El viaje de la memoria
Berlín, hace veinte años; Berlín, hace diez años; Berlín, ahora. La primera vez fui por invitación de la DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico); la segunda vez, por mi cuenta, y la tercera, por invitación de las autoridades de Renania del Norte-Westfalia. En aquella primera ocasión empecé con la mayor inocencia mis Crónicas alemanas: un escritor vive en una ciudad extranjera, escribe lo que le pasa, lo que ve, lo que lee. Un concierto de Maurizio Kagel, un paseo por los jardines del Charlottenburg, una visita a Lübars, que por aquel entonces todavía estaba justo dentro del muro. Todo normal, salvo que Berlín no era una ciudad normal, y para alguien que viviera allí en aquel movido año de 1989 nunca podrá serlo. No consigo borrarlo de mi memoria: la doble línea divisoria, entre los dos sistemas políticos, entre las dos épocas. Desde las ventanas del hotel Esplanade, mucho antes de 1989, había visto el espacio escueto y nevado de la Potsdamer Platz, con la obscena tumefacción del búnker del Führer en la lejanía y, en primer plano, esas filas tan gráficas de los caballos de Frisia, pedazos oscuros de metal apuntando al cielo en diagonal, diseñados para impedir cualquier intento de fuga.
Alemania ha logrado superar ese pasado a fuerza de luto, de reflexión y de la conciencia de que nunca desaparecerá del todo
Dejé que Berlín se deslizara ante mis ojos, barrios que no conocía, comida exótica, ráfagas del Tercer Mundo entre casas grises
En realidad, mejor no hablar más de ello. Es tiempo pasado, al igual que lo eran esas fotos de la misma plaza en 1929, llena de coches antiguos y de gentes apresurándose de un lado a otro, o paseando. Luego, cuando volví por primera vez, pude ver cómo echaban los cimientos de edificios aparentemente enormes en el terreno arenoso, aquello parecía una descomunal fosa común. Y ahora están esos edificios que para poder ver del todo tienes que estirar el cuello: templos de Babel bajo los cuales ha quedado aplastado el pasado. Busco el hotel Esplanade, pero cuando finalmente lo encuentro, ni lo reconozco. Tras un cristal quedan restos de la Kaisersaal, el salón imperial, pero es como la doble muerte de las mariposas expuestas tras una vitrina: ya no deberían estar, pero ahí siguen. Eso sí, ya no podrán volar nunca más. Me paseo entre esas grandes edificaciones, un homúnculo dentro de una enorme maqueta arquitectónica, salvo que no se trata de una maqueta, es de verdad.
¿Echo algo en falta? ¿Echo de menos el Berlín de entonces? No. Lo único es que en ese tipo de lugares no sé como sacudirme el pasado, la única posibilidad sería volver a vivir allí. En ese sentido, mis tres meses en Westfalia son un ejercicio perfecto. Volveré a entregarme a la ciudad: visitante procedente de un pequeño país europeo en la capital de un gran país europeo con el que el pequeño país comparte un pedazo de su historia. En mi libro dejé constancia del dramatismo de la primera despedida, quería saber qué sería de Alemania "cuando fuera mayor". Volviendo a leer esas líneas, descubro un cierto patetismo que nunca llegará a desaparecer de las inmediaciones del Reichstag o de la Torre de Brandeburgo. Esos edificios no acaban de casar con la modestia de Bach o la intelectualidad de Schönberg; si pudieran cantar, sonarían diferentes, con pesadumbre y dramatismo.
Wagner es el más alemán de todos los compositores; los generales alrededor de la plaza de la Grosser Stern recuerdan con sus poses a los héroes de sus óperas, y para alguien como yo, que procede de una pequeña ciudad de callejuelas y silenciosos canales, esos espacios abiertos y esas amplias avenidas de Berlín, con sus edificios pomposos, o majestuosos en todo caso, y sus estatuas flanqueadas por águilas y leones heráldicos no son más que una muestra de poder. Recuerdos prusianos, imágenes de desfiles nunca del todo olvidadas, música heroica ya esfumada frente al otro pathos de las dos estatuas vivientes rusas que clavan la bandera de la victoria, o sea, de la derrota, sobre el Reichstag, desgarro y destrucción, división y reunificación, un muro y un puente aéreo, la ciudad como una pieza de ajedrez movida de un lado a otro en el tablero de la historia. Y después, a hacer como que aquí no ha pasado nada ?y he ahí el milagro, que lo han conseguido.
