"No queríamos matar a nadie"
Ludwig Baumann, de 87 años, preside la Asociación Federal de Víctimas de la Justicia Militar del Régimen Nazi desde su fundación en 1990. Desertó de la Wehrmacht y fue condenado a muerte como casi todos los demás miembros de la asociación. Sostiene una lucha incansable por la rehabilitación de las víctimas olvidadas del régimen nazi. Sentado en el salón de su casa en las afueras de Bremen relata a EL PAÍS el calvario vivido por los "traidores" y desertores, no sólo durante el Gobierno de Hitler, sino después de la II Guerra Mundial.
Pregunta. ¿Usted estuvo preso con otras víctimas militares de la justicia nazi?
Respuesta. Sí. En 1944 estuve en Torgau-Fort Zinna, una fortaleza y cárcel de la Wehrmacht en el norte de Sajonia. Allí murieron varios miles de soldados por las penosas condiciones del arresto. Fusilaron, ahorcaron o guillotinaron a más de 1.300.
P. ¿Por qué desertó usted?
R. Uno siempre tiende a glorificar las cosas, pero me acuerdo de dos motivos. Hitler siempre reivindicaba "espacio vital para el pueblo alemán". Y yo me preguntaba, ¿qué significa esto para la gente que vive allí? ¿Expulsarán a todos o harán cosas peores?
P. ¿Y el otro motivo?
R. En el noticiario veíamos esas batallas gigantes para sitiar a los rusos, con cientos de miles de presos soviéticos. Los soldados vestían ropa ligera y de repente llegó el invierno ruso. Murieron muchos soldados, también alemanes. Por eso empezaron a recoger ropa de abrigo en Alemania, pero sólo para sus tropas. Y entonces mi amigo Kurt y yo dijimos "no, no queremos participar en esta guerra, ni matar a nadie. Queremos tan sólo vivir".
P. ¿Cuándo plantearon la fuga?
R. Kurt y yo estábamos enrolados en la Armada. En 1942 nos mandaron a una compañía recién creada en el puerto de Burdeos. Realmente, era un grupo muy poco militar, lo que desesperaba al jefe de la compañía. Pero eran buenos compañeros. Esto nos permitió hablar entre nosotros del deseo de largarnos, de desertar.
Kurt y yo contábamos con la ayuda de unos franceses de la resistencia que nos facilitaron direcciones de amigos suyos en la Francia no ocupada y contactos en Marruecos. Desde allí queríamos huir a EE UU, era mi sueño. Ni entonces ni después he podido hacer ese viaje.
P. ¿Algo falló?
R. Nos bajamos del barco de noche, era un buque cuartel. Todo estaba ya oscuro y los franceses nos estaban esperando a la vuelta de la esquina con un pequeño camión. Guardaban ropa civil y dos boinas negras para nosotros. Nos acercaron a la línea de demarcación, que se encontraba a 40 kilómetros, y se fueron. Al amanecer, Kurt y yo queríamos cruzar al otro lado. Desgraciadamente tropezamos con dos soldados de la aduana. Nos detuvieron.
De vuelta a Burdeos nos condenaron a muerte, tardaron 40 minutos.
P. ¿A qué se debió que no le ejecutaran a usted?
R. Nos salvó la intervención de mi padre, a mí y a mi amigo Kurt Oldenburg. Mi padre conocía muy bien a un amigo del almirante que tenía que firmar nuestra condena. Ese hombre consiguió que el almirante cambiara la pena de muerte por pena de prisión.
Pasé 10 meses en la celda, ocho de ellos sin saber que me habían perdonado la vida.
P. A pesar de esa experiencia, ¿decidieron huir otra vez?
R. Sí. La cárcel de Burdeos había sido un monasterio con celdas para monjes con voto de silencio, así que cada una tenía un hueco en la parte de arriba de la puerta, para sacar los orinales. Conseguí salir por ese hueco, estaba muy delgado.
Había también unos 90 presos españoles, hombres y chicos, algunos de 10 años. Varios hablaban alemán, así que acordamos con ellos asaltar a los guardias.
Alguien nos traicionó un día antes de la fecha que pensábamos hacerlo. Nos ataron y trasladaron a Kurt y a mí a otro ala, sin posibilidad de huida. Ejecutaron a todos los españoles, también a los niños.
P. ¿Les volvieron a condenar?
R. No, nos llevaron a Esterwegen, un campo de concentración en el norte de Alemania. Luego a Torgau, donde conocí a Johann Lukaschitz, otro soldado acusado de traición que fue guillotinado.
De allí a un batallón de castigo en el frente del Este. La única salida era ser herido grave.
P. ¿Ésa fue también la suya?
R. Sí. Cuando un compañero del batallón de castigo perdía un brazo o una pierna le felicitábamos, pues así a lo mejor volvía a casa y sobrevivía.
P. ¿Cómo les trataron después de la guerra?
R. Hasta la década de los noventa éramos difamados como traidores, cabrones, cobardes y criminales. Muchos compañeros han muerto con el estigma de la humillación pública a lo largo de estos años.
Creo que para el sector militarista en Alemania es insufrible reconocer que aquélla fue una guerra de exterminio. En esa concepción, no se pueden anular las condenas ya que significaría que todos los magistrados implicados en el sistema judicial del Ejército eran criminales con las manos manchadas de sangre.
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