muy afectivo, algo mayor que los demás abogados: cerca ya a los cuarenta. Lo mismo le pasa a Miguel Saravia, que aparece inmediatamente. Miguel tiene cuarenta y seis años y ha entrado al partido hace poco, al despacho hace menos. Todavía no se ha integrado del todo en esa hermandad a veces un poco colegial, que hay entre los otros, ese compartir bocadillos aceitosos que manchan los muy sesudos papeles en los que se recogen las conclusiones, etcétera, etcétera.
A las diez y veinte, de los últimos, entra Alejandro Ruiz. Viene de Vallecas y está reventado: como a los demás compañeros, le desborda el trabajo. Se cruza con Navarro en la puerta, éste está a punto de marcharse, Saluda a Sauquillo: es la primera vez que se ven desde Navidades. Los abogados de la reunión van entrando en la sala principal y toman asiento, a la espera de que lleguen los que faltan, Valdevira saca mágicamente otro bocadillo del bolsillo y lo ofrece, se lo comen a medias entre Alejandro y Luis Javier.
Comentan la situación política mientras escuchan decrecer el ruido de las voces, a medida que los demás se van. Sauquillo cuenta que acaba de tomar un tentenpié en El Globo con Manola Carmena, y que han estado hablando de la tensión del, ambiente. «Cuando venía para acá -ha dicho Manola- he visto en la calle un hombre que venía hacia mí con un objeto extraño, metálico, a un costado, y me he asustado, fijate. Después, cuando llegó a mi altura, me di cuenta de que era un turista japonés y que el objeto metálico era una cámara. Esto es ya la paranoia».
Aún le quedan dos personas por recibir a Nacho, pero son las diez y viente pasadas y no va a haber manera de hacer nada. De modo que, en un rapto de locura, decide pedirles disculpas y rogarles que vengan al día siguiente. El despacho está ahora tranquilo. Aparte de los de la reunión, ellos son los últimos en salir: Angel Rodríguez Leal, Joaquín Navarro, Javier López Roberts, Nacho y su mujer, Gloria.
-¿Te vienes? -grita alguien a Serafin Holgado.
-Ahora voy, tengo que recoger unos papeles.
Serafín tiene sólo veinticuatro años. Es más bien gordito, un chico callado y muy trabajador. Hijo de un ferroviario de Salamanca, se ha hecho la carrera de Derecho con grandes apuros. Lleva sólo cuatro meses en el despacho, sin sueldo, aprendiendo el oficio, recibiendo tan sólo una especie de ayuda de 5.000 pesetas al mes.
Claro está, no tiene un duro y ha de malvivir en una sórdida pensión cerca de Atocha. Como es tímido, le ha costado hacerse al ambiente del despacho, pero, últimamente, parece que va entrando. Dice Serafín que tiene que recoger unos papeles, pero todos saben que se queda para llamar por teléfono a sus padres, a Salamanca: es justo, no tiene dinero para pagar conferencias.
De modo que los otros bajan sin esperarle. La escalera está silenciosa, pero ellos la llenan con sus voces, con bromas. Quizá, en un absoluto silencio, se hubiera podido escuchar ese leve rumor, ese roce, esa respiración ahogada del descansillo de arriba. Una vez en la calle, Nacho y Gloria corren a su cine. Los demás entran en El Globo a tomar algo: una ronda de chatos y de cañas. Angel, de pronto, recuerda que ha olvidado el Mundo Obrero.
-Ir pidiendo algo de picar, que ahora bajo -dice. Sale del bar, cruza la calle, el ascensor está estropeado, usa las escaleras.
-Yo creo que ya podemos ir.-..
"Son ellos"
Desde el descansillo, Cerrá, Juliá, Lerdo, han visto salir a decenas de ellos. Abogados, se dicen abogados: ¿Qué abogado trabaja más allá de las diez de la noche? Allí están todos los rojos que han hecho la huelga del Transporte, todos los que reciben consignas de fuera, todos los que matan policías, cerdos, sucios marxistas cobardes.
-Yo creo que ya podemos ir.