Dentro de lo posible, Alemania ha logrado superar ese primer pasado a fuerza de luto, de reflexión y de la conciencia de que nunca desaparecerá del todo, y con ello, también dentro de lo posible, asimilar, sin suprimirlo ?el pasado nunca puede suprimirse?, ese otro pasado y transformarlo, a fuerza de rendición de cuentas, de habituación y de desgaste natural, en un presente con la apariencia del día de hoy.
¿Pero estoy en lo cierto con mi hipótesis de Wagner y Schönberg? Si quisieras traducir a Schinkel en música, ¿no se parecería más a...? Vete tú a saber... ¿Qué música escuchaba Goethe? Dejémoslo, todo esto me supera. Las gigantescas columnas helénicas del museo junto a la catedral invocan la exaltación del triunfo, un aire apolíneo, pero no ha pasado ni media hora y me topo con una estatua junto a la Nikolaikirche en la que caballo y dragón están enzarzados en furioso combate, o sea, volvemos a Wagner.
Cómo es posible que nunca antes me hubiera fijado en esa estatua, mientras que queda muy cerca del Zum Nussbaum, un café que solía visitar por aquel entonces cuando iba a Berlín Este. No me queda más remedio que volver a conocer Berlín. Comienzo con la más humilde de las lecciones y me disfrazo de turista de Phoenix, Arizona, y me subo a un barco turístico. Es un día glorioso del mes de octubre, todavía no hace ese tiempo de tundra parduzco que prevalecerá al mes siguiente y puedes sentarte fuera, en la cubierta de la embarcación. No hay demasiada gente, el viento da ligeros tirones y estirones a las palabras que salen de los altavoces, nombres y fechas, pero me parece bien así, dejo que la ciudad se deslice ante mí. Prácticamente cada rincón conlleva un recuerdo, pero no quiero ocuparme de eso ahora, quiero ver la ciudad como un forastero, nunca antes he estado aquí.
La Bundeskanzleramt, la Cancillería Federal, se me antoja modesta, bella incluso. ¿Es ésta la sede de los gobernantes de la tercera potencia económica mundial? ¿Es desde aquí desde donde, con cierta renuencia, por aquello de no defraudar a los aliados, se envía a desiertos hostiles, en la otra punta del planeta, a soldados que parecían haber vuelto por fin a casa para quedarse allí para siempre? El poder se ejerce desde aquí sin pompa; detrás de alguna de esas ventanas hay alguien que considera que los ahorros alemanes no deben darse a otros europeos que han vivido del cuento, alguien que tiene apego a las viejas costumbres y que no quiere que, en ningún caso, se le obligue a avivar la inflación hasta que el dólar esté tan barato que los americanos puedan pagar su inconmensurable deuda a China, para que el juego empiece de nuevo.
El mundo como ruleta no es una imagen seductora; el proteccionismo ya no es una opción; el Estado como propietario de los medios de producción, tampoco, y Lafontaine como reencarnación de Marx, menos aún; corren tiempos revueltos, el pueblo gruñe, por ahora en voz baja, luego quizá con más fuerza; van y vienen los dignatarios extranjeros, el chino, el ruso; puede que ese edificio no sea el centro del mundo, pero sí un nexo que nadie puede obviar; el Obama que vive aquí es una mujer, pero la oposición se sienta con ella en el Gobierno; la cacofonía mediática no hace más que crecer, todos saben lo que hay que hacer, gráficos, números, pronósticos entran y salen del edificio; conferencias de prensa, portavoces, artículos de fondo, todo gira en torno a este edificio que no existía hace veinte años, cuando era otro el torbellino que recorría esta ciudad. [...]
A veces pienso que esta ciudad lo hace adrede, esa mezcla constante del ahora y del entonces, con sus correspondientes estratos del recuerdo, porque, al volverme, veo la torre de televisión de la Alexanderplatz con esa extraña tumefacción de cristal en la parte superior y su absurdo pirulí rojiblanco apuntando al cielo. ¿Qué pensará alguien que en su momento se casara en este edificio ahora derruido? ¿O alguien que gobernara desde él? Dentro de poco, las torres habrán desaparecido y con ellas los recuerdos, succionados primero por la demolición y enterrados luego bajo esa otra forma de nostalgia que desearía volver a construir la fortaleza de los Hohenzollern de esa era que se ha esfumado para siempre. [...]
