¿Intelectuales domados?
La sociedad globalizada y los nuevos medios desplazan al pensador y le obligan a reinventar su compromiso político y moral - Hoy usan altavoces distintos
Cuando Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) presentó hace poco su último libro en Madrid, se refirió de manera crítica a los intelectuales de nuestros días. "No sienten la necesidad de comprometerse", dijo, "creen que los sistemas democráticos ya garantizan por sí solos la democracia, pero no es así... en América Latina todo está por hacerse, la democracia no está allí para quedarse". En Sables y utopías (Aguilar), Carlos Granés ha reunido medio centenar de artículos, seleccionados entre unos 400, que Vargas Llosa ha escrito en los últimos años y cuyo hilo conductor viene subrayado en el subtítulo: Visiones de América Latina. Es ahí, al otro lado del charco, donde no terminan de echar raíces sólidas las democracias y donde "el intelectual tiene la obligación de intervenir en el debate cívico".
Mario Vargas Llosa denuncia el escaso compromiso del intelectual
Roncagliolo: "Antes queríamos cambiar el mundo; ahora nos basta que no explote"
Paz Soldán: "No hay desinterés por lo público, se buscan otros foros"
El escritor peruano Santiago Roncagliolo considera que "hay mucha gente que sigue escribiendo de política". Pero observa: "Lo que no hay tanto son autores que defiendan de una manera radical una idea, como hace Vargas Llosa con el liberalismo, o García Márquez con el socialismo. El siglo XX se encargó de mostrar los límites de ambas opciones, y seguramente mi generación ha visto cómo el socialismo cubano no supo convivir con la libertad y cómo las democracias latinoamericanas no terminan de acabar con la pobreza. Así que tampoco podemos ser tan entusiastas".
"El modelo de intelectual ha cambiado drásticamente", dice el boliviano Edmundo Paz Soldán. "Cada vez es más difícil ocupar un lugar en la plaza pública como el que ocupan autores como Carlos Fuentes o el propio Vargas Llosa", explica. "La realidad se ha fragmentado, y aunque son muchas las voces que se pronuncian sobre lo que está pasando, ya no existe ese intelectual con vocación de convertirse en conciencia moral de la sociedad".
"No se puede reducir el temario latinoamericano al debate populismo-liberalismo", dice el escritor y periodista mexicano Sergio González Rodríguez. "El intelectual que hoy se enfrenta día a día con la cosa pública encuentra problemas muy diversos y debe utilizar estrategias distintas. No parece ser tiempo de compromisos vastos, sino de responsabilidades cada vez más exactas".
Vargas Llosa, seguramente con razón, reclama la urgencia que tiene la democracia en Latinoamérica de compromisos sólidos y concretos. González Rodríguez, para tratar del malogrado desarrollo democrático en aquellas zonas, apunta algunos problemas: "La voracidad por las ganancias y la explotación de las oligarquías y las corporaciones, la corrupción, el gran negocio de la ilegalidad que une al crimen organizado y al poder político y económico en el marco de la globalización". Resultado: "Se han multiplicado la violencia, la pobreza, la desigualdad, y cada vez son más escasas las posibilidades que se les abren a las nuevas generaciones de cara al futuro".
"La sociedad ha cambiado en tantos aspectos que ya no es fácil que un escritor convoque a todos los sectores", apunta Paz Soldán, que considera que ya quedan pocos autores que se atrevan a pronunciarse sobre todo. "Los años sesenta y setenta, por el impacto y la influencia de la revolución cubana, despertaron un enorme interés por lo que ocurría en América Latina", dice, "pero eso ha dejado de ocurrir. Además, la globalización impide paradójicamente que un argentino o un español se preocupen por lo que pasa en México".
¿Se ha eclipsado la fuerza de la palabra del intelectual en ese mundo globalizado en el que las distancias parecen haber crecido? Lolita Bosch, que conoce México muy de cerca y que vive ahora en Barcelona, prefiere salir de la esfera estrictamente pública. "El compromiso más importante que tiene un escritor es el de hacer bien su trabajo", opina. "Meterse a fondo, ser meticuloso, preciso, tomárselo en serio". Enseguida introduce un matiz: "Creo que un intelectual tiene por fuerza que tener un papel social, pero no creo que todos los escritores sean intelectuales y, de hecho, hay intelectuales a los que no les gusta escribir".
En el mundo que habitamos, las grandes certezas se diluyen. Quizá por eso, Santiago Roncagliolo confiesa que prefiere contar historias a establecer juicios, el reportaje antes que la opinión. "El intelectual era hace unas décadas quien estaba cargado de razón y a quien le tocaba decir la verdad. Pero el significado profundo de la democracia es ése: que no hay una verdad única, que nada permanece, ni es indestructible. Por eso mismo, es más difícil que hoy se comparta una dirección única. Todo está sometido a un permanente debate. Creo que es algo que tiene que ver con la tolerancia. Si tengo razón, para qué escuchar al otro. Eso se ha acabado: ahora todos tenemos que hablar, y defender posiciones muy distintas, para ponernos de acuerdo".
