Los altibajos de Contador
Sus horas más felices y sus horas más bajas. El ganador del Tour repasa vida y carrera, sus contratiempos, como la operación en el cerebro en 2004. Un hombre duro, peleón y cabezota, al que también han salpicado los escándalos del dopaje.
"Pues va a resultar que tu hermanillo es bueno. Mira cómo nos aguanta...". Los colegas de Fran Contador, mitad en serio, mitad con sorna, le toman el pelo, le pican. A ellos, a unos muchachotes de 17, 18 años, se les ha unido Alberto, un tirillas de 15. Pedalea con fuerza y tesón, un cabezota puro, detrás de ellos. Y no se queda atrás. Pedalea en un hierro, la vieja Orbea de rastrales, cables por fuera, pesada, que ha heredado de su hermano mayor. Sopla el viento entre los viñedos en la carretera que va de Pinto a Arganda (en Madrid), en los repechos de Chinchón, y la chaqueta de chándal de Alberto Contador, que no tiene para maillot, se le hincha y le frena. Pero él no cede. Aunque le ataquen. "Desde el principio me resultó raro", dice Fran, el hermano mayor que le pasó la bici al pequeñajo. "Cómo aguantaba, cómo aguantaba. Hasta que un día ya dejó de aguantar nuestro ritmo. Sencillamente nos dejó tirados a nosotros. Me sorprendió más todavía, claro, pero no me sentó del todo mal. Más bien me llenó de orgullo tener un hermano tan bueno. Entonces se apuntó a la Unión Ciclista de Pinto y empezó a salir con chicos de su categoría, con cadetes". A los que impepinablemente dejaba atrás cuando la carretera se empinaba.
"Mejor sácame de lado que no se notan las placas de titanio"
"La única obsesión de Alberto es no hacer nada raro con su salud"
Tour de Francia, Tour de infancia. El Tour es un territorio mítico, una leyenda en la que los dioses, para los españoles, se llamaban Federico Martín Bahamontes (de Toledo, ganador en 1959), Luis Ocaña (de Priego, Cuenca, 1973), Perico Delgado (de Segovia, 1988) y Miguel Indurain (de Villava, Navarra, 1991 a 1995). Un territorio de sueños, una retahíla gozosa a la que ahora se suma Alberto Contador (nacido en Pinto en diciembre de 1982, ganador en julio de 2007).
Contador es de piel negra, de piel dura, como Federico, con sus mismos ojos grandes, claros; como Berrendero, tan delgado, tan ligero, que se metía limones debajo del maillot para bajar más rápido. Como Federico, tiene la pelvis estrecha, las piernas largas; el fémur, los músculos, longilíneos, pura fibra; las anchas espaldas sobre las que Federico cargaba sacos de patatas de estraperlo, Zocodover arriba en el Toledo pobre de la posguerra, sobre las que Contador carga, a los 24 años, con el peso de un Tour. Tan espigado como Federico, 1,75 metros, 64 kilos. Tan cabezota como Federico, que se sentó en la cuneta del Tour, se quitó las zapatillas y dijo que no se levantaba ni por Franco. Tan cabezota que en 2004, 21 añitos, se propuso ganar en la París-Niza la etapa del Col d'Éze, el primer puerto de la primavera, y no cejó hasta conseguirlo en 2007. La primera vez no pudo porque Vinokúrov, que ya apareció en su vida, era mucho Vino; la segunda iba a ser la buena, pero cuando ya bajaba solo camino de Niza, un salto de cadena, un pie fuera del pedal, cabriolas, equilibrios, y Vinokúrov, de nuevo, pasando a su lado como una exhalación; la tercera no pudo soltar a Purito, que se le pegó como una lapa y le ganó al sprint; pero la cuarta ya fue otra cosa: Leipheimer y Popovich, dos que terminaron luego entre los 10 primeros del Tour, ya trabajan para él; aíslan a Rebellin, el enemigo, y él remata. Remata subiendo y bajando. Gana la etapa, gana la general. "Y me gano a la afición. Doy espectáculo, busco el espectáculo, atacar siempre que se pueda, atacar sin mirar atrás en cuanto comienza el puerto, en cuanto veo las caras de los que me acompañan y veo sufrimiento, en cuanto les oigo jadear, en cuanto veo que esconden su mirada delatora detrás de las gafas negras", suelta, sin respirar, el chico de Pinto. "Ataco para hacer daño, para irme solo". Contador es mucho, mucho.