Las plantas dicen poco, por regla general, pero pueden susurrar o crepitar con la velocidad adecuada del viento. Hay un verso muy famoso en mi lengua del poeta-sacerdote flamenco Guido Gezelle (1830-1899), una especie de Olivier Messiaen de la poesía: Mij spreekt de blomme een tale (A mí las flores me hablan). Allá por el año 1989, paseando por el barrio de Nikolai, me topé con el café Zum Nussbaum. La palabra nussbaum (nogal) en holandés se dice nooteboom, como mi apellido, así que es probable que fuese ese nombre lo que me llevara a entrar aquella primera vez. Parecía uno de esos típicos bares antiguos de Amsterdam, pequeños, de color marrón, con tan sólo un par de mesas de madera bien enceradas, un ambiente acogedor.
Era el Este, pero me recordaba a casa: la penumbra, la gente taciturna, el ligero murmullo; fuera, el frío, grandes montículos de nieve en las calles heladas, un viento canalla de Siberia peinaba a contrapelo el río Spree, pero dentro hacía un calor agradable y con el ponche te ardía la cara. Antes era un sitio singular, para ir tenías que pasar por todos esos puestos de control junto a la estación de la Friederichsstrasse, aquello tenía algo de aventura, llegabas por un momento a otro planeta, pese a tener la impresión de hallarte en un cuarto de estar ajeno. Llamabas la atención por ser alguien que venía a ver, con lo que tú mismo te convertías en punto de mira, algo que ahora se ha perdido. Fuera hace hoy un día otoñal, puede que se ponga a chispear, me he tomado algo, un tipo de cerveza que en Holanda no tenemos, vasos altos de culo estrecho que puedes tardar una hora en beberte: cerveza para meditar.
Quizá fuera por eso por lo que luego no sabía muy bien qué hacer con mi día, el periódico con la crisis ya me lo había leído, había visto como Angela Merkel velaba por Alemania como una gallina clueca y cómo Gordon Brown todavía no había logrado seducirla para empezar a gastar el dinero a espuertas; Obama, de quien un par de meses después era impensable que no hubiese estado siempre, todavía tenía que salir elegido, pero a nosotros no nos dejaban votar; ataques suicidas en Afganistán y coches bomba acaparando las portadas, el mundo, un panóptico de crueldades indigestas ?y quizá por ello, cuando vi pasar el autobús 48 con el cartel Botanischer Garten, me monté sin pensarlo dos veces y me subí al piso de arriba para dejar que Berlín se deslizara ante mis ojos, toda una serie de barrios que no conocía, tiendas con comida exótica, ráfagas del Tercer Mundo entre grandes casas grises.
Quise conservar algo de ese día. En mi cuaderno de notas, un par de apuntes desalentadores: Hauptstrasse, Dominicusstrasse, Günlük Taze Ve Halâl Et, Rathaus Friedenau, Kaisereiche, U-Bahn Schreiberplatz, Losgehen um anzukommen, Halte Kielerstrasse, Malik..., la mitad ya ni sé lo que significan. Parece un código secreto para espías, pero nadie controla mis papeles, nadie me arresta. Escucho los murmullos de conversación del autobús. [...] Cuando me bajo en la parada del Jardín Botánico, todavía llevo colgando su matrimonio fracasado como una telaraña y, en ésas, me adentro en el reino del silencio multicolor a lo largo de las trompetas de ángel y las espiguillas rosas de la hierba del pastizal. Luz del sol cobriza, lluvia amenazante, recojo del suelo una hoja grande, curtida, que quiere contarme algo sobre el otoño, es púrpura como un obispo, con nervios como un sistema de vasos sanguíneos dorados.
¿Por qué la decrepitud de las plantas es bella y la del hombre no, por lo general? El verde comienza a decolorarse por doquier en dirección a la muerte, como paracaidistas suicidas van cayendo lentamente las hojas solitarias, flotando en círculos, como si de camino todavía tuvieran que cumplir alguna misión secreta.
En la prensa leo que van a cerrar el aeropuerto de Berlín-Tempelhof. De inmediato me vienen en mente las imágenes del puente aéreo y de las historias relacionadas con el mismo. En mi novela Perdido el paraíso aparece este aeropuerto en una corta escena, y es como ver ante mí la larga pasarela, las filas de neón en las aristas del techo y el planeador colgado del mismo. Hoy es el día de los últimos vuelos, del desmantelamiento inminente: "Wir dürfen uns das nich gefallen lassen, es gibt hier nichts zu feiern" ["No tenemos por qué tolerarlo, aquí no hay nada que celebrar"], leo en una pancarta que sujeta un hombre con la cara de alguien que sabe que ya ha perdido.
