Los adornos de África
Los nyangatom viven en Etiopía, junto a las orillas del río Omo y el llamado "triángulo de Ilemi", una de las regiones fronterizas más conflictivas de África. La fotógrafa Isabel Muñoz se acercó hasta sus aldeas para retratar a este pueblo guerrero y siempre engalanado del que apenas quedan 16.000 personas.
Su nombre original era nyam-etom, que significa "los que comen elefantes", porque ellos proceden de Nigeria. Pero donde viven ahora, desde hace ya un siglo, en el sureste de Etiopía, en las riberas de los ríos Omo y Kibish, y en lo que se llama el "triángulo de Ilemi" -una de las zonas más conflictivas de África; un territorio entre lo desértico de Sudán y lo azul keniano del lago Turkana-, ya apenas quedan elefantes que comer. Se pueden dar, sí, los plátanos de temporada, de unas plataneras que sobreviven junto a los edificios abandonados de una antigua misión sueca (Philadelphia Church) que funcionó de 1972 a 2002. Y el sorgo de cuya cosecha se ocupan las mujeres, siempre las mujeres, en las pocas tierras cultivables, mientras algunos hombres marchan con el ganado en busca de pasto, otros se enrolan en el ejército de liberación de Sudán sólo para adquirir armas que les permitan defender sus rebaños, y los dirigentes de cada clan se tumban a la sombra de los contados baobabs y miran una y otra vez hacia lo alto para indicar así que sí, que aceptan.
"Te sientas con los patriarcas allí en la sombra, y cuando alzan los ojos al cielo es que hay acuerdo"
"Cualquier cosa es susceptible de convertirse en adorno. Cada cicatriz en la piel, un enemigo muerto"
"Un agujero bajo el labio es el elemento fundamental de la estética nyangatom; de él se cuelgan todo"
"Todos son de una belleza como nunca había visto antes en Etiopía; tremendamente oscuros, altísimos, dignos..."
"Así se firman los acuerdos allí", dice la fotógrafa Isabel Muñoz, autora de las imágenes de este reportaje, que estuvo en la zona en dos ocasiones, en 2004 y 2005, para realizar lo que considera la segunda parte de su "proyecto africano", un estudio de cuerpos y rostros que hablan de etnias a punto de desaparecer, de pueblos olvidados en los confines del mundo. En la primera parte, los protagonistas fueron los guerreros surma, que habitan en la misma orilla del Omo, más al norte, con cuyas imágenes obtuvo el premio World Press Photo de 2004. "Te sientas con los patriarcas allí en la sombra, algo que no tienen permitido ni sus propios hijos; te hablan entonces del viento, de esto y lo otro, y cuando alzan los ojos hacia el inmenso cielo es que el trato está cerrado". Un gesto, dice Muñoz, realmente bonito: "Me había pasado ya antes; hay mil modos: te rocían de agua, por ejemplo, y ya estás permitida, ya puedes mezclarte con ellos".
Estos hombres y mujeres de aspecto fiero, de los que quedan unos 16.000, son hoy conocidos como los nyangatom (los bume, en amárico, la lengua etíope); "los fusiles amarillos", nombre más a tono con la realidad circundante: esa creciente facilidad para conseguir Kaláshnikov en esta zona del mapa de África que fue trazada con tiralíneas por la mano colonial británica en 1907 sin tener en cuenta a sus habitantes; una esquina densamente poblada de tribus armadas (turkana, didinga, toposa, dassanetch y nyangatom) que se disputan el uso de sus recursos y que conforman además un gran museo etnográfico al aire libre. Es en el sur del país donde se agrupa el 69% de los 78 grupos étnicos de Etiopía.
Son los nyangatom, así, una parte minúscula de este país variopinto, la antigua Abisinia (dos veces España, más de 60 millones de habitantes): un país cristiano ortodoxo rodeado por un océano de islamismo; el único nunca colonizado; uno de los más pobres del mundo; orgulloso y siempre en guerra; el del mítico Nilo Azul; el reino de la reina de Saba, que tuvo su aventura y un hijo con el rey Salomón, según la leyenda. La zona del río Omo no conoció hombre blanco hasta que en 1888 posaran allí sus pies dos aventureros, el conde austrohúngaro Samuel Teleki von Szek y el teniente Ludwig von Höhnel, que iban a añadir al catálogo de los descubrimientos viajeros tan en boga entonces el último de los grandes lagos, antaño llamado Rudolph y hoy conocido por el nombre de la tribu que habita sus orillas, los turkana, enemigos acérrimos de los nyangatom.
Hasta ese mundo llegaron Isabel Muñoz y su equipo en avioneta. "Nos tenían que ir a recoger en todoterreno, pero no, no estaban, y los que estaban no entendían el amárico ni cualquier otra lengua parecida. Nada. Llevábamos doscientos y pico kilos de equipaje, de material fotográfico, y de repente empezaron a salir nyangatom de todas partes y comenzaron a cargar los bultos Yo me agarré a los carretes pensando: Dios mío, que quede algo para hacer el trabajo que hemos venido a hacer. Los seguimos durante hora y media andando por ese desierto maravilloso. Y ellos, que parecen tan agresivos, nos ayudaron así a transportarlo todo, sin más. Ahí viven los nyangatom, completamente olvidados", recuerda. Ellos, dice, no desconocen al blanco como les sucedía a los surma. "Ya han tenido contacto con europeos desde hace tiempo a través de la misión nórdica, y creen, de algún modo, que si vamos hasta allí, para ellos es positivo, una forma de salir del olvido. Lo relacionan con el molino que les depuraba el agua, que hay que ver qué agua beben ahora, llena de parásitos, con el hospital que un día tuvieron; con los coches que aún se ven por allí ya sin uso, desvencijados ".
