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Carmen Machi: “Mi oficio está por encima de todo”

Candidata este año al Goya a la mejor intérprete, la cómica opina que la actuación es lo más importante y lamenta que los políticos no vayan más al teatro

Elvira Lindo
Carmen Machi, en la biblioteca inglesa del Club Argo, en Madrid.
Carmen Machi, en la biblioteca inglesa del Club Argo, en Madrid.Bernardo Pérez

Carmen Machi o la Machi, como se llama a una actriz cuando la hacemos nuestra. Esta cómica con trazas de vividora tiene el don de que veamos en ella a la portera, a la puta, a Helena de Troya, a una tortuga, a la señorona, a su chacha. No ha tenido escuela, sino calle y mostrador. El oficio no le cabe en el cuerpo. Está nominada en los Goya a mejor actriz por su papel de prostituta en “La puerta abierta”, de Marina Seresesky y anda ensayando una obra de Ernesto Caballero. Este ha sido su año. Como el anterior. Y el anterior.

—Mi padre es un madrileño de pro, muy castizo. Tanto es así que aunque no vivíamos en Madrid, cuando mi madre se ponía de parto venían a Madrid a tener los hijos. A mí también me gusta ser madrileña. Me identifico con la forma de ser de esta ciudad. Mi sueño era tener un piso en Malasaña, y le agradezco a mi profesión haber podido cumplirlo.

—En Malasaña veo vida. Mi idea de Madrid es la de los tiempos de Tierno Galván. Asocio esta ciudad a los 80. Empecé a vivir la noche muy pequeña (risas), con amigos mayores que yo. He sido de tribus, los mods, los punkies, sin hacer religión de ello, pero tuve un novio mod y la película que más he visto en mi vida, unas 37 veces, ha sido Quadrophenia. Además, mis hermanos estaban metidos en la movida musical. Yo era una tía súper moderna.

—Empecé a hacer teatro en una compañía en Getafe que se llamaba Taormina. De siempre tenía la certeza de que haría eso. Yo era malísima estudiante, hacía muchas pellas. Lo mío era la vida, el futbolín, el mus. Pero me di cuenta de lo importante que era para mí el teatro cuando mis colegas se iban por ahí y yo deseaba quedarme ensayando. Eso era raro, porque a mí me gustaba mucho disfrutar la noche, dormir poco, devorar la vida, pero el teatro, ay, me volvía loca.

—Yo era enfermizamente tímida y eso provocó en mí una relación íntima con actuar. La paz de espíritu la he encontrado en el escenario, es más, no me pongo nunca nerviosa cuando salgo a escena. Es rarísimo. Nunca caliento antes, yo salgo ahí y encuentro mi lugar en el mundo.

—No he estudiado teatro. Pero mis grandes maestros eran de generaciones anteriores, la Baro, los Gutiérrez Caba, los Prendes… Nunca me he identificado con mi generación, me he adaptado, pero hay cosas en las que me siento distinta. Cuando entré en la compañía-escuela de La Abadía yo ya llevaba mucho tiempo trabajando, tendría unos veintiséis años. Había cosas que me parecían chorradas. Decían, “¡vamos a pasar el umbral!”. Y yo pensaba, “¿qué umbral?”. Todo eso me parecía inútil. Siempre he pensado que eres o actriz o no eres actriz. O tienes esa llamada extraña, que es casi espiritual, porque tienes que renunciar a muchas cosas, o no la tienes. Luego debes pulirte, claro, pero tienes que sentir esa llamada.

“La mujer ofrece una visión de la vida más completa, y esa mirada se pierde si no escuchamos sus historias”

—Es tan importante para uno actuar que llega a ser absurdo: aceptas el compromiso hasta de no ponerte enferma, y si te pones enferma da igual, tú sales al escenario. Hay que ser un poco idiota para esto, pero es así, yo lo acepté y eso le da una importancia tan grande a lo que hago que está por encima de todo lo demás, incluso de mi vida personal.

—Por suerte ya me lo han dejado de preguntar, pero yo no he sido madre porque es que ni me he acordado de ser madre. He tenido una vida tan plena que no he necesitado llenar ese hueco, no he echado de menos nada que pasara con mi cuerpo, ni con mi alma, ni con mis parejas.