"El Col d'Éze, sí. Quizá a lo tonto, a lo tonto, se ha convertido en mi puerto", dice el chico de Pinto. "En la París-Niza siempre he intentado meterme en el corte el último día. Y este año sólo intentaba sacarle tiempo a Rebellin, el tiempo justo para ganar la general, pero cuando gané también la etapa sentí una alegría inmensa. Era la primera vez que actuaba como líder del equipo, con cracks como Leipheimer o Popovich a mi servicio. Antes de salir me preguntaron cómo iba de piernas, y aunque me dolían, aunque no lo tenía muy claro, les respondí que bien, bien, perfecto". Cabezón, cabezota. La línea recta es la más corta entre dos puntos. "Y por eso, quizá, la alegría. Porque había sido capaz de tirar adelante. O quizá también porque, y eso me lo ocultaba a mí mismo, no quería reforzarme con sentimientos negativos, porque era una revancha que necesitaba contra la mala suerte de un par de años antes, de cuando se me salió la cadena. Quizá era esa rabia la que estaba detrás de todo".
Sólo un español antes había ganado la París-Niza, que se corre en marzo: Miguel Indurain, que también tenía 24 años cuando lo hizo. Dos años y medio después, el navarro ganó su primer Tour. Contador no dejó pasar tanto tiempo. El mismo año, zas. Su puerto dejó de ser el Col d'Éze, minúsculo sobre la bahía de Niza. Su puerto, su terreno conquistado, pasó a ser los Alpes y los Pirineos. El Galibier legendario y la subida a Tignes; el terrible de Plateau de Beille, donde ganó con los brazos en alto, disparo ficticio, puño en el corazón; el Peyresourde, donde bailó con Rasmussen un mambo de ataques y contraataques; el Aubisque, donde finalmente hundió la rodilla. Ganó el Tour porque retiraron al que iba primero; pero lo ganó porque fue el mejor hasta el final.
Contador, cabezota.
A su primer Tour no pudo ir porque dos meses antes un aneurisma por poco le manda al otro mundo.
En el segundo participó sin problemas. Descubrió los Pirineos y los Alpes con sus ojos grandes, claros. Se enamoró.
De su tercer Tour no pudo ni tomar la salida. La víspera expulsaron a su equipo, entonces el Astana, heredero del Liberty, atrapado por el torbellino de la Operación Puerto, de la trama de dopaje organizada por Eufemiano Fuentes. Contador, un daño colateral; la Operación Puerto -en la que también participaba su director, Manolo Saiz-, una infamia que aún le persigue.
Tras el cuarto, aterrizó en Madrid vestido con un maillot amarillo y un león de peluche en la mano. En la maleta, el trofeo del Tour, un plato de Sèvres roto, trozos de cerámica que su madre, Francisca, pegó luego con loctite y colocó en el aparador del salón de su casa en la calle Empedrada. Ni se nota a simple vista. Cicatrices. Una metáfora de sus tours, de su vida. La armonía plena siempre rayada por una pequeña imperfección. Huellas de lucha. Huellas de determinación: cueste lo que cueste, contra todo lo que se ponga por medio. Y una frase común de todos los que le conocen, de todos los que han tratado con él desde que era un juvenil, un chándal con capucha: "Siempre ha tenido muy claro lo que quería". Lo sigue teniendo muy claro.
