Quemar la adolescencia
Jaime Alguersuari se ve a sí mismo empuñando el volante. Ruge el motor sobre el asfalto en uno de sus recuerdos más nítidos. Casi una premonición. Tiene ocho años y su padre está allí. Frente a él. Lo mira subido al kart, orgulloso. Suya es la frase que el hijo repite a menudo: "Hasta la victoria siempre". La pronuncia una y otra vez como para recordarse a sí mismo por qué está aquí. Por qué tiene 20 años y ha quemado su adolescencia pilotando a todo trapo. Hundiendo el acelerador hasta el fondo, dándole gas y subiendo poco a poco de categoría. Asumiendo responsabilidades. Más gas, más victorias, más potencia. Tomando decisiones en milésimas de segundo. Curvas y tangentes y diagonales. Dejándose ver por los circuitos de Europa desde que era un niño y peleando cada minuto. Dice que estudiaba en los aeropuertos. En los circuitos. En los andenes del tren. Donde tocara. Iba a clase de lunes a miércoles. Tenía entrenos todas las tardes. El jueves, viaje a cualquier destino para darlo todo en competición. Y vuelta a un lunes agotador. A los 18 se subió por primera vez a un monoplaza de fórmula 1. A los 19 se convirtió en el piloto más joven en competir en esta categoría, arrebatándole el registro a Fernando Alonso. Cuentan quienes le conocen que es un tipo que ha madurado muy rápido. Casi de golpe. Gajes del oficio. O creces o estás fuera. O vas un paso por delante o estás fuera. Cara a cara, Alguersuari desprende un aire asertivo y tajante. Un tipo duro de ojos claros. Mira fijamente a la pupila de su interlocutor y dice: "A mí lo que me gusta es conducir. Llevar el coche al límite. ¿He renunciado a una parte de mi vida, a mis amigos, a la adolescencia? Sí y no. Tampoco lo echo de menos. Estoy contento y en paz conmigo mismo".
"Aún me queda mucho que aprender. A que no se me vaya 'la pinza', por ejemplo", cuenta Angy
"¿Qué le pido a la universidad?". No sufrir tanto, dice el número uno de selectividad
"Unos la queman por exceso, y otros, por falta de responsabilidad", explica la socióloga Moreno
Ha llegado a la cima, o muy cerca, sumando horas, sudor y sacrificio. Arañándole minutos a eso que llamamos adolescencia. Época de cambios. Periodo inestable y volátil. Un viaje incierto entre dos orillas: de la infancia a la edad adulta, casi diez años en los que uno hace y deshace en busca de sí mismo. Se vuelve persona. Vive y juega a conocer los límites. Estudia y aprende, mientras su familia, por lo general, le presta ayuda, cobijo y lo que haga falta. El 98% de los chavales de entre 15 y 18 años vive con sus padres, según el último Sondeo sobre la juventud española, del Centro de Investigaciones Sociológicas (2008); casi el 82% asegura dedicarse en exclusiva a estudiar, y nueve de cada 10 viven principal o exclusivamente de los ingresos de "otras personas". A esta edad, los índices de felicidad pulverizan las estadísticas. La adolescencia es un lujo contemporáneo. Un pasillo por el que los chavales de hoy deambulan el doble de tiempo que sus abuelos. Pero no todos o no de la misma forma. "Un ser humano puede tener claro lo que quiere en la vida sin necesidad de cumplir los 18", dice Lourdes Gaitán, coordinadora del grupo de infancia y adolescencia del Colegio de Sociólogos de Madrid. Alguersuari, por ejemplo, comprendió "a los 12 o 13 años" que su camino iba a ser divergente. Que tendría que cerrar muchas puertas para poder abrir otras. Pisó el acelerador y prendió fuego a la incertidumbre. El piloto se comió a 300 por hora los tópicos del adolescente.
Carla Marrero, según cuenta, vio la luz incluso antes de nacer. Dice: "Tengo una memoria digital". Se refiere a que es prodigiosa, como ella, porque de pronto oye una melodía y le suena a su reposo en el útero materno. "Recuerdo música de entonces", asegura. Marrero tiene 15 años y no sabe decir por qué le gusta el violín. Así que lo explica calculando su tiempo de vida: "Entre el año y medio y los tres años no me convencía. No quería estudiar. Luego, hacia los cuatro, ya sí". Traducción: esta hija de una profesora de canto y piano empuñó su primer violín a los 18 meses; a los cuatro años dio su primer concierto; a los cinco, su primera actuación como solista; a los seis debutó con una orquesta; a los siete tocó en el Auditorio Nacional; con ocho, en el Teatro Real... Empezó a viajar sola a los 11 años. Sobre todo a Alemania, donde sigue recibiendo clases de música para potenciar su talento precoz. Viaje relámpago y vuelta a la rutina.