Los vuelos que hice saliendo de Tempelhof o llegando al mismo eran siempre con avionetas que, junto con la peculiar construcción de la pasarela que no había visto antes en ningún otro aeropuerto, convertían la experiencia de volar en algo anticuado, como si estuvieras en una película de espías de los años cincuenta. Pero había algo más con ese aeropuerto, algo que tenía que ver con un estrato más profundo de mi pasado. Veo y oigo por la televisión un avión despegando, y el sonido me recuerda al primer día de la Segunda Guerra Mundial.
Aquel 10 de mayo de 1940 me desperté con el ruido de las bombas y de la artillería antiaérea, y de los aviones bajando y subiendo a toda velocidad. El aeropuerto militar de Ypenburg, cerca de nuestra casa en los alrededores de La Haya, fue bombardeado al romper el día. Y no recuerdo si se trataba de Heinkels o Junkers, pero el sonido que escucho ahora es sin lugar a dudas el mismo de entonces, el de antes de los cazas supersónicos. Para mí está asociado con los cielos rojizos de Rotterdam en la lejanía, con paracaidistas en lento descenso sobre los pastos verdes. Quiero volver a oír ese ruido una vez más, pero de verdad. Leo algo sobre los Rosinenbomber [aviones de los aliados utilizados durante el bloqueo soviético que llevaban víveres, carbón y medicinas para los alemanes], un viaje a través del tiempo. Al parecer, se puede volar por última vez en los viejos aeroplanos del puente aéreo, pero eso no me atrae. Yo vengo en busca de un pasado anterior. A la entrada está la cabeza de un águila gigantesca, negra y radiante, el pico inclinado parece una daga afilada, pero una vez que entro en el hall, todo parece más bien de una normalidad engañosa.
Todavía hay gente haciendo cola delante de los mostradores de facturación, los suelos pulidos, en medio del hall hay expuesto un motor de avión a modo de monumento o de obra de arte extraviada de Beuys, las bujías con filamentos eléctricos sobresaliendo por doquier, como los pelos de una gorgona. En el mostrador de Air Service Berlin hay unas azafatas con uniformes color capuchino, y en el reloj colgado del gran muro oscuro, las manillas azul claro marcan la hora tal como corresponde a las escenas de llegadas y salidas, y es por eso por lo que los relojes de los aeropuertos siempre tienen otro significado que los de una iglesia.
Doy la vuelta al edificio a través de una galería de extrema desnudez que, en su momento, llegó a resultar tan moderna que las ideologías totalitarias se apropiaron sin más de esas formas sobrias, geométricas que, para mí, estaban inspiradas no sólo en Adolf Loos, sino también en la arquitectura cisterciense. Una vez fuera, me dirijo hacia la Tempelhofer Damm con la esperanza de poder ver y oír, tras la valla, cómo despega el avión de mi juventud. Al ir caminando, me doy cuenta de lo grande que era Tempelhof, un enorme espacio abierto en medio de esta gran ciudad.
Al parecer, en alguna parte, hay una entrada por la que puedo acercarme más a las vallas de hierro trenzado. No soy el único, conmigo está todo un grupo de observadores de aviones, pegados a las mallas metálicas, y juntos vemos cómo la máquina prehistórica pasa a nuestro lado y despega con ese pequeño salto siempre inesperado, como si por un momento se burlara de la fuerza de la gravedad.
Cuando miro a mi alrededor, me doy cuenta de que ese recuerdo del sonido que oí, hace ahora casi setenta años, no puedo compartirlo con nadie de los que están aquí, aunque sólo sea por el hecho de que los que están a mi alrededor son demasiado jóvenes. Quien escucha con el oído del recuerdo oye lo mismo y no oye lo mismo, así podría resumirse. Basta con que un relato histórico sea lo suficientemente antiguo para que acabe disfrazándose. Y entonces adquiere más bien un carácter mítico, de leyenda o de fábula. Alguien, en algún momento, en algún lugar de este u otro mundo, lee acerca de una ciudad que, en una prehistoria cubierta de neblina, en un tiempo inconcebiblemente lejano, fue salvada por los pájaros. P
Traducción: Carmen Bartolomé Corrochano.
'El País Semanal' ofrece en exclusiva la publicación en castellano de este texto que pertenece al libro de Cees Nooteboom 'Crónicas alemanas' (versión actualizada veinte años después de la caída del muro), que sólo se editará en alemán y holandés.
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