Sencillez suicida
A veces, para hacer un buen retrato psicológico basta con hacer un buen retrato físico. Fíjense en éste, por ejemplo. Lo más probable es que el fotógrafo no pidiera al fotografiado que se estirara el cuello del polo, se abrochara el segundo botón o se pusiera una chaqueta. Tampoco que sonriera, que bajara la barbilla o que levantara una ceja. Quizá se limitó a decir: Ponte ahí y mira a cámara. Y el otro, pese a sus tablas, o quizá por ellas, se entregó al juego completamente indefenso. Si le hubieran vendado los ojos, parecería un fusilado. Nada de retórica, en fin, como si nos dijera: Yo soy esta mirada un poco desvalida, soy esas cejas insuficientemente recortadas, soy estas manchas de mi piel y estas canas de mis pelos del pecho y de los otros, soy las arrugas que veis en el degolladero, aquí estoy, amigos, a un cuarto de hora de la vejez, con lo que he sido.
El resultado de esa complicidad, o descomplicidad, entre el que se encontraba detrás y el que se encontraba delante de la máquina es una foto pía e impía al mismo tiempo, vale decir una foto piadosa y cruel, pero también beata y atea. Hay lo que hay, incluidas las diferencias de opinión entre el ojo derecho y el izquierdo, hay desamparo y arrogancia, y nostalgia y un poco de chulería, todo ello sacado adelante con una sencillez suicida. Aseguraba Sabina en la entrevista para la que se le hizo este retrato que se sentía póstumo, y eso es precisamente lo que se aprecia en el conjunto, como si el cantante o descantante actual fuera un hijo póstumo de sí mismo, una rareza.
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