Marrero se levanta a las siete. Sin despertador. Desayuna y estudia. Es decir, comienza calentando manos y dedos, y luego se echa a Haydn, Bach o Wieniawski a la espalda. Lo que toque. "El violín va mejor por la mañana porque requiere una concentración muy fresca". Un breve descanso. Y a por más hasta la hora de comer. Por la tarde estudia lo que el resto de mortales. Pero a su ritmo. Desde los siete años está apuntada a un centro de educación a distancia al que asisten niños circenses, deportistas e hijos de diplomáticos. Le divierte el conocimiento. Este verano ha estado matando las horas con dos libros: una novela de intriga, sobre un asesinato en el que está implicado Mozart (el asesino es un violinista), y un libro de genética. Mientras tanto hay cosas que va dejando a un lado para seguir en la vanguardia. Es consciente: "Algunas son muy estúpidas, como perderme una peli de astronautas que echaban en la tele. Justo tuve que coger el avión...". Luego están los amigos a esta edad en que uno comienza a buscar independencia (de espacio y criterio) y a moverse entre iguales. Ella recurre a menudo a su vecina de toda la vida y al grupo de amigas de esta. Pero va por libre. "Las cosas que ellas hacen tampoco me llaman mucho. Eso de salir por la tarde o ir a ver ropa... eso no lo entiendo". Lo suyo sigue y seguirá siendo la música, aumentar la capacidad de ambos hemisferios del cerebro, incendiar con su digitación de vértigo las cuerdas del violín. No hay discusión. "Cuando no toco, siento casi como si hiciera una travesura. Como si se me fueran a picar los dientes".
A Álvaro Vadillo le ocurrió algo parecido. Comenzó casi sin darse cuenta, se desarrolló como una larva, y acabó convirtiéndose en una obsesión en las postrimerías de su adolescencia. Tiene 17 años, y en junio, al fin, respiró aliviado cuando todo su esfuerzo se vio recompensado: sacó la mejor nota del examen de selectividad en la Comunidad de Madrid. Un 13,95 de 14. El mejor entre unos 26.000 alumnos. Casi nada. Pero ahora dice que eso de buscar el 10 a toda costa se ha acabado. Que ha sido "mortal, una pesadilla". Una rutina de estudio de cuatro o cinco horas diarias, después de clase. El sacrificio del "70% de los viernes". Y de su gran pasión, el deporte (tenis y maratón). Si había planes con amigos, se quedaba en casa. Decía que no al principio. Que no iría hasta que acabara de estudiar. Se le hacía tarde y luego ya le daba pereza. Le fastidia, dice, no haber disfrutado al máximo, no haber estado tranquilo "en otros ámbitos". Porque se sorprendía a menudo con la cabeza en otra parte, pensando en las cuatro horas de estudio del día siguiente. Donde fuera. Hasta corriendo le perseguía su sombra: "Me entraba el agobio porque me ponía a repasar mentalmente".
Sus buenas notas se pierden en la memoria. Vadillo siempre sacó dieces, nueves... Ochos como poco. Fue pasando el tiempo, a la cabeza de clase, y en segundo de bachillerato decidió llevarlo todo al día para minimizar el riesgo de olvido. Con el primer examen de repaso en abril se dio cuenta de que se acordaba de todo. A partir de ahí fue creciendo la ansiedad. La autoexigencia. Se tomó la selectividad como un reto. Una obligación. Una carrera consigo mismo. "A voluntad no hay quien me gane". Con ocho de ocho en matrículas durante el curso y un registro extraterrestre en selectividad, dice: "¡Qué coño genio! Si me pego unas palizas a estudiar...". Por eso quiere soltar lastre. Aflojar el ritmo a partir de ahora en la Facultad de Caminos, Canales y Puertos. "¿Qué le pido a la universidad?", se pregunta. "No quiero sufrir tanto. Los años universitarios dicen que son los mejores. Le pido, vale, poder estudiar, por un lado. Pero separar. Saber hacerlo. Poder disfrutar de lo demás sin pensar solo en el estudio".