El escritor y filósofo Eloy Fernández Porta centra su atención justamente en eso: que hay posiciones muy distintas, discursos diversos, una extrema variedad en un paisaje en el que las nuevas tecnologías dan la voz a quienes habían sido silenciados. "La cuestión fundamental creo que es la del reconocimiento", comenta cuando se le pregunta por el compromiso del intelectual. "Todas las culturas que han conseguido imponerse lo han hecho no tanto por revalorizar lo que había sino por despreciarlo. El discurso dominante se sostiene en la medida en que afirma que todo lo demás no vale. Y de ese modo, han quedado silenciadas o ninguneadas distintas subjetividades, que terminan por ser tachadas de perversas. La pregunta que todo intelectual debería hacerse es sobre los saberes que no han sido reconocidos y, por su propio papel al haberlos ignorado. Las cosas serían muy distintas si se tomaran en cuenta las reflexiones y formas de relación que proceden, por ejemplo, del mundo lésbico. O de otras sensibilidades heterodoxas, vinculadas a la moda o a la música o a otras formas de expresión".
La red permite que todas las culturas excluidas puedan pronunciarse. Y así, frente a una voz central surgen miriadas de minúsculas perspectivas. Es una manera de ver las cosas. Otro enfoque distinto sería el de denunciar a las nuevas tecnologías como parte de un proceso que ha arrinconado a los medios tradicionales, y ha arrastrado de paso, y puesto en crisis, la vieja centralidad de la figura del intelectual. "Este proceso de declive ha provocado que algunos intelectuales hayan elegido, para prolongar su notoriedad pública, convertirse en actores que representan el papel de epígonos morales en un mundo que otorga primacía al espectáculo, la publicidad", sugiere Sergio González. Procuran ser actores, o "se adhieren a causas institucionales, a los grandes relatos de lo iberoamericano, a la burocracia cultural".
Un mundo fragmentado, una sociedad global donde se ignora al que está más cerca, un sistema de poder que sigue silenciando a los diferentes, países enfangados en la violencia, poblaciones pobres de solemnidad. ¿Sigue sirviendo una palabra como compromiso con ese telón de fondo? "Antes queríamos cambiar el mundo; ahora, nos conformamos con que no explote", dice Roncagliolo acordándose de lo que decía un amigo. Lolita Bosch señala que sigue buscando a aquéllos que tienen criterio, que han conquistado la suficiente autoridad para tener algo que decir. "Procuro leer a Juan Villoro o a Alma Guillermoprieto, encuentro que la revista Quimera sigue defendiendo una posición, me interesan los autores que publica en Periférica Julián Rodríguez, me interesa la seriedad del blog de Vicente Luis Mora". Y observa: "La lucha por la democracia fue sobre todo la gran guerra de nuestros padres, hoy de lo que se trata es de combatir la pobreza y lo que lleva detrás, la ignorancia".
Si el discurso del intelectual sobre el mundo sigue interesando, ¿a qué se refiere entonces Vargas Llosa cuando habla de su falta de compromiso? ¿No ha caído en picado la autoridad del que se pronuncia sobre lo que está pasando? Paz Soldán, que pasa largas épocas en Estados Unidos, aborda otro aspecto de la cuestión: "Quizá los escritores latinoamericanos se vayan pareciendo cada vez más a escritores estadounidenses como Philip Roth, Toni Morrison o el recientemente fallecido John Updike. Jamás los verás apareciendo en la televisión después de un suceso como el 11-S para sentenciar su diagnóstico. Y, sin embargo, se pronuncian sobre el asunto un tiempo después, en revistas o publicaciones académicas o en sus propios libros, donde entienden que van a ser escuchados de verdad, tomados en cuenta. O en sus obras. No es que exista desinterés por la cosa pública, es que se buscan altavoces distintos".
Los grandes medios, por tanto, con su afán por la inmediatez, ¿han acabado con el prestigio de la opinión reposada, elaborada, meditada? ¿Han acabado con los registros que, al fin y al cabo, definen la tarea de un intelectual? Fernández Porta apunta al lugar que ocupa la palabra en las sociedades capitalistas. "El intelectual ya sale comprometido desde casa. No hay grado cero, no hay un lugar neutro desde el que tomar partido. Cada quien ocupa un sitio dentro de una jerarquía y eso significa ya una subordinación a unas formas de poder, sean las que sean".
