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Las posiciones políticas de los católicos

No hay que remontarse muy lejos en la historia de nuestro país para recordar que los católicos hemos acostumbrado a que se nos viera alineados de forma casi unánime -salvadas las honrosas excepciones- en posiciones políticas que, para entendernos rápidamente, se conocen bajo el calificativo de derechas y, a veces, también de reaccionarias. Ciñéndonos a nuestro siglo, a fin de no alejarnos demasiado, en particular a la época franquista, baste mencionar el fenómeno del nacional-catolicismo, que identificaba en el mismo paquete a los enemigos de Dios, de la Patria y del general Franco. Es a partir de la década de los años sesenta cuando comienza a resquebrajarse la unanimidad en la que se equiparaba el «ser de derechas» con la entraña de lo católico. Una de las consecuencias positivas del Concilio Vaticano II se sustancia en la ayuda que presta a fin de abrir la brecha por donde irrumpen las fuerzas latentes de minorías, hasta entonces sojuzgadas y marginadas, que se situaban en desacuerdo con las posiciones políticas autorizadas de su Iglesia. Se quiebra así, creemos que definitivamente, la monolítica identificación política de los católicos españoles. Y se adquiere el derecho a disentir políticamente de la propia jerarquía eclesiástica. Después es ya frecuente y admitido ser católico y «ser de izquierdas». La pluralidad, después de décadas de hierro, se hace realidad en el catolicismo español.Las elecciones de junio de 1977 nos permiten suponer que en el electorado que apoyó al PSOE, al PSP, al PCE y a formaciones semejantes, existía abundancia de creyentes. Suposición, por otra parte, ineludible, en su consideración numérica, para los que afirman que la «inmensa mayoría» de los españoles somos católicos.

Sin embargo, existen mentes en el catolicismo español que olvidan o se niegan a aceptar este pluralismo de facto y de iure. Con nostalgia del pasado y con desprecio olímpico por una realidad que es distinta, pretenden de nuevo hacernos vivir su ilusión de que el tiempo no ha pasado o de retrotraernos a la época pretérita que consideran -ahora más que nunca- que fue mejor. Más o menos: «Con Franco y el cardenal Gomá vivíamos mejor».

Así hemos presenciado -por poner un ejemplo- el espectáculo convocado a propósito de la política educativa, con la pretensión de hacer énfasis en que existe una y unánime posición de los católicos con respecto a la escuela. La emocionalidad, los símbolos y los recitados descaradamente reaccionarios se entremezclan con las argumentaciones más consistentes y razonadas de otros sectores que aspiran al mismo objetivo de sostener un sector privado de la enseñanza.

En una democracia es legítimo que cada cual exprese sus opciones, articule sus razones, adorne lo más altruistamente posible sus intereses y trate de convencer a los que no los comparten. En este sentido, la campaña de algunos católicos a propósito de la enseñanza es legítima. Lo que de ningún modo parece legítimo es que una parte hable en nombre de todos e intente persuadir a sí y al resto de los ciudadanos de que por arte mágico se ha vuelto a reconstruir -al menos parcialmente- la unanimidad política de los creyentes, que tantos esfuerzos costó quebrar. Es también justo, si así se desea, confesionalizar la posición particular y explicitarla como la propia de algunos sectores creyentes y, si así es en verdad, hacerlo en nombre de determinadas asociaciones o entidades católicas; pero nada más.

La enseñanza es sólo un capítulo que prosigue en debate, pero semejante afán generalizador de opiniones particulares de católicos españoles lo hemos percibido en la cuestión de la Iglesia y la Constitución, y lo vamos muy posiblemente a reencontrar en las posiciones políticas con respecto al divorcio, a la despenalización del aborto, a la financiación de la Iglesia...

La misma Conferencia Episcopal no es, a veces, ajena a la confusión que surge cuando unos -en este caso los obispos- parecen hablar en nombre de todos en temas de política ciudadana. Que su voz sea la autorizada en una perspectiva jerárquica no significa que sea la única verdaderamente católica ni que posea la exclusiva en cuanto al derecho de pronunciarse. Podría así parecer que su opinión se configura al margen de la pluralidad real de opiniones de los creyentes españoles y que no se atiende a laopinión pública en el interior de la Iglesia, que lógicamente aparece contrapuesta en temas tan debatibles, opcionales y susceptibles de diverso enjuiciamiento.

Aceptada por bastantes teóricamente la pluralidad, porque no hay más remedio, parece como si se pretendiera condenar a los católicos, que han depositado su confianza y voto a favor de los partidos del espectro socialista, a la esquizofrenia de votar en una dirección y propugnar simultáneamente posiciones políticas de signo contrario. Esto no es insinuar que el voto a un partido significa un cheque en blanco, una actitud acrítica frente a todas sus decisiones, pero asimismo es cierto que ha habido católicos que, entre otros motivos, dieron su voto a las diversas formaciones socialistas también por la valoración positiva que otorgaban a su alternativa en la cuestión de la enseñanza o en la ley del divorcio, por ejemplo.

La Iglesia en nuestro país debe resignarse o alegrarse -según la óptica propia de cada uno- a causa del pluralismo real de sus miembros; pluralismo no retórico, ni de juguete, sino con todas las consecuencias de tensión y divergencia que el hecho implica. Plurealismo de los católicos que, en el más difícil todavía, no sólo abarca los grupos representados en el marco parlamentario, sino a los que lo desbordan por uno y otro lado.

Hay que despedirse y renunciar definitivamente a configurar la unidad de fe -que hace a la Iglesia- también en la unanimidad de las posiciones políticas de sus integrantes. Esto ha sido así, seduce por su aparente facilidad, pero resulta irrepetible cuando se pretende liquidar en serio y definitivamente las alianzas del trono y del altar. Que cada cual hable, si así lo juzga deseable, según su representatividad real, pero sin generalizar. Que no se confundan y, sobre todo, que no nos confundan.

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