Cuestión de equilibrios. Ocio y trabajo. Desmelene y abnegación. Retazos de esa transición no lineal entre el mundo infantil y el adulto. Cuenta Irene Silva, doctora en psicología y coordinadora del estudio La adolescencia y su interrelación con el entorno (Instituto de la Juventud, 2007), que los chavales son capaces de disociar comportamientos. "Saben diferenciar el tiempo de gratificación del tiempo en el que consiguen logros y estatus", explica la psicóloga Silva. La teoría no es suya, sino del sociólogo Manuel Martín Serrano. Este autor señala además cómo los adolescentes, en general, no están dispuestos a sacrificar ninguno de los dos. A esta edad, el tiempo de diversión suele ser irrenunciable. "Es deseable que sea un ocio sano y creativo", dice Silva. Un patio en el que se aprende y se crece. Pero el péndulo oscila de un lado a otro y hay chavales que lo arrinconan, como Vadillo. Y otros que lo convierten en su forma de vida. Fútbol, baile, música. Si te engancha, más que un trabajo resulta un recreo. Una meta a la que llegar. Y entonces toca ir más rápido. Resolver antes que el resto las dudas que se le suponen a la adolescencia. Elegir, decantarse, dejar cosas a un lado. Echarle horas. "Estos chicos y chicas encuentran en lo que hacen una forma de canalizar su ocio. Y quizá más", dice Silva. "Las renuncias y el sacrificio se pueden hacer con gusto y por placer. Y por eso son capaces de llegar a ser números uno. Aunque no todos llegan a sobresalir. No todos pueden ser Iker Casillas. Pero esto es en sí un valor propio de la adolescencia: el reto de alcanzar el número uno en algo".
En ese punto se encuentra Sergio Canales, un chaval agradable que hasta ahora ha disfrutado entrenando por la mañana y dando una vuelta con su novia o sus amigos por la tarde. El sol de verano cae a plomo sobre el césped de la Ciudad del Fútbol en Las Rozas (Madrid), donde entrenó La Roja antes de marchar a Sudáfrica. Canales viste la misma camiseta de los campeones de la selección absoluta. En el momento de la entrevista se encontraba concentrado con la sub-19 para el Europeo en el que se quedaron a un suspiro del triunfo (cayeron en la final contra Francia).
Canales golpea un balón después de la ducha. "Es como un conejo", sonríe. El maldito Jabulani. Ligero y burbujeante. El santanderino habla con cautela de los sueños. Dice: "De pronto, te vas dando cuenta de que se hacen realidad". Él era como todos de pequeño, "de jugar al fútbol y pasarlo bien con los amigos". Pero a los 10 años el deporte dejó de ser solo un pasatiempo cuando entró en las categorías inferiores del Racing de Santander. Nunca tuvo que decidir realmente. Ni siquiera se planteó qué estudiar "de mayor". ¿Periodismo? ¿Fisioterapia? Lo que siempre quiso fue jugar al fútbol y las cosas han ido saliendo. Debutó con el primer equipo cántabro en 2008. Tenía 17 años y un brillo que lo ha catapultado hasta el Real Madrid. A los 19 años le toca mudarse. Hacerse a una vida nueva en Madrid. Cambiar de aires y quizá de gente. Por suerte, coincidirá con su novia y los amigos. Pero llevarán ritmos distintos. "Ellos vienen a estudiar y a salir".
Su compañero de equipo Sergio Ramos decía hace poco en una entrevista en El País: "Por ser alguien en el fútbol renuncié a mi infancia, y eso es duro". Hablaba de ir al cine o de marcha con sus amigos. Historias de renuncias. Él también llegó al Real Madrid con 19 años, y añadía: "Cuando veo a Canales, me siento identificado". Muy pronto, el público le exigirá rendimiento, entrega, resultados. Valores. Se le presupondrá madurez. Millones de personas analizarán cualquier gesto, la entonación de cada palabra. Y su edad quedará diluida sobre el césped. Se olvidará que es casi un adolescente. Un chaval del norte. Agradable y tranquilo. Al que se le acabó un poco antes que al resto el viaje de fin de curso. Cosas del fútbol. Ahora le toca perseguir un balón que salta como un conejo bajo un sol abrasador.