Eso es lo que les ha dicho Albadalejo que hagan. Aventuran paso cautos por las escandalosas escale ras de madera. De pronto, alguien hace un gesto imperativo: alguien sube. Se detienen en seco, ampara dos en las sombras. Aguantan la respiración mientras la mano, helada y húmeda, aprieta la enorme culata de la pistola del nueve largo. Ven llegar a un hombre joven con barba: abre la puerta, entra. Permanecen unos minutos en silencio no hay ni un ruido.
-Vamos.
Juliá sube el capuchón de su anorak. Las pistolas salen al aire. Bajan los últimos escalones.
-Riiing.
Angel ha entrado directamente al fondo, a coger la revista: ha visto a Serafín que, por supuesto, está hablando por teléfono. Cuando suena el timbre hace ademán de ir, pero escucha la puerta de la sala: abrirá algún abogado.
-Riiing.
Alejandro y Luis Javier están sentados en el mismo banco, de espaldas a la puerta. Cuando ha sonado el timbre los dos han hecho intentos de levantarse y se han chocado. Risas. Es, al fin, Luis Javier quien sale de la habitación, quien abre. Una pistola. Una sonrisa irónica y una pistola. Enorme. Negra. Tres hombres. Miedo. Sentir un vacío en el estómago, frío en la nuca. Son ellos, al fin. Después de los anónimos. Son ellos.
Entra en la sala Luis Javier, encañonado por Cerrá. Todos se ponen en pie. ¿Es posible? Es sentir de repente una bofetada de pavor. Cerrá sonríe, le chispean los ojos, habla con guasa, «a ver, poneros todos juntos, más juntitos, así, y levantad las manitas, más arriba, a ver, más arriba». No hay tiempo ni para mirarse, en esos momentos se siente uno tan solo, tan solo ante el estupor y la angustia, ante el agujero negrísimo de esa pistola, hay otro más, también armado, que arranca cables telefónicos y sale de la habitación para recorrer el piso ¿hay quizá otro?, ¿otro allí fuera, al otro lado de la puerta, cerca de la entrada? Miedo, miedo que sólo, permite mirar a ese hombre que está enfrente, ese que te encañona y que pregunta: «¿Dónde está Navarro?», y alguien dice: «No sabemos quién es», y el hombre insiste con guasa: «Sí hombre, uno bajito, rubio, con la cara como picada de viruelas, venga, no os hagáis los tontos»... Luis Ramos, Miguel Saravia, Lola González, Alejandro Ruiz, Luis Javier Benavides, Javier Sauquillo, Enrique Valdevira.. Todos permanecen quietos, intentan imaginar qué es lo que puede pasar, se siente miedo, un miedo físico y atroz, un miedo real, sin paliativos ni defensa, por lo menos de una paliza no nos libra nadie, Dios,
Bang.
Y un tiro suena por la casa, es un estallido seco que parece repercutir en el estómago de todos. «¿Qué pasa?», dice Cerrá con frialdad, «venga, veniros para acá de una vez».
Una bala en la nuca
Sí, a Carlos se le ha escapado un tiro, quizá arrancando los cables de algún teléfono, quizá en un instante de nerviosa confusión: la bala ha agujereado la manga del anorak, pero no le ha herido, afortunadamente. Está tenso Carlos, teme no saber actuar a la altura de las circunstancias, y es necesario que sea eficiente, es necesario dar un escarmiento a estos canallas. Ha recogido a Serafín y a Angel y observa con frialdad sus ojos desencajados, bien sabe Carlos que no son hombres, que son unas ratas cobardes. Obedeciendo a Cerrá les conduce a la sala. Y, de repente... De repente un dedo que se siente ajeno ha apretado el suave gatillo de la pesada pistola, es como un juego, esa mano que actúa casi automáticamente.
