Silencio en las mesas humildes
Las comidas de los pobres tienen mucha cocina y poco y nada de discurso
En la mesa de los humildes extremos, muy necesitados, excluidos, sociales, indigentes invisibles que no secretos, hay poca cosa, “demasiado de nada” como un castigo paradójico.
Domina la honorable dignidad y discreción del resistente. Comer poco porque el bolsillo está vacío o el salario es magro o inexistente, es una condena que se acompaña de silencio.
Quizás en los entornos de los comedores desordenados y con hambre sistemática, a ratos, suena una sinfonía breve, sorda y reiterada, son ruidos de tripas, el aire viejo rueda cautivo por el vientre vacío.
De vez en cuando, los que no tienen suficiencia de subsistencia, usan platos grandes, como su pan, tanto pan para poco bocadillo. El breve sujeto del bocado es presentado magnificado, disimulado y transformado.
Contra el miedo y el gran desierto del mantel, la cueva de la boca y la nevera (y la cuenta del banco), priva la búsqueda del sabor, el gusto y la sustancia. Esas esencias han de ser creadas y conservadas como la fuerza viva del patrimonio mínimo. “En mi hambre mando yo”, dice una cita clásica, rebelde, contra las ofensas y humillaciones.
El alimento del pobre es cocinado a conciencia, sin furia, al fuego casi sin alma, con los cortes calculados, un menú ordenado en el ritual de la lenta elaboración, la alquimia básica.
El alimento del pobre es cocinado a conciencia, sin furia, al fuego casi sin alma, con los cortes calculados
El control del gasto fluye del obligado ejercicio de la multiplicación de la extracción de la esencia de las cosas. Así se busca la reducción de la dureza del músculo de la carne y sus tendones (nirvis dicen en las islas) y los huesos sin nada. Asimismo se come del recipiente de la conserva de oferta.
No son imágenes felices del mundo real. En la cara b, no entran las barrocas retóricas gastronómicas, los enredos de colorines o nombres sofisticados. Las comidas de los pobres tienen mucha cocina y poco y nada de discurso. Muchos deseos y pocos perdones.
La desdicha, el castigo injusto de un mundo roto, es el paisaje en una crisis que se abrió camino a hachazos. Hay agujeros negros, zonas ocultas, contradictorias al relato y al discurso de los gastrónomos y cocineros, transformados en la nueva élite. La cocina de mínimos pero barroca y rica es imposible para la mayoría, no sólo por falta de habilidades, herramientas o euros. Es una fantasía imaginaria entre el común de la gente, no únicamente entre marginados.
En esa cocina popular, de socorro, circula mucho caldo y la sopa necesaria, arroz blanco, patatas hervidas, legumbres de bote, alas y muslos de pollo; y un poco de pescado porque ahora parece siempre caro pese a que sea de escama, espina, azul y basto y no lo es. Un festival es un huevo frito con patatas congeladas y, quizás, una loncha de panceta, grasa en vena.
La crisis carcome a los humildes y malvivir así es una pena sin prisión. Los usuarios por necesidad de los menús solidarios, no sólo salen de la cola y la red de ayuda de las entidades solidarias en un ejercicio de solidaridad. Posiblemente su vecino o vecina son resistentes —en su mesa y en su vida— ignorados en las estadísticas.
Las personas desubicadas quedan registradas en su modestia involuntaria en la cola de las tiendas. En los mercados cuando se levantan las paradas, por la noche cerca de los contenedores de los hipermercados entra en juego una parte de los que pierden la vergüenza y arriesgan, además, la salud tomando su bocado de la misma basura.
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