Unos llegan. Otros andan en ello. Pilar Hernández lleva su sueño tatuado en lo alto de la espalda: una bailarina clásica, los brazos en arco, las piernas en aspa. Y sobre el sueño cruza su gruesa trenza castaña. Hasta mitad de columna. Cuenta que a los 15 años su madre le dijo: "¿No quieres estudiar? Pues vas a tener que trabajar". "Y la verdad", dice ella, "yo no iba a clase. Me quedaba en casa o en la calle. Solo pensaba en el baile". A todas horas. Comenzó a tenerlo claro con 13 años. Acaba de cumplir los 18 y la vida se le queda corta: "El mundo de la danza es muy sufrido. No está fácil, lo sé. Pero quiero tener 60 años y seguir bailando. Ser profesora, dedicarme a esto, montar una escuela después de haber bailado mucho". El ultimátum de su madre llegó cuando no pudo seguir pagando sus clases en la academia. Desde entonces, Hernández no va al instituto. Esa es su principal renuncia. Los estudios. "Me estoy perdiendo el ir a la universidad con mis amigas", comenta. Pero su intención es retomar la educación formal en septiembre, acabar la secundaria y quizá meterse en el bachillerato artístico. Mientras, trabaja tras la barra del bar de la familia, "uno de barrio y chiquitito", de diez a tres y media. No conoce el ocio. O, bueno, sí. Según se mire: baila unas cuatro horas todos los días. Menos los domingos. Vive sola en Madrid. Se paga su casa y sus escuelas con lo que saca del bar y de sus primeros pinitos como profesora de baile. Le pega a todos los estilos. Claqué, ballet, baile moderno. Hernández es motivación pura. Ahora anda a vueltas con el break en la academia de Lola González, la directora de la escuela del programa Fama ¡A bailar! Dice que cada día aprende algo nuevo. Disfruta con ese pique consigo misma, la lucha hasta que sale un paso raro, esa pirueta imposible. Y espera su gran momento. Al fin, dice, ha cumplido los 18 y podrá presentarse a la mayoría de castings. Entrar en el circuito. Para que su vida siga latiendo sobre una tarima.
Como la de Angy Fernández, en escena y sobre el escenario. Pertenece también a esa minoría que vive sola y de sus ingresos. Angy tiene 19 años y cuenta medio en broma: "Me he perdido la universidad, la adolescencia y el paso a la adultez". Lo cuenta y no lo cuenta. Se interrumpe. Va a ráfagas, según le permita su Blackberry. El cacharro manda. Mantiene una discusión a través de la mensajería instantánea. Clin. Mensaje nuevo. ¿Quién va ganado? Sonríe: "Yo". Su historia es bastante conocida. Angy (este es su diminutivo artístico) nació en los castings televisivos. Ella vivía en Palma de Mallorca, tenía 16 años y un grupo de música. Siempre adoró el programa Lluvia de estrellas, ese en el que los concursantes desaparecían y volvían al plató convertidos en artistas. Un día vio en la tele que hacían pruebas para un espacio similar, Factor X. Buscaban el talento musical de gente anónima. Se presentó y salió elegida. "No es que quisiera hacerme famosa", dice ella. "Quería cantar y hacer conciertos. Habría empezado como hubiera podido". Era la más pequeña del concurso. Quedó segunda, y desde entonces Sony-BMG tutela su carrera musical. Visto el éxito, ese año le concedieron otra oportunidad: un papel en la serie Física o química. Y se le exigió el mayor sacrificio de todos: abandonar Palma. Su vida. Su familia. El instituto. Los amigos. "Me dieron cuatro días para incorporarme y no quería venir". Pero hay un tatuaje en su antebrazo que dice: "Fly or die" (Vuela o muere). Así que hizo sus maletas y aterrizó en Madrid en compañía de su madre. En 2008 publicó su primer disco. Clin. Otro mensaje.
La vida, dice, le ha enseñado muy pronto muchas cosas: "He aprendido a ser independiente y responsable. He tenido que crecer antes. Voy a trabajar aunque no haya dormido la noche anterior. Llego muerta a casa... Y aún me queda mucho que aprender. A que no se me vaya la pinza, por ejemplo". Fernández cuenta que últimamente salta con la gente. Con esa que le entra "en plan mal". Si le dicen algo, responde. Si nota que la miran y cuchichean, baja el volumen del iPod para escuchar qué dicen. No entiende cómo "la gente" puede criticar tanto sin conocerlo a uno de nada. Echa en falta el anonimato. Poder hacer una cola, comer sin que nadie la reconozca. Y tiempo. Tiempo para retomar sus clases de baile. Tiempo para relajarse con el yoga. Porque el trabajo llegó a asfixiarla. Se agobió. Sobre todo cuando, además de seguir en la serie, se sumó al elenco de 40, el musical. Ahora anda mejor. Más serena. Prepara su próximo disco con Nigel Walker, el productor de El Canto del Loco. Con temas propios y ajenos. Dice que a ver si saca tiempo para coger la guitarra y componer tranquilamente. Exceso de curro quizá. Pero al final del día compensa: "Mientras haya trabajo... Hay que aprovecharlo".