Posando en una habitación desnuda de su adosado en otro barrio de Pinto, en el ensanche junto a la vía del cercanías -un cupé BMW rojo en el garaje, una enorme Samsung de pantalla plana en el salón, cajas de material desordenadas, una pajarera enorme en el jardín, junto a una fuentecita; siete pájaros, jilgueros, pardillos, trinando; una casa que espera que la pareja que la habite pronto, Alberto y Macarena, le dé una vida feliz-, Contador advierte al fotógrafo: "Mejor sácame del otro lado, aquí se me notan las placas de titanio". Y se señala la frente, por encima del ojo derecho, por debajo de una cicatriz que en arco perfecto surca el cuero cabelludo, de parietal a parietal por la frontera con el frontal. "Aquí tengo una, y aquí, otra. Son de la operación".
La operación. Mayo de 2004. Vuelta a Asturias. Descendiendo un repecho camino de Infiesto, víctima de temblores incontrolados y convulsiones, Contador cae de su bicicleta. Un sentimiento de espanto en el pelotón. "Yo iba delante, me tocaba tirar, mientras que Alberto tenía libertad para ir detrás", cuenta su amigo Jesús Hernández, ciclista de Parla, que ha compartido con Contador años de juvenil y amateur, y un par de temporadas de profesional en el Liberty. "Así que no me enteré de nada hasta que no terminó la etapa. Pero luego, por la noche, vi en la tele lo que había pasado, y fue horroroso".
El horror de Hernández, de todos los que lo vieron. Contador, aún convulso en el suelo. El médico de la carrera, Santiago Zubizarreta, rapidísimo, con una inyección de Valium ya preparada, salvándole de morir asfixiado, de tragarse su lengua, colocándole un tubo de Guedel en la boca.
La frialdad analítica de Contador al recordarlo. Un agujero en su memoria. "No, la cicatriz no me dice nada cuando me peino todas las mañanas", dice. "No tengo un recuerdo especial del momento. Pero cuando vi las imágenes me di cuenta de que se equivocaron los primeros que me atendieron con su mejor voluntad. Me pusieron boca arriba, con lo que pude haberme mordido la lengua y partírmela. Me debían haber colocado de lado. Eso es lo que hay que hacer en esos casos".
La emoción de la familia al recordarlo. Los momentos de la duda, del hospital, la sala de espera del Ramón y Cajal de Madrid, las tres horas de intervención quirúrgica. Manolo Saiz, insomne, derrumbado en una silla. Los padres. Francisco y Francisca, que llegaron de Extremadura, de Barcarrota (Badajoz), en los años setenta. Emigrantes del campo al Madrid industrial y desarrollista. Los cuatro hijos: Fran, Alicia, Alberto, Raúl. El pequeño sufre al año una parálisis cerebral. Un niño toda la vida. Y cuando Alberto empieza a ganarlo, la decisión: el padre deja el trabajo, se queda en casa cuidando de Raúl, ayudando a Alberto. Esperando que los neurocirujanos acaben su trabajo, orfebrería en el cerebro, encaje de bolillos con arterias y vasos sanguíneos.
"Yo, hablando por mí porque nunca me atreví a decírselo, sentía pena sobre todo porque tuviera que dejar el ciclismo con todo lo que se había sacrificado para llegar adonde estaba", cuenta Fran. "Y por eso deseaba que saliera todo bien, porque por su vida no llegué a temer realmente. Simplemente quería que volviera a ser normal, que pudiera volver a salir con sus amigos, que no sufriera. El problema era que la zona del cerebro en la que había que intervenir rozaba con las zonas que regulan los estados de ánimo, los sentidos del gusto y el olfato, la zona de los sentimientos, la risa, el llanto. Y temíamos por eso, porque al despertar le diera por echarse a reír por cualquier chorrada, o a llorar, porque no controlara".
Al despertar, cuando abrió los ojos, Fran acercó a sus padres al lado de la cama. Alberto los miró. Habló: "Ya ha pasado todo. Ahora, a ponerme bien". "Y mientras pensaba que su vida normal estaba en peligro, dejó a un lado la bicicleta", explica Jesús Hernández. "Pero luego la cogió con más fuerza que antes. Y seis meses después ya estaba sacándonos los ojos a todos en una carrera en Australia". En enero de 2005 volvió a competir. A los tres días, en las antípodas, consiguió la primera victoria individual de su carrera profesional.