La sociedad del espectáculo, la realidad virtual, el avance de las democracias en distintos lugares del mundo. "Que todo eso traduce que tenemos colocadas las expectativas a la baja, pues seguramente sí", observa Roncagliolo. "Pero es lo que hay". Aún así, es optimista: "En Latinoamérica hace mucho que no había tantos regímenes democráticos. Es verdad que muchos tienen altos contenidos autoritarios, pero por lo menos se da por hecho que la democracia es algo que hay que defender, y nadie duda de que las urnas tienen que respetarse".
La palabra sigue pesando
"Lo que diferencia a los que nacieron en los ochenta frente a todos los demás es que, a la hora de expresarse, pueden hacerlo sin pasar por ningún filtro", dice Eloy Fernández Porta. "Los de mi generación, cuando queríamos publicar en una revista, debíamos por narices que pasar antes por unas jerarquías que, de una manera u otra, condicionaban tu trabajo: oportunidad del tema, estilo, forma de encararlo, etcétera. Hoy, a través de la red, el que quiera manifestarse puede hacerlo sin mediación alguna. Seguro que la mayoría de estas iniciativas no tienen ningún interés, pero las que lo tienen resultan sorprendentes por la originalidad de sus puntos de vista, estilo, formas...".
La emergencia de las nuevas tecnologías ha cambiado las cosas. Pero no tanto. "Ahora, a través de la red, los intereses y discursos alternativos pueden vincularse y dejan de operar aislados", señala Fernández Porta. Así que pueden llegar a audiencias más grandes y fortalecerse. Sin embargo, tanto Roncagliolo, que conoce de cerca el mundo de los blogs, como Lolita Bosch, siguen subrayando que todavía falta mucho para que las cabeceras tradicionales pierdan influencia. Y, de hecho, la gente sigue saliendo a la calle cuando, por ejemplo en Venezuela, se echó el cerrojo a Radio Caracas Televisión.
"Las ofensivas de distintos gobiernos autoritarios contra los medios de comunicación demuestran que éstos no son irrelevantes", señala Roncagliolo. "La palabra sigue pesando".
Y tanto. Lolita Bosch: "Todavía buscas referencias en los diarios que conoces, en versión digital o en papel, porque sabes que puedes conectar con lo que te dicen"
Voces desde el infierno
Es muy distinto el mundo en el que empezó a escribir Vargas Llosa del mundo en el que escriben los escritores a los que se ha convocado en este reportaje. En el primer texto de Sables y utopías, Vargas Llosa confiesa que fue a estudiar a la Universidad de San Marcos y no a la Católica porque tenía claro que no quería ser un "niño bien". Le inquietaban las circunstancias del país en el que habitaba, el Perú de los cincuenta, y quería hacer algo. Seguro que un gesto semejante alimenta las obras de los aquí presentes.
Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) es novelista y escribe reportajes y opina en los medios. En distintos libros suyos se ha sumergido en un infierno: recorrer y reconstruir e intentar explicar las distintas tramas que gravitan en torno a la organización terrorista Sendero Luminoso. En su novela Abril rojo (Alfaguara), las actividades del grupo son el telón de fondo de una trama policiaca con crímenes horrendos; en su ensayo La cuarta espada (Debate) se acerca a la figura de Abimael Guzmán para desentrañar los porqués de un conflicto que dejó cerca de 70.000 muertos.
Nacido en Cochabamba en 1967, Edmundo Paz Soldán se embarcó en Palacio Quemado (Alfaguara) en la aventura de novelar lo que ocurrió en su país, Bolivia, entre agosto de 2002 y octubre de 2003: la caída del segundo gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada y la emergencia de un fuerte movimiento indígena liderado por Evo Morales. La cosa pública, los derroteros de su país, la reflexión sobre las complicaciones de la democracia en países con inmensas diferencias sociales no son cuestiones, pues, que le resulten ajenas.
En Huesos en el desierto (Anagrama), Sergio González Rodríguez (México DF, 1950) exploró con todo lujo de detalles los asesinatos de mujeres que se producen en Ciudad Juárez. En El hombre sin cabeza, lo que hizo fue ocuparse de las decapitaciones que realizan los sicarios del narcotráfico en México o los fundamentalistas islámicos. Violencia en estado puro.
Lolita Bosch, que nació en Barcelona en 1970, le tiene un amor tan grande a México que la batalla de dar a conocer la riqueza de ese país se ha convertido en parte de su rutina cotidiana. Además de su propio trabajo literario -su último libro es La familia de mi padre (Mondadori)- publicó Hecho en México, donde presentaba un abanico de autores de aquel país, sorprendida de que fueran tan desconocidos en España en plena globalización.
Afterpop (Berenice) y Homo sampler (Anagrama) son los dos últimos ensayos de Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974), y en ellos aborda las modalidades más recientes de consumo cultural y las formas de identidad en una sociedad marcada por el consumo. Ocuparse de pensar es para muchos, a estas alturas, una extravagancia. Los riesgos que asume Fernández Porta revelan que todavía quedan muchas cosas por decirse, que urgen voces que exploren territorios diferentes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.