¿Ha reconocido Carlos a Angel, quizá? ¿Había coincidido con él en alguna de las reuniones de la huelga de transportes? ¿Tiene miedo a que se le identifique? Es todo tan confuso, sucede tan rápido... ¿Ha sido Carlos el primero que ha disparado? ¿Entrando en la sala, la visibilidad tapada por el cuerpo grande, alto y joven de Angel? ¿Levantar el pistolón con ambas manos, apretar el gatillo, disparar ese tiro contra la nuca indefensa, una bala que entra por detrás, que destroza el cráneo, que sale por la frente, y ese cuerpo que se desploma sorprendentemente, que deja ver con su caída, durante unas décimas de segundo, el rostro estupefacto de los demás abogados? ¿Ha sido el miedo, el nerviosismo el odio, o ese mandato de muerte que Cerrá y Juliá llevan impreso, implícita o explícitamente? El primer disparo provoca ecos, ¿son ecos?, no, son los siguientes tiros, Cerrá está apretando el gatillo, Juliá también, es increíble lo fácil que es, el mundo se detiene en este instante extraordinario en el que sólo existen los estampidos de los disparos, los gemidos truncados de las víctimas, ese grito de «asesinos» que alguien dice, el ruido de los cuerpos al caer, el crujido sordo de los huesos reventados, enemigos, son nuestros enemigos, ésta es una guerra por la salvación de España, a los altos hay que dispararles al corazón, a los bajos a la cabeza, no debe quedar ni uno, Dios, Dios, ¿es esto posible?, nos están matando.
Silencio. ¿Qué silencio espeso, extraño. Lerdo se asoma: está muy nervioso, sujeta desmayadamente su pistola, que no está cargada. Hay tanta sangre... Es curioso, sangran como personas y, sin embargo, se desplomaron con la facilidad de peleles de feria. Es Cerrá quien primero reacciona, se dirigen a la puerta, calma, calma, la cierran despacito tras de ellos, bajan las escaleras con paso normal, abren el portal desde dentro, el aire frío de la noche golpea sus mejillas enrojecidas, son las once y por la calle pasea un viejo que ha sacado a mear al perro.
Muerte colectiva
Silencio. ¿Se han ido? Sí, parece que se han ido. Los cuerpos están unos encima de otros. Cuerpos que tiemblan en agonía. Cabezas destrozadas. Cada superviviente tiene la sensación de ser el único. Y ese desdoblamiento: por un lado el, horror, por otro ésa sensación de ser el lejano observador de una espantosa pesadilla. Hay que arrastrarse por el charco de sangre común, librarse del peso de los compañeros muertos, tan tibios. ¿Qué hacer? Las miradas de los vivos se encuentran: no se habla nada, es suficiente verse reflejado en los ojos moribundos de los otros, es sentirse unidos por encima de todo, unidos en esa vida que se escapa. Luis Ramos se arrastra a la ventana, intenta chillar, pedir socorro. Miguel llega a un teléfono que aún funciona, quiere marcar, pero es un aparato de teclado, no lo conoce. Alejandro le ayuda sin decir palabra, al fin Miguel llama, ¿a quién telefonea? es curioso, la primera llamada es a la familia, a su mujer, ¿para decir qué?, ¿me estoy muriendo?, sólo después probará a llamar a la policía.
Alejandro repta trabajosamente hacia la puerta, ring, suena el timbre, ¿serán ellos otra vez?, no, es Luis Méndez, un compañero que llega tarde a la reunión, que sale corriendo horrorizado a pedir ayuda. Alejandro cierra la puerta y se tira ante ella, atravesándola con el cuerpo, es un gesto instintivo de defensa, hacer una barrera para impedir que entren «ellos» otra vez.
Poco a poco van acercándose junto a él esas sombras que son sus compañerol, Miguel, Lola, Luis. Los cuatro están en el vestíbulo, tirados en el suelo, ¿seremos sólo nosotros los supervivientes? Y, ¿cómo se puede seguir viviendo así, cubiertos de sangre, con esas heridas, la cara de Lola destrozada por esa bala, el pecho y los muslos de Alejandro agujereados, el vientre de Miguel abierto en tantos sitios? Cada respiración, ¿no es un paso más hacia el final? En el silencio de la espera viven una agonía comunal, una concretísinia sensación de muerte: los abogados escogieron una vez vivir colectivamente, y colectiva es también su muerte.
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