"Siempre me ha impresionado de Alberto la entereza con la que lleva los momentos duros, los momentos en que está contra las cuerdas. Es él el que anima a los demás", dice su hermano mayor.
A todo el mundo le impresiona Contador la primera vez que se cruzan con él. Y no es hipérbole.
Carlos Abellán compartió con él años de juvenil en el Velo Club Portillo y de profesional en el Liberty. Cuando este equipo voló por los aires tras la Operación Puerto, Abellán, brillante estudiante, joven que veía en el deporte, en el ciclismo, una forma de dar a su cuerpo un alimento que no le daban los libros, una forma de cumplir con una ilusión irracional, de dar rienda suelta a su talento, se quedó en el paro. Contador le dijo que era mejor para él, que tal como estaba el ciclismo, que tenía todo para triunfar en la vida, hiciera lo que hiciera; que no necesitaba sobrevivir de la bicicleta como él, que no tenía otra cosa con que ganarse la vida. "Alberto no entendía que era al revés, quizá; que yo había renunciado a muchas cosas por ser ciclista, que había ido quizá en contra de mi educación, de mi tendencia; que perdía yo mucho más dejando el ciclismo", explica Abellán. "Pero también sé que el ciclismo habría perdido mucho más si Alberto no hubiera seguido. Me acuerdo de la primera vez que corrí con él. Fue en una carrera en Torrelaguna, en el puerto del Atazar. Él con su bici de 18 kilos, zapatillas enormes, y el mismo baile, increíble, sobre los pedales. Parecía un globero, un pulpo en un garaje, pero no pude dejarle atrás. Nunca podría olvidarme de él".
La bicicleta, la famosa Orbea que heredó de su hermano, también llamó la atención de Javier Fernández, el técnico que le llevó al Portillo, el club del barrio de Embajadores, en Madrid, que le tuvo de juvenil. "La primera vez que lo vi tendría 15 años; con ese hierro, una bici de las que no se llevaban, con una facilidad increíble, con fuerza, en la cuesta La Nueva, por San Martín de la Vega, se despegó del pelotón, en el que corrían los mejores de Madrid", dice Fernández. "Se veía que no tenía conocimientos técnicos, pero también tenía muy claro desde pequeño que quería ser ciclista, quería que la bicicleta fuera su vida". Fernández, que ahora es técnico de la federación madrileña, cuenta que los chicos de ahora, y también de hace diez años, están medio empanados. "Te llegan con bicicletas de 6.000 euros y más, con Pinarellos y grupos Récord. Y con sus padres encima. Lo tienen todo. Todos los medios, toda la gente a su disposición, y se creen que eso es todo. No hay quien saque nada de ellos", dice. "Y Alberto no tenía nada. Ni sus padres le podían acompañar a las carreras, porque tenían que cuidar del pequeño, siempre en la silla de ruedas".
"La falta de medios", dice Contador, "me hizo valorar mucho más lo poco que tenía, me hizo más fuerte. Con lo que ahorraba de la paga me compraba algo de material. Y era capaz de gastarme 400 pesetas en unos guantes y el día que los estrenaba pensaba que nadie iba a ir más deprisa que yo, que iba a andar como nunca". Quizá estrenó esos guantes el día que deslumbró a Carlos Rosado.
Todos los grandes campeones ciclistas tienen, de jóvenes, un día, su día, el día que se revelan, el día de un detalle. Jacques Anquetil ganó un Gran Premio de las Naciones, 130 kilómetros contrarreloj, a los 19 años. Miguel Indurain, de amateur, reventó a todo un pelotón en los llanos, contra el viento, de una Vuelta a Toledo. Contador intentó hacer lo mismo entre Majadahonda y Villanueva de la Cañada. "Era una carrera de cuatro vueltas o así a un circuito", cuenta Rosado, técnico del Portillo, del primer día que vio a Contador sobre una bicicleta. "Estaba todavía en la Uni de Pinto y nosotros teníamos el mejor equipo. Pues él se escapó en la primera vuelta y nos tuvo todo el día persiguiendo. Todo el equipo detrás de él. Y sólo le pudimos coger en la última vuelta".
