Una viga como una casa
El pasado 20 de mayo el torero catalán Serafín Marín hizo el paseíllo en la plaza de Las Ventas de Madrid envuelto en una bandera catalana y tocado con una barretina. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué usó La Senyera en vez del tradicional capote de paseo y el gorro tradicional catalán en vez de la tradicional montera? ¿Porque detesta las tradiciones taurinas? ¿Para reivindicar la singularidad de Cataluña? ¿Porque es un votante de Carod-Rovira? ¿Para joder a los madrileños? ¿No lo adivinan? ¡Correcto! Tras el debate de esta primavera en Cataluña sobre la abolición de las corridas de toros, parece inevitable concluir que, como escribía Antonio Lorca en este periódico, el gesto de Marín "era una defensa de la fiesta en Cataluña, y no una afrenta al resto del país". Parece inevitable, pero no lo es: la prueba es que una parte de los tendidos se sintió ofendida por el gesto del torero y lo abroncó sonoramente. Para que luego digan que los toreros no se juegan el tipo en la plaza Ahora bien: ¿cómo es posible que los taurinos de Las Ventas abroncaran a Marín? ¿Cómo es posible que no entendieran un gesto cuyo significado es tan obvio? ¿Cómo es posible que se sintieran ofendidos por él? La explicación de una actitud tan irracional sólo puede ser irracional: el anticatalanismo visceral que aún aflige a una parte de España; la explicación de esa irracionalidad sólo puede ser otra irracionalidad: su nombre es nacionalismo.
"Al nacionalismo no se le combatecon un nacionalismo contrario, sino con la razón"
Me refiero al nacionalismo español, por supuesto. Muchos españoles estamos de acuerdo en que uno de los principales problemas de este país radica en la vigencia del nacionalismo, pero no todos estamos de acuerdo en que ese nacionalismo incluye también al nacionalismo español; de hecho, para muchos españoles no hay en España otros nacionalismos que los llamados nacionalismos periféricos. Para quienes padecemos a diario alguno de tales nacionalismos eso es ver la paja en ojo ajeno y no ver la viga en el propio. Y es natural que no se vea: el nacionalismo catalán, digamos, ha dominado el discurso ideológico en Cataluña durante las últimas décadas, pero el nacionalismo español es desde hace más de un siglo en España como una fina película que lo recubre todo, o como Dios, que está en todas partes aunque nadie lo ve. En todas partes: en la política, en la literatura, en la filosofía, en la filología, en el deporte. No estoy diciendo que, como suelen repetir los nacionalistas, todo el mundo es nacionalista, lo reconozca o no; lo que digo es que el hecho de que nadie se declare nacionalista español no significa que no existan los nacionalistas españoles, sino que el nacionalismo español ha triunfado de tal modo que nadie necesita reivindicarlo (a menos que se le reivindique con una máscara; por ejemplo: llamándole constitucionalismo). Aunque en la práctica sean distintos, en el fondo los nacionalismos periféricos son igualmente siniestros: en la práctica poco tiene que ver el belicoso nacionalismo vasco con el felizmente pusilánime nacionalismo catalán, pero en el fondo ambos postulan la existencia de una comunidad pura y primigenia dotada de inalienables derechos históricos; o dicho de otro modo: en el fondo ambos postulan que el séptimo día, en vez de descansar, Dios creó su nación. Pero no otra cosa es lo que postulan en el fondo los nacionalismos estatales, aunque en la práctica también sean distintos y poco tenga que ver, digamos, el nacionalismo español con el nacionalismo alemán; más importante aún es en la práctica la diferencia entre los nacionalismos periféricos y los estatales: cuando un nacionalismo periférico se desboca te monta una banda terrorista, pero cuando un nacionalismo estatal se desboca te mata a la mitad del país, como ocurrió con el español, o a la mitad del continente, como ocurrió con el alemán. Sí: el nacionalismo es una fantasía siniestra a la que entre otras cosas debemos las dos guerras más devastadoras de la historia, pero no se le combate con un nacionalismo contrario (o con máscaras o sucedáneos del nacionalismo), sino como a cualquier otra creencia irracional: con la razón. Y la razón sólo se empieza a tener cuando, antes de denunciar el nacionalismo ajeno, se denuncia el propio.
Porque el problema no es sólo de España, sino de Europa: el problema no es sólo el de los nacionalismos que quieren destruir los Estados, sino el de los que no quieren construirlos. Habermas ha argumentado que la actual crisis económica puede ser, desde el punto de vista político, una ocasión de oro: la ocasión de que Europa se convierta en una verdadera unión política, en un único Estado. Visto lo visto, con el mundo en manos de USA y China y pronto de Brasil y la India también, no parece que haya ahora mismo mejor alternativa para Europa (en mi opinión, nunca la ha habido). ¿Quién se opone a ella? El nacionalismo. El nacionalismo alemán, el francés, el italiano, el polaco, no digamos el inglés. Y, por supuesto, el español: después de que Zapatero adoptara las medidas de ajuste exigidas por Europa, hemos visto a la derecha en pleno travestida de Agustina de Aragón mientras lamentaba la pérdida de soberanía de nuestro país y denunciaba que en España mandan Merkel y Sarkozy. ¿Qué es eso? Si quieren mi opinión, vuelvan al título.
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