El desentierro de la batalla de Waterloo
Un grupo de arqueólogos excava el campo de Waterloo en busca de restos de la contienda
El viento sopla en horizontal y, aunque hay algún destello de sol, el frío se mete en el cuerpo. “Sería peor con lluvia”, se escucha bromear a un par de ingleses. Un grupo de unos veinte arqueólogos —británicos en su mayoría— abrió a finales de abril las entrañas de uno de los campos de batalla más famosos de Europa y probablemente del mundo entero: Waterloo, a apenas 30 kilómetros de Bruselas, en Bélgica.
Waterloo Uncovered (al descubierto) es el primer proyecto de sondeo de la zona desde que las tropas francesas, lideradas por el emperador Napoleón Bonaparte, sucumbieron hace hoy 200 años al Ejército británico y prusiano, capitaneado por el duque de Wellington. La expedición, dirigida por el director del Centro de Arqueología de Guerra y también profesor en la Universidad de Glasgow (Escocia, Reino Unido), Tony Pollard, tiene como objetivo obtener la "fotografía completa" a partir de todo lo que se pueda rescatar de aquella batalla librada durante la mañana del 18 de junio de 1815 y que ha quedado, tras 200 años de historia, bajo una densa y permanentemente húmeda capa de lodo y carbón.
Cuando uno mira a su alrededor solo ve campo, cuando uno se fija, aprecia palos clavados en el suelo: los sondeos, las señales que indican que ahí abajo se esconde un pequeño trozo de historia militar del continente. Hay una docena y “todos ellos indican que abajo hay algo relacionado con la batalla”, sostiene el profesor Marc Van Meirvenne que, aunque es de Flandes (norte de Bélgica), viste de arriba a abajo como un noble campesino inglés: boina y camisa de lana, chaleco y botas verdes. El grupo de arqueólogos —al que también se han incorporado cuatro jóvenes exsoldados del Ejército británico que regresaron de Afganistán con síntomas de estrés postraumático, entre otras dolencias— se marchará, tras una semana de estudio del terreno, “como si nada hubiera pasado”, bromean entre ellos. Volverán, no obstante, en julio para quedarse explorando la zona durante los próximos cinco años.
“La arqueología puede ayudarnos a entender mejor la batalla”, sostiene Philippe de Smedt, de 30 años y doctor en prospecciones geofísicas del suelo por la Universidad de Gante (Bélgica). Este joven, que a pesar de la brisa que peina esta estepa verde como la lima lleva solo una camiseta de manga corta, se mete en cada agujero —o cuadrícula, como se denomina correctamente en arqueología— para husmear y ayudar a los voluntarios a encontrar “algo”. Smedt se desplaza entre la media docena de fosas con un quad que remolca su herramienta más preciada: la máquina de prospecciones geofísicas, un tubo blanco que acaricia la superficie y escanea hasta una profundidad de unos tres o cuatro metros el subsuelo del campo. “Es la que nos avisa de los lugares donde hay algo inusual bajo tierra”, sostiene. El joven cuenta más adelante que son ellos los que “por intuición” deciden los trozos de terreno que van a abrir.
Paciencia, un cuidado meticuloso y herramientas más bien comunes —como una espátula o un cepillo de dientes barato— es lo que necesita este grupo de expertos, financiados gracias a donaciones privadas de las que han rechazado repetidas veces decir la cuantía total, para desvelar más información sobre una de las contiendas más emblemáticas de los últimos tiempos. “Queremos saber más datos objetivos”, explica Smedt quien se queja de que "cada bando [francés y británico] ha dado siempre su propia versión”.