Era un juvenil y ya se comportaba como un profesional. Entrenamientos diarios, a las diez en la cama; salidas, las justas; cuidado con la comida, con el sueño, con la recuperación. Pocas victorias finales, muchos grandes premios de la montaña. Mucho sentimiento. Como el día que se rompió el labio y le saltó un paleto de la boca tras una caída en Zamora. Estrenaba una bicicleta que le había regalado su tío. La primera y la última carrera con esa máquina. "Rompió el cuadro", cuenta Rosado. "Y aunque la intentamos esconder entre otras en la baca del coche mientras le curaban en el hospital, en el primer semáforo en que paramos, sacó la cabeza por la ventanilla y la vio. No paró de llorar durante todo el viaje. No lloraba por el diente roto, ni por el labio partido. Lloraba por la bici. ¿Y con qué voy a correr ahora?". Y mucha seriedad. "Pero sólo es serio, cuidadoso, meticuloso, con las cosas de la bici", dice su hermano. "Por la bici es capaz de hacer renegar a su novia, a Macarena, con la que no quiere ir a los centros comerciales porque no puede aguantar de pie, porque se le hinchan las piernas. Pero sólo por la bici, por la profesión. Para el resto es un desastre. Su habitación es un caos. Buenas broncas se lleva de mi madre". "Tenía que ser así, comportarnos como casi profesionales, porque si no eres buen juvenil, no puedes ir a la selección nacional, ni a un buen equipo amateur, ni, claro, a un buen profesional", dice Hernández, su compañero del alma.
Con su desorden a cuestas, a los 18 años, Alberto Contador tomó la gran decisión. Abandonó los estudios en segundo de bachillerato y fichó por un equipo vasco, el Iberdrola-Loinaz, el equipo nodriza de Manolo Saiz, el director del Liberty, que lo alimentaba todos los años con los mejores juveniles españoles. "Ya no había vuelta atrás", dice Contador. "Llegaría hasta donde llegaría". Eso suponía ir a pasar largas temporadas al País Vasco. "Teníamos un piso de alquiler en Azpeitia y entre los dos nos lo organizábamos bastante bien", cuenta Hernández, que le acompañó en la aventura. "Nos hacíamos la casa, la cena. Yo con mi maletita, todo en su sitio, todo apañadito, y él, con su caos: en todo salvo en la bicicleta, que la cuidaba como nadie". Allí nació su fama de pata negra. Pantani le llamaban en juveniles, por cómo escalaba. Después admiraba a todos por todo. Las maravillas que se contaban de él llegaban a todos los rincones del mundo ciclista.
Todos los que le veían por primera vez se quedaban maravillados. "Un chiquillo en medio de tanto hombre. Y su pedaleo especial", cuenta Johan Bruyneel de su primera experiencia mística con Contador. Fue en la subida a las lagunas de Neila de la Vuelta a Burgos de 2003. Cuatro años después gana el Tour con su equipo. "La mejor noticia que me ha dado el ciclismo en el último año ha sido el Tour de Contador, la aureola de su clase", dice José Miguel Echávarri, que lo descubrió en su pueblo, en Abarzuza (Navarra), durante una subida a Lezaun. "Sólo me hablaban de él, pero yo no lo podía coger. Tenía que respetar a Manolo Saiz, sabía que era la garantía del futuro de su equipo". El director que ganó el Tour con Perico e Indurain tuvo, sin embargo, la oportunidad de fichar a Contador el verano pasado. "Pero la vida es siempre cuestión de elección", dice Echávarri, que comió con el chico de Pinto en Aranda de Duero. "En la cabeza destacaba la cicatriz de su operación, pero también llevaba grabadas en el cuerpo las palabras Tour de Francia, aunque nuestra elección anterior había sido Valverde. Se lo expliqué, y él entendió que había choque de intereses; me impresionó su claridad de ideas, lo seguro que estaba de sí mismo".
