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Trastos viejos, ancianos creadores

Rafael Argullol

A punto de cumplir 100 años el realizador de cine portugués Manoel de Oliveira comentaba el otro día en un coloquio sobre su obra el inmenso placer que le proporcionaba cada nuevo rodaje. El ejemplo de Oliveira, quien hizo su primer documental en 1931, nada menos, es probablemente extremo pero puede relacionarse con los de otros cineastas longevos que últimamente nos han ofrecido notables películas, como Claude Chabrol o Sydney Lumet, para no referirme a directores como Clint Eastwood, el cual, entrega tras entrega, parece aumentar su excelencia a cada año que pasa.

Las palabras de Manoel de Oliveira acerca de su trabajo, y del disfrute que éste le continuaba procurando, me han recordado lo que afirmaban recientemente otros dos centenarios, o cuasi centenarios, que se mantienen en una plenitud creativa. Moisés Broggi, el cirujano que hizo decisivas aportaciones en la hospitalización de campaña durante la Guerra Civil, sigue escribiendo sus magníficas Memorias. Por su parte, Rita Levi-Montalcini, la neuróloga italiana, contaba graciosamente cómo había escapado de cualquier oferta de jubilación, aun a riesgo de quedarse casi sin dinero, y cómo seguía dirigiendo cotidianamente su laboratorio.

¿La permanencia de un ignorante de 35 años debe implicar la expulsión de un talento de 60?
La marginación por motivos de edad de los que valen es una segregación brutal

En los tres casos el común denominador era considerarse a sí mismos como seres capaces de ilusión y no como meros vestigios del pasado. Tenían proyectos de futuro en sus respectivas tareas. Naturalmente, uno puede reírse del hecho de que un anciano centenario albergue proyectos de futuro. Pero, más allá de que cualquiera es libre para establecer sus propias utopías, Rita Levi-Montalcini explicaba muy bien la causa última de su vitalismo de senectud. Venía a decir que no le preocupaba la muerte -necesariamente próxima dada su edad- porque tras tantos años de investigación científica sobre la vida no consideraba que ésta, y por tanto tampoco la muerte, pudiera medirse como lo que sucede a este "pequeño cuerpo nuestro". Su conclusión era que el cosmos merecería que lo viéramos de otra manera, menos mezquina si se quiere.

No sé si Oliveira o Broggi compartirían esta opinión pero, tan agnósticos como Levi-Montalcini, bien podrían hacerlo pues también ellos han apostado por atravesar la vejez como seres vivientes y no como meros supervivientes. Una elección que, no obstante, no resulta fácil en un mundo con drásticas fronteras cronológicas y siempre al servicio de la cadena productiva.

A este respecto, por más que se vincule originalmente al júbilo, la jubilación ha acabado por convertirse en nuestra sociedad en algo inquietante. Es completamente seguro que un viejo hoy, gracias a que ha alcanzado la jubilación -o a que ha sido alcanzado por ésta-, se siente en térmi-nos económicos o sanitarios más protegido que los viejos de otros tiempos; sin embargo, no estoy convencido de que haya habido el mismo progreso en cuanto al respeto que percibe por parte de la comunidad que le rodea. Es verdad que ahora tenemos viejos en buena forma física e incluso, gracias a los últimos inventos, con resurrecta sexualidad, viejos a los que vestimos como adolescentes y hacemos viajar de un extremo a otro del mundo en animados tours organizados, viejos que entretienen su ocio con todo tipo de maquinitas; pero ¿a alguien se le ocurre que tenga que haber asimismo viejos sabios?

Creo que, en nuestros días, a casi nadie se le pasa por la cabeza algo semejante. Y, sin embargo, quizá más de un jubilado -incluso con jubilación monetariamente notable- cambiaría sus viajes organizados, sus ocios televisivos y aun sus renovadas proezas eróticas por la percepción de sentirse respetado como alguien que ha consumido los años, precisamente, para adquirir ciertos conocimientos respetables. No sería de extrañar que en nuestra democrática civilización algunos ancianos fantaseasen secretamente, y sin atreverse a decirlo en voz alta, con aquellas remotas épocas en las que la vejez, contemplada como culminación de la existencia, veía compensada la inevitable fragilidad corporal con el don de la sabiduría, que los más jóvenes reconocían respetuosamente a la espera de que llegara, también para ellos, la edad senatorial.

Cuando hace un par de años vi los criterios con que se realizó el saneamiento de Televisión Española pensé que nunca la estupidez cronologista había llegado tan lejos. ¿Cómo podía ser que la condición principal para permanecer o no en el Ente fuera haber cumplido 50 años? ¿No se daban cuenta en el Ente, con el ingenio metafísico que la propia palabra denota, de la enorme sangría que este igualitario procedimiento significaba? ¿La permanencia de un imbécil o de un ignorante de 35 años debía implicar la expulsión de un talento de 60? Y, pensando ya no sólo en términos creativos sino también económicos, ¿cómo se podían arrojar por la borda tan lastimosamente años de aprendizaje y maduración de realizadores o guionistas que seguramente, tras los cincuenta, llegaban al momento dulce de su profesión? Dado que es indiferente la edad de los que no valen, la marginación de los que valen por motivos de edad me pareció un segregrarismo brutal.

Sin embargo, en esos dos años he comprobado que Televisión Española, el Ente, ha sido la vanguardia de un proceso que abarca a toda la sociedad. Con la misma excusa del saneamiento, a la que se añade hipócritamente la supuesta promoción de las jóvenes generaciones, la voraz maquinaria de las jubilaciones anticipadas, y más o menos forzadas por las circunstancias, actúa sin contemplaciones en los hospitales, universidades o medios de comunicación. En muchos casos gentes de gran valía se ven obligados a abandonar sus trabajos, justo en el momento de su máximo rendimiento, bajo la acusación implícita, a menudo, de estar impidiendo el acceso a los jóvenes y, en consecuencia, sin tener en cuenta que en la formación de éstos el asesoramiento de los maestros es imprescindible para asegurarse la línea de continuidad cultural que vertebra una sociedad.

Los efectos de esta política son desastrosos, incluso desde el punto de vista de la renovación generacional que se proclama, pues, con frecuencia, alentados por el igualitarismo cronológico que transforma a los que deberían ser maestros en trastos viejos, muchos de los jóvenes que acaban siendo promocionados no son los más talentosos o los más intelectualmente apasionados sino los más expertos en boletines oficiales y otras burocracias. De seguir así es muy probable que nos quedemos sin los jóvenes que podrían llegar a algo y sin los ancianos que ya habían llegado.

Miguel Ángel acabó el Juicio Final a los 70 años; Sófocles escribió Edipo en Colono a los 80; Goethe tenía 81 cuando puso la última línea a su Fausto.

Rafael Argullol es escritor.

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