Vecinos y gorrinos
Una lectora, Pilar López López, me manda una carta hablando de lo que ella llama "la degradación de la ciudad y el maltrato al paisaje". Se refiere a la tradicional tendencia de los españoles a engorrinar los espacios públicos, y adjunta media docena de fotos, en verdad espeluznantes, de contenedores madrileños rodeados por montañas de porquerías diversas: cascotes, bolsas de plástico rajadas derramando su podrido contenido por el suelo, trapos viejos, aparatos electrónicos destripados, ¡incluso la taza de un retrete! Una marea de inmundicias, en fin, que todos hemos visto mil veces por la calle y que a veces llega a bloquear la acera.
Con afilada pluma, Pilar dice que esos ciudadanos insolidarios que arrojan sus basuras en cualquier parte (hace falta descaro, desde luego, para tirar bolsas de residuos orgánicos junto a los receptáculos de cartón y vidrio) quizá sean "los mismos que van al supermercado y después de coger un producto congelado, se arrepienten y lo dejan en la estantería de los detergentes". O también "los que entran en una tienda y cuando se les cae una prenda de la percha la dejan tirada en el suelo, obligando a que algún empleado la recoja, como si fuera nuestro esclavo". Sí, la lectora tiene razón, todo forma parte de lo mismo, a saber, la falta de conciencia cívica, la incultura social, el individualismo feroz y primitivo de este país.
"Agreden y ensucian el espacio público porque lo que es de los demás es zona hostil"
A los ciudadanos se les puede educar, naturalmente. Recuerdo ahora una escena genial de Mad Men, esa estupenda serie de televisión que retrata la vida norteamericana de los años cincuenta. El protagonista, un ejecutivo de publicidad, y su mujer, una antigua modelo convertida en ama de casa, están de picnic en el campo. El paisaje es fabuloso, la pareja y los dos niños son guapísimos, y a la perfecta escena no le falta un detalle: han extendido un mantel impecable sobre la hierba, la ex modelo está sentada como una flor rodeada por el amplio vuelo de su falda y, unos metros más allá, les espera un rutilante Cadillac lleno de cromados. Terminada la merienda, y antes de marcharse, la mujer, muy en su papel de madre ideal, ordena a los críos que le enseñen las manos, a ver si las tienen limpias. Y, una vez comprobado tan importante detalle, se levanta, agarra el mantel, lo sacude enérgicamente sobre el suelo, lo dobla con cuidado, se mete en el coche con su familia y los cuatro se van tan contentos, dejando el hermoso prado cubierto de porquerías: platos desechables, servilletas de papel, mendrugos de pan, botellas vacías. Es una escena desternillante, y precisamente basa su potencia humorística en el contraste: en que hoy ya hemos aprendido que eso no se hace. Es decir, supongo que casi todos los norteamericanos han debido de aprenderlo. En lo tocante a España, no lo tengo tan claro. Algo hemos mejorado en estos últimos treinta años, me parece. Pero, ¡tan poco! Basta con mirar las fotos que ha enviado la lectora para comprobarlo.
Siempre me ha desesperado ese rasgo salvaje de nuestra cultura que hace que mantengamos el interior de nuestras casas como los chorros del oro, limpias y ordenadas y llenas de tapetitos de encajes, y que luego seamos capaces de arrojar una lavadora rota en la puerta misma de nuestro chalé de la sierra. ¿Es que no la ven al entrar y al salir? ¿No les molesta? Pues se diría que no, porque seguramente la mayoría de los que convierten los contenedores en un albañal son vecinos del barrio y pasan todos los días por ahí tan campantes, sin que les incomode la guarrería. Es tan chocante esa diferencia abismal entre el prurito de limpieza doméstica y el bárbaro descuido de los espacios exteriores que a veces hasta me asalta la inquietante sospecha que no es que no les moleste la suciedad; no es que, en su ignorancia de marmolillos, no sean capaces de verla, sino que en realidad lo hacen aposta y con inquina; que agreden y ensucian y maltratan el espacio público porque lo que es de los demás es zona hostil. Porque sólo nos cabe la horda en la cabeza, nuestro grupo, nuestra pandilla, nuestra tribu, y todo lo que no sea eso es el enemigo. Es decir, el Estado, el bien común, la colectividad, la sociedad civil: todos son adversarios a los que hay que combatir y llenar de basuras para que se jeringuen. Si lo piensas bien, como que da hasta miedo.
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