Amor de madre
Al entrar en el baño, pegó la nota amarilla en el espejo. El mar, como una balsa, ofrecía un contrapunto radical para su espíritu.
-¿Qué significa esto, mamá? -después de la cena de Nochebuena la había seguido hasta la cocina con aquel billete, "El crucero del amor", entre las manos.
-¿Pues qué va a significar? -ella siguió metiendo platos sucios en el lavaplatos con una serenidad casi ofensiva-. Es mi regalo de Navidad.
-No, si eso ya lo sé. Lo que te he preguntado es qué significa.
-No me pongas esa cara de acelga porque es una cosa estupenda -colocó una bandeja, puso el detergente, cerró la puerta, seleccionó el programa y la miró-. Me lo ha contado una conocida de la peluquería. Es un crucero por el Caribe al que la gente va para conocer Pues eso, gente.
"Tú crees que se ha acabado el mundo, pero el mundo es enorme y está lleno de hombres"
-O sea
-No -se acercó a su hija y la cogió por los hombros, como si tuviera miedo de que se escapara-. No es lo que estás pensando. No es el barco de los desesperados, ni el infierno de la promiscuidad, nada de eso. Es un crucero en el que digamos que la gente liga con más facilidad de lo normal, porque casi todos los pasajeros tienen ganas de emparejarse, nada más.
-Pues no pienso ir.
-Mira, hija mía -hizo una pausa para abrazarla-. Tú ahora crees que se ha acabado el mundo, pero es mentira. El mundo es enorme y está lleno de hombres.
-¿Y quién te ha dicho a ti que lo que yo necesito es un hombre?
-Nadie. Y a lo mejor no lo necesitas, pero a lo mejor sí, ¿quién sabe? Cuando a una mujer le roba el marido una de sus amigas, no ve las cosas con claridad. Y tú no ves más allá de tus narices, cariño, perdona que te diga
Su madre volvió a abrazarla, la besó muchas veces, la peinó con las manos y le habló con lealtad y con dureza, una combinación dulce y amarga al mismo tiempo. Que estaba metida en un hoyo, le dijo. Que estaba desarrollando un placer malsano por su propio hundimiento. Que tenía que salir cuanto antes de sí misma, de su casa, de su rutina de autocompasión morbosa y cajas de bombones, y todo era verdad.
-Pero es el padre de mis hijos, mamá.
-Bueno -su madre resopló, puso los ojos en blanco-. Ya estamos con las tonterías. El padre de mis hijos, mi primer amor, ¡qué estupidez! El amor importante siempre es el último.
-Claro, para ti es muy fácil decir eso -porque se había casado tres veces, la última dieciocho meses antes, a los cincuenta y cuatro años.
-Entonces sabré de lo que hablo. Además, irse al Caribe en enero es una bendición, ¿no? Ahora en la librería hay poco movimiento, así que te adelanto una semana de vacaciones. Si ligas, en agosto te la devuelvo.
-¡Mamá, por favor!
-Y los niños se quedan con Miguel y conmigo. Ya sabes que les encanta.
-¿Cómo no les va a encantar, si les dejas comer bollería industrial, les pides pizzas para cenar y los acuestas a las tantas?
-¡Hija de mi vida, por favor, un poco de alegría! -le dedicó una mirada distinta, grave, hasta preocupada-. No puedo soportar que me recuerdes a mi madre, ¿sabes? Parezco tu hija, y eso no puede ser sano.
Si hubiera encontrado algo airoso que decir, quizá habría rechazado el regalo, pero por más que buscó no encontró ningún buen argumento para hacerlo. Tres semanas después, su madre la acompañó al aeropuerto con los niños y en el último momento le puso en las manos un paquete envuelto en papel de colores.
-Es un disfraz de romana -le dijo en la barrera del control de seguridad, con una sonrisa radiante-. Blanco, con todos los accesorios, te va a quedar fenomenal.
-Mamá, ya te he dicho que sólo voy a leer y a hacer turismo.
-Bueno, pues no te lo pongas, allá tú
Al subir al barco descubrió que la fiesta de disfraces iba a celebrarse en la tercera noche. En el desayuno del segundo día se fijó en él, quizá porque los dos eran las únicas personas que estaban sentados solos, en la barra. Por la noche se tropezaron en el bar. Ella llevaba un libro, él otro; ella pidió una copa, él otra; ella se salió a leer a la cubierta, él también. Al día siguiente volvieron a desayunar en la barra, separados por un único asiento libre. Él terminó antes. Cuando ella volvió con su segundo zumo encontró una nota adhesiva pegada junto a su plato. Era la misma que, a las ocho de la tarde, despegó del espejo del baño para pegarla en la puerta de su camarote.
El disfraz de romana la favorecía mucho más de lo que había creído, pero cuando llamaron a la puerta miró por la mirilla antes de abrir, no fuera a ser que llegara disfrazado de troglodita o de Spiderman.
-No es un disfraz, no creas -levantó en el aire el violín que parecía complementar un frac impecable-. La verdad es que soy violinista. Hace seis meses, mi mujer, que toca el cello, se largó con el director de la Filarmónica de San Petersburgo. El crucero es un regalo de los demás violines de mi orquesta. No quería venir, pero ahora me alegro de estar aquí.
Eso no es nada comparado con lo que se va a alegrar mi madre, pensó ella, y sonrió.
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