—No entiendo la diferencia entre ser secundario o protagonista. He sido secundaria toda la vida, y me gusta, te curtes. Ser protagonista es más aburrido, porque los secundarios responden a personajes tipo que te permiten jugar. Te aseguro que a ciertos actores protagonistas los pones a hacer un secundario y no saben.

—Cuando hacíamos “Siete vidas” un día iba por la calle con Cámara y se le abalanzó una chiquillería de fans. Yo eso nunca lo había visto y me impresionó; cuando me tocó a mí, con Aída, se me hizo insoportable. Fue un escándalo. Es que teníamos ¡un 40% de audiencia! ¿Sabes lo que era eso? Como persona de teatro que yo era, acostumbrada a cargar, descargar, colgar mi ropa, pasar de esa realidad a no poder andar por la calle fue horrible.

—Cuando haces comedia la gente se cree que te conoce íntimamente. Pero, cuidado, yo la actitud del público la respeto, el problema está en uno mismo, en no saber gestionar la popularidad. La cosa es que si no puedes salir de casa porque no te sientes bien, es mejor que no salgas. Lo importante es tener los pies en el suelo para darte cuenta de que tú no eres para tanto como te hacen creer.

—Ahora, si no tengo el día para hacerme fotos, digo que no y me quedo tan ancha. Antes, sentía que le debía eso al público. Y no. Vale, te dedicas a entretener el ocio de los demás, pero necesitas tu tiempo de descanso y descansar también es ir por la calle a tu aire. Ahora sé que tengo el derecho a decir educadamente que no. Y no pasa nada. Porque hacer una foto es algo íntimo, aunque ahora parezca una bobada.

—Ay, la edad… A Rafaela Aparicio, por ejemplo, nunca le faltó trabajo, pero claro, cuando se trata de una actriz joven y guapa la industria la convierte en modelo de una época, y ocurre que cuando esa actriz cumple 40 llega ya otro relevo. Así es. Yo tengo compañeras de cuarenta que cumplieron ese papel y ahora están sin currar. Yo les digo, esperad cinco años más y podréis hacer las madres, que para eso da igual que hayas sido guapa o fea.

—En el teatro no tienes edad. En el teatro tienes la edad y el físico escénicos. El teatro es magia, en esa magia el espectador cumple un cometido muy grande. Los silencios del público nos dan la réplica. El espectador pacta con nosotros. Yo he hecho funciones en que la dama joven era casi una anciana. Y qué. En los pueblos se sentaba la gente en su silla de tijera y se lo creían. Yo he hecho de todo lo que te puedas imaginar, cuando estás en una compañía de repertorio haces de anciana, de hombre, de enano, de animal, de cosas muy raras. He hecho de tortuga, y perdona, no soy una tortuga, así que el compromiso del espectador es esencial.

—Es triste, pero los políticos no van al teatro. En “Agosto” teníamos un lleno diario, pero siempre había dos butacas vacías, las de protocolo del Ministerio.

—Las cosas se aprecian cuando pagas por ellas, eso te hace prestar atención. Y a su vez, a nosotros nos obliga a ser rigurosos, para responder como se merece a un público que ha pagado.

—Lo de la falta de nominaciones femeninas es cultural. Yo he estado con Manuela Moreno en “Rumbos”, una película maravillosa que ha pasado desapercibida, y con Marina Seresesky en “La puerta abierta”, y me da pena que no estén nominadas. Quiero pensar que no hay mala intención sino que no se dan cuenta. En los festivales hay poca presencia femenina, ¿por qué? Creo que es inconsciencia, pero debemos tomar conciencia de esto porque hay un desequilibrio. Pero va a empezar a cambiar. Hay un discurso de la testosterona que tiene que bajar un poco. Y es raro, porque trabajamos para un público mayoritariamente femenino. No quiero ser ofensiva, pero la mujer nos ofrecen una mirada de la vida más completa, y si esa mirada se pierde si no damos importancia a sus historias.

—No me gusta mandar. Al contrario, me encanta que me dirijan, que decidan por mí. Yo soy una actriz muy manejable.

—Si me pierdo que me busquen en el Parque del Retiro. Procuro ir a pasear todas las mañanas y me da por hablar sola. Yo qué sé por qué hago eso, será que soy asmática y pasear respirando ese oxígeno me da la vida. La gente dirá, mira, ahí va esa loca.

Cada uno de estos pensamientos expresados en voz alta finaliza con su risa grande y rota. Imagínenselo así, por favor.

Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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