Milagro en Madrid
Desengañémonos: la verdad es que en España el debate intelectual sigue siendo casi imposible. Me refiero al debate intelectual civilizado, a la pública discusión de discrepancias acerca de un asunto concreto. En fin: si no imposible, excepcional. La cosa no es de ahora, claro está, sino de siempre o de casi siempre, y si hubiera que buscarle una sola causa, supongo que lo más fácil sería encontrarla en el fracaso de la Ilustración en nuestro país y en la consiguiente y suntuosa tradición de intolerancia que nos aqueja. Hay una frase de Alejandro Rossi que he citado un millón de veces y que trataré de citar al menos otro millón: Rossi dice que la tolerancia consiste en no confundir un error intelectual con un error moral; en otras palabras, usted y yo podemos discrepar en todo, pero ni usted ni yo somos por ello unos hijos de puta: lo que ocurre es sólo que uno de los dos está equivocado o que uno de los dos está más cerca de la verdad que el otro. Usted tiene derecho a pensar, digamos, que Zapatero está afrontando de forma eficaz la crisis y yo tengo derecho a pensar que no, pero yo no tengo derecho a pensar que usted piensa lo que piensa porque Zapatero le ha prometido una subsecretaría y usted no tiene derecho a pensar que yo pienso lo que pienso porque Rajoy me ha prometido la Medalla al Trabajo. Usted tiene derecho a pensar, digamos, que la inmersión lingüística en Cataluña es sólo una forma de persecución del castellano y yo tengo derecho a pensar que es una forma tan razonable como mejorable de preservar el catalán en Cataluña y su vidriosa convivencia con el castellano, pero yo no tengo derecho a pensar que usted piensa lo que piensa porque es un feroz nacionalista español que aspira en secreto a la supresión del catalán y usted no tiene derecho a pensar que yo pienso lo que pienso porque soy un feroz nacionalista catalán que aspira en secreto a la supresión del castellano en Cataluña, entre otras razones porque el nacionalismo es una fantasía siniestra que sólo pertenece a unos pocos mientras que las lenguas son realidades radiantes que, por minoritarias que sean, pertenecen a todos. Usted tiene derecho a pensar, en fin, que la última película de Almodóvar es maravillosa y yo tengo derecho a pensar que no lo es, pero yo no tengo derecho a pensar que usted piensa lo que piensa porque aspira a convertirse en una chica Almodóvar o porque está a sueldo de Almodóvar y usted no tiene derecho a pensar que yo pienso lo que pienso porque detesto a Almodóvar o porque deseo la desaparición del cine español o porque estoy a sueldo de Carlos Boyero. Por supuesto, nuestras ideas no son casi nunca ajenas a nuestras pasiones o intereses, aunque tal vez deberían serlo, pero un debate intelectual mínimamente honesto es imposible sin suponerle a nuestro adversario un mínimo de honestidad; también sin entender que cuando nuestro adversario ataca nuestras ideas sólo ataca nuestras ideas, no nos ataca a nosotros, y por eso Savater ha insistido en denunciar la estupidez según la cual la tolerancia consiste en aceptar que todas las ideas son respetables, cuando es evidente que hay ideas respetables e ideas que no lo son y que lo que siempre, en cambio, es respetable son las personas que las sostienen.
Para nosotros, un debate intelectual consiste en triturar personalmente al adversario"
Un debate así es insólito en España, por lo mismo que es insólito entre nosotros ese tipo de persona profundamente civilizada a la que divierte más discrepar de sus amigos que estar de acuerdo con ellos. Lo normal, aquí, es que el debate público no se dé (o, lo que es lo mismo, que se reduzca a un conjunto de improperios de taberna mascullados entre cerveza y cerveza) y, si se da, que acabe pareciéndose a una reyerta de chulos o un combate de astados dispuestos a dirimir a hostia limpia quién de los dos es más macho. Todo lo demás, dejémonos de pamplinas, se nos da mal. Tan mal que, cuando por un milagro se produce, todos lo seguimos con recelo, como una excentricidad o, mejor dicho, como una mariconada de nenazas hipócritas: para nosotros, un debate intelectual consiste en triturar personalmente al adversario para no tener que tomarse la molestia de discutir sus ideas.
Por eso a principios de octubre, cuando este periódico acogió o promovió una polémica entre dos directores de cine acerca del desarrollo de la llamada Ley del Cine, yo tuve la impresión de estar asistiendo a un pequeño milagro. Los directores eran Jaime Rosales y Manuel Martín Cuenca, y el fondo del asunto o de uno de los dos asuntos que trataban era interesante (el papel político del cine y el cineasta), pero más interesante aún era la forma: exactamente, la de un debate civilizado entre dos amigos que discrepan sobre un asunto relevante. O ésa, repito, es la impresión que tuve. Por supuesto, puedo estar equivocado; quiero decir que a lo mejor todo era pura apariencia y cuando se publique este artículo Rosales y Martín Cuenca han roto su amistad y se están buscando por la calle para hacerse mutuamente hamburguesas. Puede ser: si lo hacen, todos nos reiremos mucho y mascullaremos mucho y sentiremos una gran satisfacción por seguir siendo tan bestias como siempre; pero si no lo hacen, quizá consigan que por una vez el cine español nos dé una lección a todos. Yo creo que a nadie le vendría mal.
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