Habla Muñoz de sus extremas condiciones de vida, de cómo las temporadas de lluvia han cambiado mucho -"cuando llegamos era la época mala, enero, antes de la cosecha; habían comido poco, estaban excesivamente delgados; por ahí el cambio climático también hace estragos"-, de la belleza del Omo -"un río tan marrón, repleto de cocodrilos, con una cuenca impresionante que a veces se ve seca y en un segundo se desborda y lo inunda todo con una fuerza tremenda "-, de un puente sobre el río que los comunicaría con la civilización al otro lado si existiera, pero no existe -"fue destruido y nunca ya reparado"-. Y así los surma y los nyangatom, en su afán por defender su territorio, acaban sirviendo de ejército fiero y gratuito, haciendo de pantalla con Sudán y Kenia.
Pasó allí Muñoz tres semanas cada vez, hasta que al final los conocía a todos, en sus aldeas, en sus chozas de barro redondas; una sociedad dividida en territorios y generaciones que sólo tiene dos clases, padres e hijos, que se denominan con nombre animal: los cigüeñas, los ibis, los búfalos. "Y cuando nos marchábamos, 'recordadnos, por favor', venían a decirnos. Porque saben que hay otro mundo más allá. 'Yo voy a hablar de vosotros todo lo que pueda, pero no abandonéis vuestra tierra", dice Muñoz que les dijo. Se refería a la amenaza que sienten estas gentes, porque a finales de año una organización, African Parks Foundation (APF), se hará cargo del parque nacional del río Omo, según la ONG Survival Internacional.
"El traslado de algunas tribus, como los konso o los mursi, que ya se está efectuando, es parte del plan del Gobierno de Etiopía, respaldado por el Banco Mundial, de reasentar a más de dos millones de personas. El proyecto pretende promover la agricultura y terminar con la dependencia del país de la ayuda alimentaria exterior; pero menosprecia a estas tribus, que se imagina como nómadas vagabundeando, 'cogidos a la cola de su ganado', y quiere hacer que se asienten en comunidades fijas y 'se unan al mundo moderno", dice Survival, que denuncia las dificultades de pervivencia de los pueblos indígenas en todo el mundo. Curiosamente, dicen, el plan condena a las propias tribus a la dependencia alimentaria y a su desaparición. Así, los nyangatom, como todos los demás, como sus grandes amigos los toposa, o sus enemigos los turkana, o los mursi, verían perdido su derecho sobre la tierra, sus hábitos seminómadas y ganaderos, su subsistencia. APF asegura que llegará a acuerdos con los líderes de las distintas etnias. "Cuanto más se sepa de ellos, más se reflexionará quizá sobre la necesidad de respetarlos", afirma Muñoz. Y con sus fotos intenta mostrar su riqueza, su enorme creatividad "Un agujero es el elemento fundamental de la estética nyangatom; lo tienen bajo el labio hombres y mujeres, y de él se cuelgan todo lo que creen que les favorece: trozos de metal, hojas, conchas, plásticos...". Y usan las escarificaciones (esas cicatrices en la piel) para mostrar su valentía; cada línea es un enemigo muerto. "Todos son de una belleza como nunca había visto antes en Etiopía; tremendamente oscuros, altísimos, dignos ". Abunda la ambigüedad entre sexos: las mujeres nyangatom son mucho "más hombrunas que ellos". Y lucen collares de cuentas, de conchas, que compran a los mercaderes de abalorios venidos de Kenia que pasan por la zona: "Es su patrimonio: cuanto más poseen, más poder; un signo de nobleza ".
Cuenta Muñoz que a cada clan le corresponde un color; que las mujeres se confeccionan unas faldas con piel de vaca "que ya quisiera John Galliano", muy favorecedoras -"ríete del traje de Hilda cuando canta eso de 'amado mío "-; que mascan una mezcla de tabaco y chat, similar a la coca; que todo lo que encuentran es susceptible de ser adorno (véase si no el collar con capuchones de bolígrafos); que son famosos por sus cantos de pastores, por su gusto por el baile -"suelen reunirse por la noche con cualquier excusa, y danzan horas y horas con un estilo parecido al de los masais, dando botes, con cascabeles en tobillos y codos"-. Aquí se ven sus rostros y cuerpos curtidos por el sol y la pobreza; maquillajes y adornos de los más coloristas y fascinantes del mundo. Aunque sea, en ellas, sólo para ir a cultivar sorgo; aunque sea, en ellos, sólo para sentarse a la sombra del árbol y mirar al cielo cuando el blanco abandona sin más su territorio.
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