En dos días se han encontrado 148 piezas entre botones, monedas, insignias y balas de plomo de ambos bandos
Aunque en Bélgica está prohibida la recogida de metales de forma amateur, una mañana de finales de abril, un par de voluntarios que forman parte del proyecto pasean libremente por el campo balanceando sus cacharros de lado a lado, escuchando el suelo. “Los detectores [de metales] se han vuelto locos al pasar por aquel campo”, señala uno de ellos hacia la zona sur del campo de batalla, primera línea del frente francés. “Cuando encuentras algo que puede pertenecer a aquel día, la emoción es indescriptible”, sostiene con un fuerte acento escocés Gary Craig, de 51 años y con gran experiencia en detectar tesoros bajo la arena. Ha sido precisamente Craig quien protagonizó durante esta primera semana de sondeos el hallazgo más alabado: un cepillo para limpiar la pólvora de las armas en perfecto estado de conservación. “¡Tiene casi todas las cerdas!”, exclama Pollard mientras saca cuidadosamente de una bolsa de plástico transparente una cadena de hierro oxidado de unos seis centímetros con una brocha en el otro extremo. “Es algo excepcional”, insiste tras colgárselo en la zona del pecho de su forro polar, donde lo llevaban enganchado los soldados del siglo XIX.
Excepto el anterior, por el momento los hallazgos han sido menores. En dos días se han encontrado 148 piezas entre botones, monedas, insignias y balas de plomo de dos a tres centímetros de circunferencia. “Las [balas] de los ingleses eran más grandes”, matiza la arqueóloga Hillery Harrison. Melena blanca atada en una coleta, es la encargada de clasificar en bolsas estériles todas las piezas que sus compañeros de expedición le van llevando a un cubículo de la famosa granja de Hougoumont, en cuyo exterior comenzó la lucha hacia las 11:00 de la mañana del 18 de junio de 1815. “Creemos que aquí hubo unos 190.000 disparos”, sostiene un miembro del proyecto en la puerta principal de la granja.
Los 'Coldstream Guards', la herencia del duque de Wellington
¿Qué hace un soldado en medio de una excavación arqueológica? Recuperarse. Los cuatro excombatientes del Ejército británico con los que cuenta el proyecto de
Waterloo Uncovered
fueron lesionados mientras luchaban en Afganistán, Irak y durante duros entrenamientos militares. Tras un largo período de recuperación física —algunos han perdido la movilidad de sus extremidades— y también psicológica, pues aún padecen de estrés postraumático, buscan encontrar una vía de oxígeno en un proyecto al que están especialmente ligados. Sean Douglas, Kent Newton, Michael Buckley y Connor Birch pertenecen al batallón de los
Coldstream Guards
del Ejército británico, exactamente la misma legión que hace 200 años acabó con el imperio de Napoleón en esta llanura que ahora se encuentra en medio de Bélgica.
“Un día fueron altos, fuertes y lo tenían todo. Al día siguiente ya no son nada y su autoestima queda por los suelos”. Mark Evans, de 34 años y excapitán de los
Coldstream Guards
habla con conocimiento de causa. Volvió en 2010 de Afganistán con estrés postraumático, lo que le obligó a abandonar su carrera militar ese mismo año. Es arqueólogo de formación y bajo su mando se encuentran ahora estos cuatro jóvenes que revuelven la tierra sin descanso buscando la batalla. “No somos un centro de rehabilitación, pero es fantástico que se sientan útiles echando una mano en el proyecto”, sostiene Evans con semblante serio.
“Estar aquí excavando nos demuestra que podemos hacer otro tipo de cosas tras dejar el Ejército”, explica Sean Douglas, de 24 años. Este joven británico se lesionó mientras luchaba en Afganistán en 2014. Confiesa estar “apasionado” por formar parte de un proyecto que, al mismo tiempo que le evade de sus cicatrices —Sean prefiere no desvelar lo que le ocurrió durante la guerra—, le permite continuar en un auténtico campo de batalla. “Tenemos mucho en común con este lugar, siento una unión especial”, describe.
Quizás las cifras no sean meticulosas pero lo cierto es que los tres únicos testigos de la batalla que permanecen hoy en pie —tres árboles secos de algo más de 20 metros de altura— están aún “repletos de restos de metal”, según los científicos, quienes adivinan que probablemente sea de los proyectiles. Una decena de agujeros del mismo tamaño que las balas de plomo que custodia Harrison es una de las cicatrices más visibles que dejó Waterloo una mañana de primavera hace ya 200 años.
Babelia
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