Pocos días después de la comida en Aranda, en su última carrera con el Liberty, Contador sufre un ataque epiléptico después de una etapa de la Vuelta a Burgos. De nuevo, la bruma; de nuevo, Contador. Cabezota, peleón, rebelde. La cicatriz interna de su operación ha creado una zona hipersensible en su cerebro, más propicia a los ataques epilépticos. Contador debe tomar diariamente medicación para prevenir los ataques y visitar regularmente a un neurólogo. Otro handicap para su rendimiento. Otra valla de la que no quiere hablar. "No tiene sentido tocar ese tema", dice. "Es abrir otra puerta de mi intimidad que alguien puede aprovechar". Pedro Celaya, médico del Discovery y confidente de Contador, tampoco quiere hablar del asunto. "Sólo puedo decir que la única obsesión de Alberto es no hacer nada raro con su salud", dice Celaya. "Tiene muy presente lo del hospital".
"Así que cuando sale ese médico alemán [el doctor Werner Franke, que le vetó a comienzos de agosto de la Clásica de Hamburgo, acusándole de estar vinculado a una trama de dopaje] diciendo que he tomado corticoides y anabolizantes y de todo, me entra una rabia tremenda", dice Contador después de sufrir la maldición del maillot amarillo, que convierte en sospechosos automáticamente a todos los ciclistas buenos, ganadores. "Sólo basta con ver mi trayectoria, cómo era de juvenil, de amateur, cómo he trabajado, cómo todo es fruto de una progresión lógica. Me dicen cosas y me entran ganas de reír, o de llorar. Uno me pregunta que si mi médico es Ferrari [un italiano con mala fama], y me entran ganas de responderle que no, que mi médico es Porsche. En un sitio he leído que un experto dice que es imposible fisiológicamente que suba tan deprisa como subo, que tantos vatios no se pueden generar. Y yo le invitaría a que suba conmigo un puerto para que lo viera. Esto es horroroso. Si hasta se ha llegado a decir que cuando me operaron me tocaron el cerebro y me convirtieron en un superhombre...".
Ahora, sus amigos -Jesús Hernández, que le mandaba sms todos los días al Tour diciéndole que se le ponía la piel de gallina viéndole allí, tan fuerte; Carlos Rosado, que apreció tanto su clase, su motor, su humildad, su cabeza; todos-, las personas más orgullosas del mundo, sólo esperan que esto del Tour, que esto de la fama, de los recibimientos multitudinarios, de la medalla al Mérito Deportivo, de empezar a contar las ganancias por millones de euros, no lo cambien, no lo transformen.
La vida de la gente que le rodea sí que ha cambiado. La de sus padres. Su padre, que quiso huir del bullicio público que acompañó a su hijo en París, en el recibimiento en Pinto. Prefirió quedarse en casa con Raúl. Se encerró en la habitación. Disfrutó a solas, en silencio, de la gloria de su hijo. Su madre. Su hermano Fran. "Ahora no puedo ni ir a por el pan, ni bajar la basura tranquilo. Todo el mundo me para, todo el mundo me pregunta", dice. Los amigos, los primeros entrenadores, directores, a los que no paran de llamar periodistas. Pero todos esperan que Alberto no cambie, que vuelva a ser el chico de Pinto al que sus padres no le pudieron dar más que la libertad, el joven que ha llegado a la cima desde abajo del todo, el niño que salía al balcón de su casa en el centro de Pinto y empezaba a silbar. A manadas acudían las palomas, para desesperación de los vecinos. Pero él, cabezota, tenaz, seguía silbando, y gastándose la propina semanal en alpiste, en alimento para los pájaros.
"Y creo que sí, que nada le cambiará", resume Rosado. "Que siempre se acordará de sus amigos de toda la vida. Y que seguirá cabezota, peleón, luchador, que siempre será él".
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