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El divorcio, ¿cruzada o libertad?

Esperemos que la cuestión del divorcio no comience a convertirse, ya desde ahora mismo, en una guerra o querella civil y religiosa, que, como decía el padre Mariana, hacen a los hombres «semejables a las bestias fieras». El tema en cuestión, de tema candente, se ha convertido, en todo este tiempo en tema de moda, banderola de partido y hasta leit-motif de revistas frívolas; pero, una cosa así no sirve precisamente para despresurizar o hacer descender las atmósferas de presión de la cuestión, discutida mucho más a nivel de sonoridades sentimentales y de actitudes radicales que a nivel de racionalidad. Lo que inquieta ciertamente es que, por un lado y por el otro, el afán de llevarse la sardina a su brasa llegue tan lejos, que no se tenga inconveniente en llegar a aquel clima de lucha y de cruzada y se ponga en peligro la muy delicada paz pública, la todavía muy débil y frágil democracia o convivencia de todos.

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Italia, una lección

En Italia estuvo a punto de ocurrir una cosa así, en 1974, con ocasión del referéndum sobre la ley del divorcio, y es una lección que se nos ofrece. En aquel entonces, incluso, para algunos obispos -quizá para una buena mayoría, según dijo entonces uno de ellos-, la libertad religiosa era «una teoría abstracta hasta el punto de que el documento del episcopado italiano sobre el referéndum acerca del divorcio no hacía mención de esa libertad, el tema clave, sin embargo, en este asunto. Monseñor Gottardi, arzobispo de Trento y antiguo brazo derecho de monseñor Roncalli en el patriarcado de Venecia, se percató perfectamente de ese desenfoque producido por la omisión de la referencia a la libertad religiosa en ese documento y comentó: «Lo que los obispos no han reafirmado explícitamente, y de lo cual cada uno ha tenido que dolerse, es el principio de la libertad de conciencia. Pero, si los obispos no han reclamado tal principio, por lo menos no lo han negado. Es un principio afirmado por ellos mismos otras veces, y, sancionado autoritariamente en el Concilio Vaticano II. La declaración conciliar sobre la libertad religiosa dice claramente que la verdad no puede ser impuesta mediante coerción y, por tanto, ni siquiera con una ley. Es obvio que una cosa así vale con mayor razón para los no creyentes, a los que no puede ser impuesta mediante una ley la verdad católica de la indisolubilidad del matrimonio. Es cierto que para el creyente el matrimonio es indisoluble, pero también lo es que esta verdad él no puede imponerla a quien no cree.»Y este razonamiento parece la evidencia misma como parece evidente que, tras la declaración formal de la libertad religiosa por parte del Vaticano II, una manera de pensar y de sentir en consecuencia iría por sí sola. Mas estamos muy lejos de ello. ¿Tan difícil resulta para los católicos el principio y el talante de la libertad? Así parece y así es. Y el Vaticano II se ha encontrado, en éste y en otros aspectos, en la situación histórica en que se han encontrado, por ejemplo, algunos regímenes republicanos: con un pueblo y un talante predominantemente monárquicos, o a la inversa: las verdades y los valores oficiales no son las verdades y los valores reales. Y aún diría que el Vaticano II se ha hallado en una situación todavía peor y más inestable: en la de un régimen provisional con partidarios del mismo tentados de dictadura y con adversarios que curiosamente admiten el resto de los concilios habidos en la Iglesia, menos este Vaticano II, que, por lo visto, sería cosa del diablo, mientras en las mismas alturas de esa Iglesia, quizá para compensar ciertos jacobinismos o desmadres o para tratar de conjurar una crisis religiosa radical que poco tiene que ver en sí con el Vaticano II, se han dado y se siguen dando versiones edulcoradas del mismo, e incluso en este ámbito de la libertad religiosa se conserva celosamente el viejo talante de intolerancia o, como mucho, de mera tolerancia, pero no se ha adquirido el de la libertad.

El principio y el talante de la libertad aparecen, entonces como una especie de concordismos con aquellas ideas y actitudes a que precisamente se refería el parrágrafo 80 del Syllabus, como de imposible reconciliación con el catolicismo. Pero sólo se trata de un trágico, malentendido: la ausencia de constricción en el plano de la fe y por lo mismo en el de las ideas morales derivadas de esa creencia, es un principio elemental cristiano que nada tiene de irénico con las ideas de la civilización moderna. Creo que no solamente un cristiano, sino cualquier hombre honesto y lúcido de nuestro tiempo, serían los últimos en sugerir pura y simplemente a la Iglesia que tratase de reconciliarse con todo lo que hoy llamamos civilización: con este mundo bárbaro y despiadado que maneja a los hombres como medios de producción, los domina con los mass media y su lavado de cerebro y los tira como desecho una vez exprimidos y cuando y ya no son rentables, o los prepara para la neurosis del fracaso y de la conciencia de frustración, el suicidio y la cretinez o simplemente el matadero. Nadie tampoco sugiere a la Iglesia que condone la injusticia y, menos, que se haga su cómplice. Se le piden otras cosas que parecerían muy sencillas, pero que, por lo visto, resultan extremadamente difíciles: por ejemplo, en esta cuestión concreta del divorcio, que no ponga en el corazón de una disputa civil o en la urna de las votaciones un sacramento, como dijo en su día el ex-presidente italiano Saragat, es decir, un asunto de conciencia. Se le pide que no ceda a la tentación de ser poderosa y eficaz o relevante y de imponer su creencia, cuando, además, los daños eventuales para la sociedad civil, que pueden derivarse de esa imposición, pueden llegar a ser extremos: a producir nada menos que el enfrentamiento y la violencia. ¿Y puede haber un mal moral superior a la violencia? Ciertamente, cuando un cristiano se pone a buscar razones para justificarla o excusarla, es que ya ha perdido su nombre como tantas veces les ha ocurrido a los moralistas. Eso hacía decir a Péguy, con toda razón, que la moral la habían inventado los moralistas y el cristianismo Nuestro Señor Jesucristo.

La cruzada, un temor

Lo peor que podía ocurrir, de todos modos, es que asistiésemos a algún espíritu de nueva cruzada, esta vez con bandera antidivorcista. ¿Tendrían razón, una vez más, los que piensan que los católicos, al igual que los comunistas, siempre tienen la libertad en la boca cuando son minoritanos y están en la oposición, pongamos por caso, pero que, en cuanto son mayoritarios y se encaraman al poder, imponen a los demás sus puntos de vista a sangre y a fuego? El simple hecho de que una cosa así pueda pensarse resulta ya políticamente negativo como lo muestra el hecho de que muchas personas ya no podrán pasar nunca las afirmaciones y promesas democráticas de los comunistas; pero en el caso del cristianismo o de la Iglesia, las consecuencias de esa sola sospecha son naturalmente mucho más letales.Una vez más, una palabra de Sören Kierkegaard da en la diana del problema, que ya no es solamente el del principio de la libertad, sino el de un mínimum derecho a hablar en nombre de Jesús: «Si me fuera concedido el poder de no pronunciar más que una palabra, de manera que ésta quedara impresa para siempre y no fuera olvidada, mi opción ya está hecha y he aquí lo que yo diría: Nuestro Señor Jesucristo no fue nada. ¡Oh!, no lo olvidéis, cristiandad.» Cristiandad que, con frecuencia, sólo ha sido una grandeza carnal, un asunto de poder y prestigio o hasta de dinero. Más vale sentirse contritos y no disimularlo ni excusarlo. Ni repetir la operación o jugar siniestramente con necios clericalismos a su viejo juego.

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