Vidas ejemplares
Tras la sorpresa de El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008), Eduardo Mendoza nos entrega ahora Tres vidas de santos, libro que contiene una nouvelle -'La ballena'- y dos relatos largos -'El final de Dubslav' y 'El malentendido'-, que tienen en común presentar a unos personajes que encarnan un singular modo de santidad ajeno al admitido por la hagiografía, pues no pertenecen a ninguna de las dos categorías canónicas -santos ejemplares o santos influyentes-, aunque sí comparten con éstos su entrega a "una lucha agónica entre lo humano y lo divino", según anticipa el autor en un breve y sugestivo prólogo, donde apunta la raíz de tan peculiar santidad: "La mayoría de estos santos que no lo son parten de una idea equivocada, de un trauma psicológico. La devoción con que se entregan a esta desviación de un modo excluyente y su disposición a renunciar a todo es lo que los asemeja a los santos".
Tres vidas de santos
Eduardo Mendoza
Seix Barral. Barcelona, 2009
189 páginas. 16,50 euros
'La ballena' nos instala en un escenario por el que Mendoza se mueve con agilidad y pericia: el de una familia de la burguesía catalana que se dispone a acoger en su casa a uno de los obispos que acudirán al Congreso Eucarístico que se celebrará en Barcelona en mayo de 1952 y que en señal de bienvenida ofrece una pequeña recepción familiar, con lo cual conocemos las varias y desiguales ramas del tronco. Un hecho repentino y catastrófico impedirá al obispo regresar a su pequeño país de Centroamérica y aquí empieza un serio problema cuya progresión descompone por completo la mascarada de uno y otros, alcanzando lo absurdo y lo grotesco. El narrador testigo, por entonces sólo un niño, al contar esta dilatada y rocambolesca peripecia narra también una historia de formación y aprendizaje en medio de aquel clan familiar en el que casi todos los personajes -y no sólo el descalabrado obispo- participan de una condición que metafóricamente encarna la ballena moribunda que un día aparece en las aguas del puerto de Barcelona: "Fuera de su elemento, queda expuesta al escarnio público por un puñado de plata".
'El final de Dubslav' nos traslada a un poblado africano, "un lugar devastado, arruinado y desierto", habitado con apatía por unas gentes "ignorantes del pasado, desinteresadas por el presente y sin esperar nada del futuro". Allí, en ese espacio que actúa como una fuerza verdaderamente ingobernable, ni los nativos ni los occidentales tienen posibilidad de redención, obligados a fingirse infames para sobrevivir en un mundo verdaderamente infame, "donde la infamia de cada uno equilibra la de los demás". Hasta ese lugar viaja, a impulsos de una alucinación, el joven hijo de una prestigiosa científica, madre soltera cuya carrera la forjó contra todos y también contra él, dejando su educación y cuidado a cargo de otros. Cuando éste, llegado directamente de África para recoger en Bruselas el galardón concedido a su recién fallecida madre, en su discurso hablará desde el absurdo que ha ido perfeccionando a lo largo de su vida: hablará de la riqueza y de la pobreza, mucho más embrutecedora por irredimible; de la ansiedad del éxito y del perverso ideal de la sabiduría, tan irracional como el de la riqueza y aún más ilusorio; y proclamará el valor de "una ignorancia consentida, benigna y disciplinada", en la creencia de que de nada sirve violentar las causas de lo incomprensible, de que sólo cabe aspirar a "vivir y morir sin preguntar ni preguntarse las causas de lo uno ni de lo otro".
'El malentendido' es una deliciosa parodia de la "sabiduría" literaria, una estupenda lección que Poca Chicha -un recluso que en la cárcel asiste a un cursillo de análisis y creación literaria sin haberse leído antes ni siquiera una columna del As- imparte, en primera instancia, a su abnegada y bienintencionada profesora, la señorita Fornillos; luego, ya convertido en escritor de éxito, la lección rebota sobre los críticos que lo jalean y entronizan y canonizan; y, en última instancia, sobre los lectores del relato. Porque, sí, El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, "está de puta madre"; y Henry James "es un tío legal"; y el Julio Cortázar de Rayuela -¡ay, ay, ay!- "es ingenioso pero no me convence", porque esa novela "es una fanfarronada". ¿O no? Ya en el cenit de su carrera, le escribirá una carta a su ex profesora, revelándole lo que nunca había contado a nadie: "De repente, en un solo instante, sin saber nada de nada, entendí exactamente lo que era la literatura. No lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más". Siguen otras breves reflexiones, y una última lección que lo tambalea todo.
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