¿Cómo será Brasil sin Lula?
Si Lula se hubiese presentado a las elecciones- lo impedía la Constitución-, los brasileños lo habrían elegido ganador por tercera vez, sin sombra de dudas. Pero Lula sale de escena. El domingo Brasil tendrá nuevo presidente. Con gran probabilidad será una mujer: Dilma Rousseff, la escogida por el presidente que llegó a la jefatura del Estado desde la nada después de haber sido limpiabotas, sin estudios, con un simple título de tornero mecánico y una inteligencia política excepcional. Escogió para sucederle a una mujer en sus antípodas: sin su carisma, sin su empatía con los más pobres -ella procede de una familia de clase media alta de origen búlgara- y mucho más politizada que él. Y menos flexible, más de batalla que de diálogo.
¿Cómo será Brasil sin Lula a partir del uno de enero próximo, cuando su sucesor o sucesora entre en funciones? Difícil imaginarlo, porque Lula ha estado omnipresente en sus ocho años de Gobierno. Se habla de un antes y un después. Ha sido el presidente más popular de la historia democrática del país, a quien la masa de los brasileños -sobre todo los más pobres- identificó como a uno de ellos por hablar su misma lengua, incluso con errores crasos de gramática.
Lula consiguió lo que parecía imposible: entusiasmar a los pobres, hacerles menos pobres y al mismo tiempo hacer que los ricos fueran más ricos que nunca y la bolsa la más próspera del mundo. Dio visibilidad mundial a un país lleno de posibilidades y lo salvó de la crisis financiera mundial con su acertada política económica, a la vez moderada y liberal.
La gran mayoría de los brasileños le han perdonado todo: hasta que con una cierta megalomanía llegase a compararse con Jesucristo o que se jactase de no haber leído nunca un libro. Le han perdonado todas sus bravatas, sus metamorfosis diarias, aquellos momentos en que era capaz de defender por la tarde lo que había fustigado por la mañana.
Para conseguir que ganase las elecciones su preferida quebrantó la ley electoral. Se olvidó de que era el presidente de todos para hacerse activista de su partido durante los dos últimos años. Tuvo las manos libres porque la oposición temía su inmensa popularidad, un arma que supo usar formidablemente amenazando cuando era necesario -por ejemplo cuando arreciaban los escándalos de su Gobierno- con sacar a la calle a los movimientos sociales a su favor. Se comió literalmente a la oposición y gobernó como quiso.
Un Brasil sin Lula podrá parecer un Brasil huérfano. ¿Pero se va de verdad? La impresión es que si gana su favorita él tendrá que suplir con su sombra y su astucia política la inexperiencia de la nueva presidenta. La tarea no será fácil. El poder tiene sus imponderables. ¿Podría haber dos presidentes como en Argentina con los Kirchner? ¿Permitirá Dilma que la deje aparecer, como se le ha acusado de hacer hasta ahora, convertida en una marioneta de su jefe? A la sucesora nadie le niega ambición, dureza de carácter, capacidad de mando -los hombres del Gobierno la temían cuando era ministra- y una cierta dosis de habilidad para gestionar el poder. Sus prestaciones son una incógnita. Si su legislatura se desarrolla sin problemas, ¿dejará voluntariamente a Lula volver en 2014 renunciando ella a presentarse a un nuevo mandato?
El regreso de la oposición
Una cosa parece cierta y positiva para la política del país: sin Lula, la oposición vuelve a actuar, compacta y fuerte, desnuda de complejos, dispuesta a dar la batalla para conseguir dentro de cuatro años una alternancia en el poder, impidiendo que en Brasil, con la hegemonía del Partido de los Trabajadores repartiendo su poder entre tres partidos aliados con apellidos de alquiler, pueda acabar creándose un equivalente al PRI mexicano.
Para el 2014 ya hay dos candidatos con grandes posibilidades de victoria, incluso si se volviera a presentar Lula. El primero es la ecologista Marina Silva, que aunque no llegó a la segunda vuelta fue la gran revelación obteniendo 20 millones de votos, sin difusión televisiva y apoyada por un solo partido menor, el Partido Verde con solo 12 diputados en el Congreso. Ella representa una forma nueva de gobernar que ya despierta fuerte simpatía sobre todo en los jóvenes.
Y con ella, Aécio Neves, el ex gobernador de Minas Gerais, hoy un senador de 50 años que, junto con Lula, es el político con mayor aprobación popular, de familia política de alcurnia (es nieto de Tancredo Neves) y que ha sido siempre un político de diálogo dispuesto a llevar a la práctica un sueño nunca realizado: hacer gobernar juntos a los dos grandes partidos progresistas del país: el PSDB de Fernando Henrique Cardoso y a la parte menos extremista y radical del PT de Lula, partidos siempre enfrentados hasta ahora a pesar de presentar prácticamente los mismos programas y de tener una misma sensibilidad y preocupación social. Sería positivo para ambos: el PSDB acusado, aunque injustamente, de elitista, de ser el partido de los ricos y de la clase media, podría acercarse más a las clases populares; y el PT, acusado de autoritario y hegemónico, podría impregnarse más de los valores de defensa de las instituciones democráticas, renunciando a la tentación marxista de que los fines justifican los medios, lo que le ha llevado a veces a aparecer más corrupto que la peor de las derechas.
Un Brasil sin Lula podrá ser un país menos popular, pero quizás más democrático, más de todos, con oposición y con una política exterior más abierta, considerada hoy, según muchos analistas, como excesivamente tercermundista y con dificultades para dialogar con Europa y con los Estados Unidos, incluso con el demócrata Obama.
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