Pecado de Gutenberg
Esto que usted está haciendo ahora mismo, leer en solitario y en silencio, es algo muy moderno y que apenas tiene dos siglos de tradición. No lo olvidemos a la hora de acusar a las hiperindividualistas máquinas digitales de ser los nuevos ángeles exterminadores del humanismo. Y es que la verdadera revolución del libro no ocurrió con el nacimiento de la nueva tecnología llamada imprenta, como es tópico mid-cult; sucedió dos siglos y pico más tarde, cuando la lectura dejó de practicarse en voz alta y en público y se transformó en algo muy individual y silencioso.
Por tanto, que conste que en el origen del libro moderno no fue la famosa máquina de Gutenberg, sino aquella posterior mutación de la lectura ocurrida en la Ilustración y que impuso para siempre la técnica de leer en silencio y en privado. Es cierto que desde el Siglo de las Luces hay gentes que todavía siguen empecinadas en leer en voz alta y en público, como los niños, los políticos y esos autores que castigan a sus parejas con la lectura de las galeradas, fuente de tantos divorcios entre humanistas. Pero el libro, tal y como hoy lo entendemos y defendemos, nació de un invento más tardío y radical que el de Gutenberg, la también artificial e hiperindividualista necesidad de leer en voz baja, en rigurosa intimidad y completamente aislados de los ruidos sociales y familiares, como ocurre ahora con el iPod.
Es más, aquella nueva tecnología no hizo otra cosa en esos dos siglos y pico que intentar adaptarse tipográficamente a esa ilustrada necesidad de lectura en silencio y postura solitaria. Primero, separando las palabras en la caja de la imprenta de Gutenberg; después, suprimiendo los comentarios y glosas en los márgenes del libro, y por último, ya a finales del siglo XVII, con la revolucionaria introducción del punto y aparte y la división en párrafos y capítulos. A partir de estas sencillas técnicas empezó la posibilidad humanista de leer en silencio. Y sólo a mediados del siglo pasado las vanguardias literarias intentaron regresar a los orígenes con aquellos "textos" sin puntos y aparte ni capítulos, sus continuas glosas marginales, sus onomatopeyas, su tipografía continua, su odio por la lectura pasiva y silenciosa y su manía al estilo libre indirecto de Flaubert; y así les fue: nadie los leyó ni en silencio ni en solitario.
Perdonen esta veloz excursión por los cerros de Gutenberg, pero en pleno tsunami de estas muy nuevas y globalizadoras tecnologías digitales que amenazan con no dejar títere ni media con cabeza, no hay más remedio que acordarse de aquella verdadera y pocas veces mencionada revolución del libro que sólo consistió en cerrar la boca, expulsar al público de alrededor y leer íntimo. Algo no muy distinto a lo que está ocurriendo con estas lecturas multimedia e hiperindividualistas a las que nos obliga ese serial-killer llamado Internet y que se está cargando de una tacada, como repite el otro gran tópico mid-cult, todas las viejas lecturas de aquel siglo XX que tanto amamos. Desde el cine en sala y rodeado de extraños hasta la televisión vista en el cuarto de estar y rodeado de familia (esa obscenidad llamada share), pasando por la música en pandilla o concierto, el periodismo sin bitácoras ni interactividad o, en fin, esos cedés y deuvedés pirateados o comprados en un centro comercial invadido por las hordas juveniles del fin de semana, pero luego consumidos en pecaminoso silencio solitario.
A los apocalípticos genéticos, tan abundantes en este país y en este periódico, les horroriza que aquella revolución de la lectura silenciosa y en la intimidad, la misma que inventó el libro y de paso la narración moderna, también se aplique a estas nuevas narraciones under 30. Con la nueva ilustración digital no sé si cambiarán los sistemas de hacer pelis, vídeos, músicas, chats, narraciones multimedia o videojuegos, pero están cambiando los tradicionales modos de lectura del mundo exterior, que ya nada tienen que ver con el XX y que de nuevo, como a principios del XVIII, imponen lecturas en riguroso silencio y en solitario, tal y como las practican los screen-ager en sus guaridas.
Miren ustedes, esa nueva forma de lectura solitaria, en voz baja y sin público ni familia al lado, destroza un buen montón de supercherías actuales. Por lo pronto, adiós y muy buenas a esas estúpidas tiranías del share y el prime time en TV (un burdo truco estadístico que exige estar en familia y sentados muy juntos y a la misma hora en el tresillo sky), al box-office de las salas de cine, que también es resultado de la aritmética sedentaria de espectadores sin relaciones personales, sexuales o diplomáticas con sus vecinos de butaca, a esos rankings musicales que únicamente suman en concierto.
En el siglo XXI todavía falta por inventar una maquinita digital: un audímetro de bolsillo y multi-multimedia que registre todas esas infinitas lecturas hiperindividuales y silenciosas que exige esa nueva imprenta de tipos móviles llamada Internet.
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