Nuevos trucos, viejos magos
Entre los trucos que ahora detesto están muchos de los que ya he empleado con cierto éxito. En la vida de un escritor es muy común detestar tu propio trabajo; en la vida de cualquiera también es normal y saludable acabar odiando la propia conducta. Supongo que les pasa con cierta frecuencia a todos los magos. Si conoces el truco, desconfías de la magia. Es el precio a pagar por la blasfemia, de la que hablaba Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho. "Ámbar mana de los ojos de la gloria que con ellos nos miran infames mercaderes". El embarazo de las antiguas armas, lo llamaba nuestro bardo, Cervantes. Razones aparatosas e hinchadas, que decía Unamuno. El peso de nuestro orgullo, la causa de nuestra sin razón, la armadura que nos hunde en el río. Y sin embargo
"Como escritor español, uno debe al menos entender la literatura española"
Como escritor español, uno debe al menos entender la literatura española, no es mucho pedir, incluso diría que uno debe considerarse afortunado, y dar un par de volteretas, por la herencia recibida.
El Lazarillo de Tormes puede ser que sea la primera novela moderna, aquella en la que el punto de vista supera por fin y con mucho a la acción. Es difícil pensar en El lamento de Portnoy, de Philip Roth, o en El guardián entre el centeno, de Salinger, o incluso en La isla del tesoro, de Stevenson, sin considerar al Lazarillo como el niño padre natural de la literatura. Un niño escondido en un barril de manzanas que otea ya la aventura.
También resulta difícil, si no imposible, pensar en la novela crepuscular sin el Quijote. Pedro Páramo es también una novela de extrañas caballerías, así como Lolita, o Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, o Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, por no volver a citar el Mason and Dixon de Pynchon.
Si alguien se toma la molestia de mirar el Google Earth de la literatura occidental, se dará cuenta enseguida de que uno de los países más gordos del mapa literario es España.
Incluso entre los vanguardistas, los románticos, los afrancesados, los locos, los realistas, los francos, los intelectuales, los extranjeristas, hay españoles de mérito.
Ramón Gómez de la Serna y Julián Ríos, Larra y Gustavo Adolfo Bécquer, Fernán Caballero, Miguel Delibes, Ramón J. Sender, Unamuno, Baroja, doña Emilia Pardo Bazán y un larguísimo etcétera. En la alta comedia, Moratín y su El sí de las niñas; en la tierra de Bovary, La Regenta de Clarín; por cada proeza centroeuropea, al menos un Árbol de la ciencia; por cada Kafka, una Busca; por cada Manhattan Transfer, una Colmena; por cada Temblor y temor, un San Manuel Bueno, mártir; por cada James M. Cain, un Martín-Santos; por cada Simone de Beauvoir, una Carmen Laforet; por cada William Burroughs, un Sánchez Ferlosio; por cada Faulkner, un Torrente Ballester y además, de regalo, un Benet.
Segundos frente a nadie, podría decirse, resumiendo, si uno se para a apreciar por un instante la herencia recibida, con un mínimo de respeto, que no de orgullo, porque el orgullo es cosa de la tarea de cada cual y enemigo pequeño del arte y un monstruoso enemigo de la vida.
Se lea el futuro como se lea, en el iBook o en el Kindle, sea cual sea la nueva ciencia que redescubra la vieja ciencia de la escritura, en esta tierra extraña que va de Llull y Pla a Miguel Hernández, de Rosalía de Castro y Castelao a Azorín, del resurgimiento al surrealismo, de aquí a allá, y en definitiva, cubriéndolo casi todo, lo que le queda claro a quien se preocupe por la palabra escrita es que lo que sea que somos como españoles está y estará escrito de mil distintas maneras, y no será ni menos ni más que lo escrito en otras partes, por otros nosotros no tan extranjeros.
Si algo he detestado en esta vida es el haber sido considerado alguna vez como el estandarte de la nueva narrativa, como si la vieja y eterna y gloriosa narrativa tuviese algún problema y yo alguna mediocre solución.
Lo escrito nos vertebra y se hace músculo en nuestra escritura, pensar algo distinto es no saber leer ni escribir, y al final del día, no ser absolutamente nada.
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