El largo duelo del Yak-42
El 25 de mayo de 2004, el entonces ministro de Defensa, José Bono, se reunió con un centenar de familiares de las víctimas del accidente del Yak-42 en Maçka (Turquía), a pocos kilómetros del escenario donde un año antes se produjo la tragedia. "Paz, piedad y perdón", les pidió, parafraseando a Azaña. Tras unos minutos de silencio, Amparo Gil, madre del sargento Francisco Cardona, le respondió: "¿Cómo podemos perdonar si nadie nos ha pedido perdón, ni tener paz sin conocer la verdad?".
El 25 de mayo de 2003 fue un buen día para el PP. Ni las manifestaciones contra la guerra de Irak ni el desastre del Prestige se reflejaron en las urnas. El PSOE ganó las elecciones, pero el PP conservó intactos sus bastiones de poder autonómico y municipal. "Pretendían barrernos del mapa y estamos más vigorosos que nunca", proclamó exultante el presidente Aznar.
El 25 de mayo también era un buen día para Amparo y su marido, Francisco Cardona. A primera hora de la tarde salieron de su domicilio en Alboraya (Valencia) rumbo a Zaragoza, donde al día siguiente recogerían a su hijo tras dos meses en Manás (Kirguizistán), el destacamento que servía de apoyo al contingente de Afganistán. Fue en la cafetería del pabellón de suboficiales de la base de Zaragoza donde, mientras desayunaba, Cardona oyó por televisión, primero incrédulo, luego conmocionado, que se había estrellado un avión con 62 militares españoles. Y no había supervivientes.
A las 6.30, la noticia despertó como un mazazo al ministro de Defensa, Federico Trillo, al que la euforia electoral había hecho trasnochar. A Pacho González Castilla le sorprendió circulando por el centro de Madrid. Tuvo que parar y bajarse del coche para recuperar la respiración. El día anterior lo había dedicado a presidir una mesa electoral en el barrio madrileño de Latina. Por eso no pudo celebrar el 72 cumpleaños de su padre, el general de Intendencia José Luis González Arribas. De los seis hermanos, sólo faltaron él e Ignacio, el único que siguió la carrera militar de su padre y su abuelo. Nacho llamó desde Kabul para felicitarle y anunciar que por la mañana llegaría a Torrejón. Fue la última vez que le escucharon.
Quizá por su condición de general, Trillo hizo una excepción con González Arribas. Le recibió en su despacho y le pidió que calmase a los demás familiares del Yak-42, con el argumento de que sus críticas e insultos, que afloraron ya en el funeral, dañaban la imagen de las Fuerzas Armadas. Y le prometió aclarar todas las circunstancias del accidente.
El general González Arribas falleció tres años después. Nunca se recuperó de la muerte de su hijo menor y, sobre todo, del desengaño con sus superiores jerárquicos, en los que como militar siempre había confiado.
El 20 de octubre de 2003 escribió una durísima carta a Trillo. "Un Ejército profesional", decía, "no se merece responsables políticos tan incompetentes, que actúan desde la prepotencia y no asumen sus responsabilidades". La culpa de que el general rompiese su silencio y su disciplina fue el viaje que el 14 de octubre de 2003 hicieron varios familiares a Trabzon, invitados por el Villarreal, que jugaba un partido de la UEFA contra el equipo local.
Un imán les entregó dos chapas identificativas -del cabo primero Agulló y el sargento primero Martínez Micó- recogidas en el lugar del accidente. Para él, eran objetos de valor sentimental. Para las familias, la llave que abrió la caja de las dudas. Defensa les había dicho que esas placas fueron un elemento esencial para identificar los cadáveres.
Pocas horas después del accidente, Toni Alarcón fue advertido por el jefe de la Agrupación de Apoyo Logístico 11, en Colmenar Viejo (Madrid), donde estaba destinado su hermano, el sargento Francisco Alarcón, de que habría que tomar muestras de ADN de parientes directos para identificar los restos. Al día siguiente, sin embargo, le dijo que se habían descartado las pruebas de ADN y también el viaje de un equipo de expertos en identificación de la Guardia Civil, con el argumento de que su trabajo ya no era necesario. La angustia de las familias fue despachada con descalificaciones por el Gobierno. Cuando Rosario Benítez, viuda del comandante José Antonio Fernández, cuestionó en una carta la rapidez de las identificaciones, menos de 48 horas, el número tres de Trillo, Javier Jiménez-Ugarte, se lo recriminó: "Lamento que haya llevado usted a otros familiares mayor preocupación y dolor por un proceso de identificación que fue llevado a cabo con total entrega y rigor".
De cuantos se reunieron en aquellos días con el general de división Vicente Navarro, máximo responsable de las identificaciones, el que salió más convencido fue Carlos Perla, hermano del comandante médico Felipe Perla. Navarro le aseguró que los cuerpos estaban en buen estado, sólo quemados de cintura para abajo, y que el reconocimiento había sido relativamente fácil gracias a fotos, uniformes, insignias y placas. Le mostró incluso una ficha rosa en la que constaba que su hermano llevaba un anillo con el nombre de su esposa, Rosa, y la fecha de la boda. Perla reclamó el anillo, pero Jiménez-Ugarte alegó que el juez turco había ordenado que los objetos personales se enterrasen con los féretros.
Perla, médico como Navarro, tranquilizó a las demás familias. Por eso se sintió doblemente engañado cuando, en noviembre de 2004, la juez autorizó por fin 21 exhumaciones. El cadáver que enterró en Valencia, creyendo que era el de su hermano, pertenecía a un capitán de Zaragoza, mientras que los restos de Felipe reposaban en la tumba de un brigada en Cornellá. Ninguno llevaba anillo.
El próximo martes, cinco años y 10 meses después de la tragedia, el general Navarro y sus dos ayudantes, el comandante José Ramón Ramírez y el capitán Miguel Ángel Sáez García, ambos patólogos, se sentarán en el banquillo de la Audiencia Nacional para responder de un delito de falsedad en documento oficial, cometido en las actas de defunción y las necropsias de 30 militares. La principal prueba de cargo es un acta de la justicia turca, firmada por el propio Navarro y por el teniente general José Antonio Beltrán, jefe de la delegación enviada por Trillo para repatriar los cadáveres, que prueba que a las 2.30 horas del 28 de mayo de 2003 sólo 32 de los 62 cuerpos estaban identificados y que los demás nombres se repartieron caprichosamente. Tanto, que el cuerpo de un militar de raza negra se confundió con otro blanco.
Según las pruebas de ADN, Navarro y sus ayudantes erraron en el 100% de las identificaciones que hicieron por su cuenta. Dieciocho meses después de haberlos enterrado, las familias tuvieron que exhumar los cuerpos e intercambiarlos. Algunos, como Paco Cardona, sólo recibieron una urna, pues su hijo había sido incinerado. Otros, como Miguel Ángel Sencianes, ni siquiera eso: las cenizas de su hermano José Miguel habían sido aventadas en una playa de Cabo de Palos (Murcia).
El juicio servirá sólo en parte para aliviar un duelo tan prolongado y doloroso como la búsqueda de la verdad que reclamaba Amparo. "Si les dieron ese trato después de muertos es porque tenían prisa en enterrarlos, para que no llegáramos a saber cómo los trataron cuando vivían", dice Pacho González. Pero esa historia -el flete de aviones ex soviéticos para transportar tropas, la cadena de subcontrataciones y comisionistas, las quejas a las que nadie hizo caso- es objeto de otro proceso en la Audiencia Nacional para cuyo juicio aún no hay fecha.
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