Eduardo Mendoza se destapa como actor prodigioso
El novelista conquista al público del Romea con un delicioso e irrepetible monólogo


Dos noticias, una buena y otra mala. La buena: en el Romea se representó anoche una de las mejores funciones que se puedan ver en la cartelera. La mala: era función única y, por deseo del propio artista, nunca más volverá a los escenarios.
Había accedido, “incapaz de rechazar un reto”, Eduardo Mendoza, pues de él se trataba, a protagonizar una de las sesiones de Solos que ofrece el Teatre Romea de Barcelona y lo que brindó fue una velada maravillosa, llena de inteligencia, humor, ironía y sentimiento. Sabíamos que Mendoza era un gran escritor pero la función reveló a un actor como la copa de un pino. El ritmo, la voz, la gestualidad, el dominio de la escena... todo un prodigio.
El monólogo del novelista revistió el formato de una conferencia, centrada en el hecho teatral (pero en la que habló de otros temas mayores como la vida y la felicidad) y apoyada por unas fotos proyectadas (algunas tan impagables como una junto a Reagan en la Casa Blanca y otra de Rey Mago) y fragmentos musicales. Fue una delicia escuchar al escritor (desde ahora el actor) bromeando sobre su infancia en los maristas (!) o su supuesta torpeza para el arte escénico, animando al público a escapar durante los cortes musicales o a mantener encendido el móvil y contestar las llamadas.
Dejó muy claro Mendoza que era un acto único e irrepetible: “Si me invitan al festival de Aviñón, a la Cour d'Honneur les diré: 'No, merci”.
Explicó que tiene 73 años y es la primera vez que sube a un escenario como protagonista aunque descubrió un pasado de actor aficionado malogrado por “falta de coordinación”. Hizo reír de buena gana con su reinterpretación del argumento de Solo ante el peligro culminado en “gatillazo”, de la historia del monstruo de Frankenstein o de las confesiones de San Agustín, anunció su jubilación y habló de despedidas.
Era esperable una referencia a Rosa Novell, su mujer fallecida y que brindó sus últimas actuaciones, ciega, en ese mismo escenario. La que hizo Mendoza fue pudorosa, sutil, dulce: apenas una imagen fugaz entre fotos de cerezos en flor en Kyoto con la música tradicional de Sakura Sakura: la muerte en el esplendor. Y ya de regreso —devolviendo la emoción al cofre del corazón— a la vida, al teatro, a la literatura. Pues la función continúa aunque sea irrepetible.
Acabó Mendoza con una metáfora sobre los ríos y el mar y se sorprendió divertidamente ante los calurosísimos aplausos y bravos del público, que le hicieron salir a saludar una segunda vez hasta que nos echó a todos de allí haciendo cariñosamente el gesto de “váyanse” con las manos.
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