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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La gran ocasión

EL PROYECTO de ley de reforma política se encuentra ya en las Cortes. El Gobierno se presta a dar la última batalla para arrancar a las instituciones franquistas «concesiones democráticas» antes de consultar al pueblo. Pugna final, pues, para deshacer el gran nudo que había dejado al país atado y bien atado. Si el proyecto sale de las Cortes sin modificaciones que alteren la sustancia de la reforma constitucional concebida por el Gobierno, el presidente Suárez podrá iniciar de manera efectiva, por vía de referéndum primero y de elecciones generales después, un proceso que, teóricamente al menos, debe aproximarnos a un modelo clásico de democracia occidental.Pero no es momento de hacer pronósticos. En el fondo, importa poco lo que opinen unas Cortes en cuyos escaños toman asiento una ínfima minoría de españoles, que no representan a nadie y que, en su día, fueron seleccionados por razones de lealtad a un poder personal o por razones de adhesión a un sistema de componentes totalitarios.

Por eso, no nos parece serio que el Gobierno monte ahora toda su estrategia en función de esas Cortes. No es serio, en efecto, congelar el expediente de pase a la reserva de los tenientes generales Iniesta y De Santiago. No es serio tampoco desautorizar temporalmente con pretextos nimios el Congreso del PSOE. Menos serio todavía es repartir entre los procuradores sindicales un anteproyecto de ley, creador de un Consejo Económico y Social en el que en el futuro puedan aquellos encontrar un puesto de trabajo o nueva prebenda que compense el escaño perdido. Es, en suma, un síntoma de oportunismo y de debilidad, mostrarse predispuesto a pactar una reforma que, para merecer tal calificativo, no es pactable con esas Cortes.

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Las cosas hay que decirlas como son. El Gobierno no tiene necesidad ninguna de ceder ante la presión de las Cortes. La mayoría de los procuradores cobran por diferentes caminos del presupuesto del Estado, de las empresas estatales o por cargos, puestos y canonjías más o menos vinculadas a la Administración Pública. Dependen del Gobierno y la función de quienes figuran en nómina consiste en obedecer. Así ha ocurrido durante los últimos treinta y cinco años en que, disciplinadamente, han asentido a las iniciativas del poder ejecutivo. No hay razón alguna, salvo incapacidad política en el Gabinete, para que ahora esa disciplina no se respete y observe con el debido rigor. El aplauso, amén y silencio debe seguir siendo la regla. Del Gobierno depende que así sea.

Si el Gobierno es capaz de imponer un poco de orden en los escaños, podrá intentar una misión limitada pero histórica: dar al país no una reforma, sino una constitución, de la que ahora carece. Una constitución de la que pueda surgir, entre otras cosas, un verdadero parlamento, capaz de controlar a un poder racional en vez de ovacionar a una autoridad omnímoda. Por eso se extiende en estos días un sentimiento: el Gobierno Súárez está ante su gran ocasión, su única ocasión.

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