La responsabilidad. Dice Almudena Moreno, doctora en Sociología y autora del Informe juventud 2008, que "si la tomamos como elemento simbólico, podría ser una nueva forma de definir la adolescencia". En estos momentos no existe un concepto unívoco. La nueva sociología observa a la juventud como un friso atomizado: "Hay una fragmentación de las experiencias. Ya no sirve la definición estándar". Cada uno es cada uno, vaya. La palabra adolescente deriva del latín adolescere (crecer) y no es más que una construcción teórica de la era posindustrial. Un concepto que nos habla de ese periodo previo a la incorporación a la fuerza productiva. Aunque hay rasgos biológicos y psicológicos determinantes: se gana altura, masa muscular, peso, maduran los órganos reproductivos y se desarrolla la capacidad de abstracción. Hay una búsqueda de uno mismo. Se comienza a definir quiénes somos y quiénes queremos ser (otra cosa es que se logre). Y uno empieza a vislumbrar las consecuencias de los actos propios. Pero aquí el péndulo oscila a ambos lados otra vez. Lo explica Moreno: "Los hay que queman la adolescencia por exceso, y otros, por déficit de responsabilidad".
Abraham, por ejemplo, se pasó la suya en un parque del sur de Madrid. No da su verdadero nombre ni enseña el rostro. De origen portugués, vivió la primera infancia en una chabola en el poblado de Pitis. Ahí, dice, sí que estudiaba. Iba a la escuela. Hacía los deberes. Hasta que se mudó con su familia a una zona de aluvión de inmigrantes y tuvo que sacar pecho: "Se me fue más la pinza con los macarras de aquí". Pasaba la mañana en clase, pero su "rollo" no estaba en estudiar. Lo cuenta sentado sobre el banco en el que ha quemado muchas tardes. A las tres se bajaba al parque; fútbol y baloncesto con dominicanos o marroquíes. "Y ya cuando llegaba el negro y mi primo, decíamos: 'Vamos a tal parte'. Y nos íbamos a robar". Caía la noche y cruzaban al barrio de al lado a por móviles y dinero. Dice que nunca fue a punta de navaja. Que iban de frente, pedían un cigarro y abordaban "al que se jiñara un poco". "La cartera se la devolvíamos con el DNI y todo. Menos el abono de transporte. Eso nos lo quedábamos". Tampoco lo hacían todos los días. Solo cuando necesitaban dinero para ir "a tomar algo o echar una partida de billar".
Su historia recuerda a los personajes de la novela La busca, de Pío Baroja. Solo que transcurre un siglo después. A su manera, se vio obligado a abandonar pronto los patrones de la adolescencia. Abraham dejó de estudiar a los 15. Cursó un módulo de electricidad. Se sacó el diploma y le salieron unas prácticas. "No me daban nada a cambio. Solo me enseñaban. Y era lejos de aquí". Se desentendió y perdió el tren de electricista: "Y ahora sí que podría tener un curro fácil, de aire acondicionado. No como la obra. La obra es jodida, hazme caso". Empezó de albañil hará año y medio. Reformas. Dice que fue entonces más o menos cuando dejó de robar. Salvo esa vez que se pidió una semana libre. "Me junté con estos. Y como no tenían dinero ni nada...". Ahora cobra 50 euros al día. Tiene pendiente una deuda: 3.000 euros que pagó su cuñado en Portugal para que le expidieran el carné de conducir (sin examen). En cuanto la salde, quiere comprarse una furgoneta como su padre. Porque en un día recogiendo cartón y vendiéndolo al peso puede sacarse unos 150 euros, pagarse una casa y vivir con su novia: "Ya me apetece, vamos". Crecer, asumir las consecuencias, buscarse la vida. Y dejar atrás las cenizas de la adolescencia.
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